jueves, 29 de noviembre de 2012




EL MIEDO HACE LIBRE






La vida sucede en otra parte... Ese es el pensamiento que recorre mi cerebro mientras avanzo a través del Barrio de Salamanca, esa zona privilegiada de Madrid donde todo transcurre con normalidad, como si nada estuviera pasando. Pero pasar, pasa; vaya si pasa. Es miércoles, 14 de noviembre para ser exactos. Una nueva huelga general barre de norte a sur y de este a oeste la península ibérica.

Ha dejado de llover; un cielo azul intenso hace pensar, no sólo hoy, que la ciudad es azul. Pero mientras sigo avanzando, la tozudez postfranquista de ese barrio madrileño parece querer imponerse a la realidad. Y la realidad es que la sociedad española está harta. Harta de una crisis que se ha quitado la máscara y deja ver su rostro auténtico, ése que vocifera la guerra de ricos contra pobres. Harta de un sistema político a cuya cabeza figura un rey obsoleto e innecesario. Harta de una representación política caduca y ajena al ansia de vivir de la mayoría de la población. Harta de una democracia que no lo es.

El tráfico fluye como cualquier otro día. Los comercios y los bares están abiertos. Los rostros de los transeúntes que vienen y van expresan indiferencia. Nada indica, mientras me voy acercando a las inmediaciones del hospital de la Princesa, que estemos en una jornada de revuelta, de lucha, de hartazgo.

El hospital, a lo lejos, da la impresión de un enorme tenderete en medio del asfalto. Decenas de dazibaos, de tela o de papel, envuelven el viejo edificio de ladrillo y granito. La lucha prosigue con fuerza y determinación desde que el pasado 31 de octubre  la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid dictara un bando con la pretensión de acabar con uno de los hospitales punteros de la capital. Acabar con una gestión de carácter público y empezar a crear enjambres privatizadores para que la reina madre pueda volar hacia la colmena y depositar sus huevos.

El ambiente fuera y dentro del hospital es frenético, como todos los días desde que se pusieron en pie de guerra frente al dictado del PP. No obstante, teniendo en cuenta la jornada de huelga general, no hay demasiada gente. Ningún piquete se ha acercado hasta aquí esta mañana. Seguramente, como ha sucedido en otras ocasiones, el centro de la ciudad acaparará la atención de los huelguistas. Grandes almacenes, edificios gubernamentales y bancos atraerán de manera inmediata la mirada rabiosa de los ciudadanos.

No es una huelga general más. No hay reivindicaciones laborales concretas. Es una huelga casi política. O del todo. Las medidas que empieza a imponer el gobierno autoritario de Mariano Rajoy desde el primer consejo de ministros del pasado 26 de diciembre de 2011, implican una declaración de guerra generalizada. El ataque, sin precedentes, a la clase media es total. Y clase media, en esta primera década del siglo XXI, somos ya todos: Asalariados, parados, precarios, estudiantes, amas de casa...La guerra es total. De unos pocos contra todo el resto.

No son buenas las sensaciones cuando regreso a casa para tomar un mínimo refrigerio. El tráfico sigue fluyendo y todos los comercios exhiben exultantes sus mercancías. Las noticias de la canalla mediática proclaman abiertamente el fracaso de la convocatoria. Incluso los sindicatos paran la cifra del seguimiento en torno al 80%. Y sé, de sobra, que eso significa reconocer que el paro está afectando a un 50% más o menos.

¿Qué sucede? ?Dónde está toda esa masa desocupada? ¿Acaso el hartazgo no ha superado ya todos los límites? ¿No deberían estar produciéndose escenas como las que hemos visto ya en Atenas? Buenas preguntas. Trato de darme alguna respuesta. Es cierto que es una huelga distinta a las que estamos acostumbrados, como decíamos antes. No son los trabajadores los únicos afectados. Las medidas salvajes y los recortes de este gobierno pseudodemocrático invisten a todos y cada uno de nosotros. Es, tal vez, por ello, que la falta de experiencia esté haciendo que en ciertos sectores de la producción, ya sea material o inmaterial, el paro no afecte de manera generalizada.



El paisaje ha empezado a cambiar. Mientras el metro avanza, devorando una a una las estaciones, los vagones se atestan de gente. Algo va a pasar, me digo.

El día empieza a abandonarnos, las primeras luces hacen su aparición y el cielo se embadurna de un tenue azul cobalto que va dejando paso al azul de Prusia de la noche. La plaza de Legazpi está abarrotada. Una marea de gente intenta moverse hacia la Beata Ana. Desde allí, puedo observar la infinitud de puntitos que salpican el Paseo de las Delicias. Hay gente, mucha gente. Avanzo hacia adelante y hacia atrás. Una alegría inmensa me invade por dentro. Los pelos se me erizan. En un determinado punto que conozco muy bien echo una ojeada. No puedo dejar de hacerlo cada vez que paso por aquí. Los viejos pebeteros de la portada de hierro fundido han sobrevivido el paso del tiempo. Sólo tengo que descender unos metros por la calzada de adoquines para encontrarme con ella: La Estación de las Delicias. El triangulo obscuro de hierro y vidrio se impone a cualquier mirada. Su negritud exhala una belleza elegante.

Sigo avanzando y dejo atrás esa serpiente que va engordando poco a poco con miríadas de gentes de todo tipo. En la glorieta de Atocha está comenzando a moverse aún la cola de la otra manifestación: la que han convocado los sindicatos mayoritarios, cuya cabeza seguro que hace ya un buen rato que habrá entrado en la Plaza de Colón. Pero no sólo. No. Hay más, mucho más. Veo columnas de gentes que avanzan por el Paseo de María Cristina. Pelotones que bajan por Atocha y otros que lo hacen por la Cuesta de Moyano. ¡Esto es la leche!, me digo. ¡Impresionante! Me faltan vocablos para definir lo que mis ojos no paran de ver.

Camino a duras penas por el Paseo del Prado. Riadas de gente vienen y van en un continuo e infinito devenir que no cesa. Me encuentro con amigos frente al antiguo edificio de los sindicatos, hoy Ministerio de Sanidad, exultante y moderna construcción de ladrillo visto que habla de un tiempo donde el diseño y la arquitectura eran algo serio más allá de las ideologías.

Hablamos y reflexionamos sobre lo que estamos viendo. Es casi imposible pretender avanzar hacia Neptuno o Cibeles. Así que decidimos convertirnos en una especie de espectadores que contemplan el flujo continuo de manifestantes. En un cierto momento, después de mucho, muchísimo rato de ver pasar y pasar a un sinfín de ciudadanos, me atrevo a disparar una cifra: Yo creo que hoy, en Madrid, porque no sólo en Madrid hay manifestaciones, hay más de 600.000 personas en la calle.

Empiezo a pensar que la lectura que la gente ha hecho es una lectura acorde con las últimas manifestaciones del 25-S y las que planteaban rodear el Congreso de los Diputados; es decir, que no se ve tanto la huelga, ligada en el inconsciente a ciertas reivindicaciones laborales, pero sí manifestarse contra el estado de cosas que hace irrespirable el ambiente cotidiano.

El ambiente es sobrecogedor. La masa impone siempre su razón. Su presencia no da lugar a dudas. Pero ahí comienza el problema. Son ya demasiadas veces, en este último año y medio, que la gente, después de manifestarse, ha regresado a casa con las manos en los bolsillos. No hemos conseguido todavía, al día de hoy, rascar bola. No hemos conseguido que el ejecutivo eche marcha atrás en ninguno de los criminales decretos que han salido de sus garras. Y esta constatación supone que tenemos un auténtico problema.

Tenemos una fuerza y no podemos dilapidarla así, sin más. No basta con que esa fuerza se presente en sociedad, debe usarse. En algún sentido, en alguna dirección: "Entre dos iguales, decide el más fuerte...", escribía Karl Marx. Y nosotros, en estos momentos, podemos ser el más fuerte. El siguiente problema estriba en que si no usas esa fuerza que te hace ser el más fuerte, al final todo se vuelve contra ti y el resultado siempre es trágico y destructivo.



La noche avanza, y la marea humana permanece. A eso de las nueve de la noche, cuando observo el reloj que encuadra uno de los edificios en torno a la plaza de Neptuno, se empiezan a oír las primeras detonaciones de la policía. La gente corre en todas direcciones. Un pequeño amago y todo se desparrama. El miedo, como siempre, o como casi siempre, hace su aparición. Ninguna coordinación: no hay nadie que ponga un poco de orden en esta desbandada a la que ya estamos acostumbrados. La represión y los golpes se enseñorean de la noche.
Me viene a la cabeza  el letrero cínico y despiadado que los nazis colocaban en la entrada de los campos de concentración: "Arbeit macht frei", es decir: "El trabajo hace libre". Mientras corro y veo correr en todas las direcciones a la gente despavorida, imagino otro letrero en miles de entradas invisibles que dice: "El miedo hace libre".

Pero no quiero dejarme apresar en esa frase paralizante. No estoy preso en ningún Lager. Ha llegado el momento de poner en pie una mínima organización, una estructura que pueda dirigir ese derecho hacia un objetivo concreto. La masa no puede soportar una frustración permanente. Los resultados tienen que empezar a llegar, ya.
















domingo, 14 de octubre de 2012



CONTRA LA MELANCOLÍA




No obstante la hora que se establece, arbitrariamente, durante el verano, aún siga en vigor, hace ya un buen rato que la noche se ha apoderado de la ciudad.
Salgo de casa convencido de que esta noche lo voy a pasar bien. Me dirijo hacia el sur, más allá de los dominios de la Puerta de Toledo. No transito habitualmente por sus inmediaciones, pero es una zona que conozco bien. No hace tantos años que mis huesos reposaban en un pequeño apartamento de la zona.

Cuando salgo del metro, esa puerta se me impone. A pesar de su estructura pétrea, el aire que respira esa construcción no deja de aparentar cierta ligereza. Tengo que atravesar la glorieta y comenzar a descender por la Ronda de Segovia. Es el final de la primera semana de octubre, sin embargo las terrazas despliegan, aún, sus veladores a lo largo de las aceras. No es de extrañar, la temperatura está en torno a los veinticuatro grados y más que una noche otoñal parece una incipiente noche primaveral.

La iluminación es escasa, siempre lo es cuando las farolas utilizan esas bombillas de color naranja que dicen ahorrar energía. Así que me es difícil identificar el tipo de construcción que denotan los edificios que me voy encontrando. Es una calle larga que no parece tener fin. La bajada cada vez es más pronunciada, hasta que se interrumpe de manera abrupta en una glorieta. Giro a la izquierda y me topo con el nombre de la calle hacia donde mis pasos se dirigen: Paseo de los Melancólicos. Su nombre me hace evocar, de inmediato, esa palabra que define muchas cosas y esconde algunas otras: Romanticismo. Pero lo melancólico me lleva también a la teoría aristotélica sobre el problema XXX y la bilis negra, con el que el sabio griego plantea de modo insistente la relación entre la fisiología y los comportamientos. Pero no creo que en esta noche cálida la melancolía pueda atravesar mis tejidos. Aunque por unos instantes "Melancholia", el film de Lars Von Trier arribe a mi cerebro. Pero no será la música wagneriana la que penetrará mis oídos. Muy al contrario, sé que otra música, que a mí me sigue resultando muy moderna, el jazz, inundará mis pabellones auditivos.

Todavía peor iluminado que la Ronda por donde acabo de descender, el Paseo de los Melancólicos combina los inmuebles habitados con edificios de hormigón en forma de cubos. Me detengo delante de uno de ellos y toco el timbre que llevo anotado en un trozo de papel. Una voz femenina y cálida me pregunta si vengo a la inauguración del Vestiario, le respondo afirmativamente y automáticamente suena un click y se abre la puerta.

Arriba, en el tercero, una cara que no me es del todo extraña me da la bienvenida. No recuerdo su nombre ni el de sus otras compañeras. Son cuatro en total. Dos arquitectos, una antropóloga y una psicóloga. Las he conocido no hace mucho en uno de esos espacios únicos de Madrid: Vaciador 34. Aquella noche se presentaron, de alguna manera, en sociedad y nos hablaron de Vestiario, un espacio autogestionado al que querían sacarle punta. Ahora, en esta noche de octubre, por fin ha llegado la hora del estreno, de la inauguración, del bautismo de fuego para sus moradoras.

Enseguida me impacta el espacio diáfano. Una serie de ventanas corridas recorre las paredes. El suelo rojizo de sintasol contrasta con el color blanco de todo el recinto. Es de noche, por lo que no puedo disfrutar de las vistas que podrían llegarme de Madrid a través de las cristaleras. No importa, me siento bien. Enseguida he notado un cierto feeling muy agradable con todo el entorno. Apenas hay gente. Seguramente he llegado demasiado pronto. Aunque por las indicaciones de la invitación creo que no. Es lo que les digo a Andrea y a Ana, al presentarse a sí mismas y darme las gracias por haber venido. Alguna de ellas aún recuerda mi cara de la noche de Vaciador cuando dejé mi mail para poder estar al corriente de la apertura del local.

Me he sentado en un extremo del local, rozando la carpa que protege el recinto, el trozo de local donde ellas tienen sus aposentos privados. De improviso veo avanzar hacia mí a un joven mancebo que dibuja una sonrisa en sus labios. Se sienta a mi lado y me pregunta si hablo francés. Le digo que no, aunque si habla despacio puedo entenderlo. Le explico que aunque fue mi segundo idioma en el bachillerato, el italiano que aprendí muchos años después, por razones que no vienen al caso ahora, cortocircuita la posibilidad de que por mi boca salgan las palabras en francés. El muchacho, de Clermont- Ferrand se expresa con absoluta claridad en mi propia lengua, por lo que me tomo como una especie de provocación su pregunta sobre mis conocimientos de su lengua. Me dice que es pintor y que acaba de llegar con su amiga ¿Lua?, oigo pronunciar su nombre pero la música cuyo volumen acaba de subir me impide entender con precisión el nombre exacto de la chica, a Madrid para estudiar con una beca Erasmus en la facultad de Bellas Artes. Él es pintor y ella escultora. Le hago notar que sobre las paredes vacías del local acabo de ver un pequeño lienzo, no más de 20X20, que me gusta mucho. Es una naturaleza muerta y aparece pintada como suspendida en el espacio. Empieza a mondarse de la risa mientras me confirma que él es el autor. Lo felicito sinceramente y le digo que yo también soy pintor. Se interesa por conocer qué tipo de obra realizo y lo emplazo a ver la exposición de mi obra en una próxima inauguración. 
Se siente felicísimo de haber podido obtener la habitación que las chicas del Vestiario han sacado a alquiler por internet. Después de una dura selección, él y su amiga se han podido quedar con ella.

El tiempo pasa, y la gente llega muy a cuenta gotas. El grupo de jazz, cuyo nombre me es imposible recordar en estos momentos sacude los instrumentos improvisando algunos arreglos. De tanto en tanto mis ojos se cruzan con los de ¿Andrea?, y una sonrisa cómplice se dibuja en el rictus de nuestros labios.

En un cierto momento en el que entra un buen puñado de gente, creo reconocer en algunos rostros caras conocidas. Cuando están cerca de mí no me cabe ninguna duda. Son Paula y su hermana, dos chicas valientes que formaban parte del núcleo que en uno de los últimos días de diciembre pasado se atrevieron a atravesar las puertas de un espacio cerrado y abandonado en pleno Barrio de Salamanca, que en días sucesivos se bautizaría con el nombre de Salamanquesa. También reconozco a otros chicos que formaban parte de ese grupo iconoclasta que liberó para ese barrio conservador el espacio antes mencionado.

Con ellos logro entretenerme mientras el tiempo pasa con cierta languidez. Se ha superado, con creces, el horario del programa de actividades de la inauguración del Vestiario. Normal, las chicas autogestionarias andan muy excitadas tratando de llevar a buen puerto un risotto que calme el hambre que a esas horas hace ya estragos en todos nosotros.

El Vestiario empieza a estar bastante lleno de gente. Las idas y venidas de los músicos anuncian lo incipiente del concierto. Mientras eso sucede, mis ojos no consiguen apartar la mirada que se ha posado sobre una chica de rasgos exóticos muy particulares. Tiene una tez de color canela y un pelo negro muy rizado. Lleva un vestido muy corto y unas medias por encima de las rodillas, de lana a rayas, que resaltan la belleza de sus piernas. Sus ojos, sus labios, y su manera de gesticular la hacen poseedora de una sensualidad salvaje. Es muy joven, demasiado joven, me digo. Pero hace tanto tiempo que no contemplo una mujer tan  extremadamente bella que no puedo dejar de sentirme atraído hacia ella. Cuando por azar, ella y el grupo de sus amigas recalan cerca de mí, puedo levantar acta de que lo que he intuido desde lejos se confirma plenamente ahora.

La música está a punto de estallar. Veo pasar a una de las dueñas del Vestiario y le sugiero que haga una presentación del lugar antes de que empiecen los músicos. Así lo hace. Ahora, las notas irreverentes de la improvisación jazzística pueden empezar a apoderarse de nosotros.

El jazz destruye la melancolía. El pianista, incluso cuando está de espaldas, no yerra a la hora de pulsar las teclas del piano. El saxo y la trompeta irrumpen con indisimulada desvergüenza.
La música atruena la razón en marcha. La felicidad nos atraviesa por completo.
Los músicos no cejan en su insistencia por hacer que el goce se adueñe del tiempo esta noche. Sin embargo, una cierta pausa y un cierto intercambio son necesarios. En el jazz suele ser algo bastante convencional. Y ahí se produce una cierta sorpresa para mí. Uno de los chicos de la Salamanquesa salta a la palestra una vez que ha sacado de la funda su guitarra acústica. Sí, es cierto que le he visto entrar con una guitarra al hombro, pero no tenía la menor idea de que tocara jazz. Unos pocos ajustes y ya está. También la batería cambia. Ahora, el otro chico que conozco saca de unas fundas especiales los palillos y se pone al frente de ella. De nuevo empieza la fiesta. Me quedo impresionado del buen saber hacer de estos dos muchachos. La guitarra y la batería conducen al resto hacia melodías algo diferentes a las del inicio del concierto. Vaya noche llevo, me digo. La gente se mueve al ritmo del jazz y algunos cuerpos sinuosos, en su balanceo, invitan a olvidarse del mundo.

Antes de abandonar el local, más allá de la frontera en la que el metropolitano está abierto, hablo con las que ya considero mis amigas del Vestiario sobre sus intenciones. Quieren organizar seminarios, diálogos sobre el tiempo y sobre la vida. En definitiva, ofrecer este espacio único y bello donde el río se esconde y hacer que Madrid parezca una ciudad más internacional.

Cuando salgo a la calle y avanzo por el Paseo de los Melancólicos el estruendo del jazz lo invade todo. Un sonido bellísimo envuelve el ambiente apagado y enciende los edificios grisáceos. Por un momento pienso que esa música acompañará mi retorno, porque sigo avanzando y el sonido no se disuelve. Es una ilusión; al volver la esquina y empezar a subir la empinada cuesta de la Ronda de Segovia, todo se acaba.
Mientras mis piernas se agarran a la acera para superar el fortísimo desnivel, el eco del nombre del paseo no se me impone. La melancolía ya no existe. 

  


























viernes, 5 de octubre de 2012

EL MIEDO NO EXISTE




Dicen que el miedo es libre y que nadie está libre de experimentar su sabor frío. Sin embargo, podríamos decir que todo eso funciona en el campo emocional. En cambio, cuando entramos de lleno en el ámbito de la política, tal consideración carece de la más mínima importancia. Un sujeto individual está permanentemente expuesto a multitud de peligros y de amenazas, reales o supuestas. La pesadez de su yo le impide liberarse de esa carga. Pero un sujeto colectivo, y ese es el que manda cuando hablamos de política, ya ha soltado todo ese lastre, todas esas miserias. En realidad, un sujeto colectivo, una masa de ciudadanos reclamando sus derechos y su vida, se ha situado ya en un espacio-tiempo en el que el viejo metus latino deja de funcionar, de expeler sus nocivos gases.

Las grandes manifestaciones que recorrieron las calles y aledaños junto al Congreso de los Diputados en Madrid, los días 25 y 29 del mes pasado, ponen en evidencia la fuerza y la soberbia de una masa que ha traspasado ya todos los umbrales. Las pancartas que pedían la dimisión del gobierno en pleno, la abolición de la monarquía y la apertura de un proceso constituyente, no representan una ocurrencia de unos iluminados cualesquiera, muy al contrario. Son el grito continuado de una ciudadanía, la española, que ha dicho, ¡basta ya!
Las gentes no quieren consuelos ni se dejan seducir. Saben, como el viejo Brecht, que el tiempo no es mucho y que el lodo y las miserias son para los podridos. La vida es lo más grande y no se la van a dejar arrebatar por los dictados del capital.

Podrán reprimir, detener, usar toda la fuerza bruta, pero la determinación es muy grande. Además, el movimiento no deja de crecer. El 15-M fue el pistoletazo de salida, pero después de la guerra declarada a través de las normas y leyes que los consejos de ministros van dictando, la clase media, ese enjambre que apelotona a obreros, estudiantes, empleados, funcionarios, amas de casa e incluso gentes desocupadas, está plenamente implicada en las protestas.

No hay vuelta atrás. L' Ancíen Régime trata de justificar su permanencia a pesar de saber que no representa a la nueva sociedad que emerge continuamente. Hemos sido muy pacientes, pero la impaciencia está ya a las puertas, como el nuevo día. El tiempo del engaño ha tocado a su fin. El miedo no existe.











miércoles, 3 de octubre de 2012

VOLVEREMOS A ENCONTRARNOS...







Aún está dentro de mi cabeza. Sí, desde que lo oí por primera vez, hace ya mucho, en un año que empezaría a cambiar nuestras vidas. Pero era primavera y el sol tardaría todavía unos cuantos meses en hacer su aparición. Esa melancolía que su vibración transmitía me atenazó el corazón en aquella mañana, bastante temprano, mientras el silbato sonaba repetidamente, durante unos segundos, antes de que las puertas se cerraran y el convoy se pusiera en marcha.

Acababa de recalar en la estación de Austerlitz. Por fin estaba en París. Había conseguido dejar Madrid y España por unos días. Unas cortas vacaciones laborales que me permitían escapar de la dictadura y de su pestilente tufo y respirar otros aires, rozarme con otras gentes.
Pero la emoción había comenzado ya la noche anterior mientras el tren atravesaba el País Vasco. Los caseríos, apenas iluminados bajo una luz que irradiaba una especie de neblina lechosa, se me aparecían como en esas fotos que había visto en alguna ocasión sobre la Guerra Civil Española. Era una sensación mezcla de extrañeza y de misterio, como si ese paisaje me llevara hacia esa época. Pero, dentro del vagón, sentía también que ya no estaba en España. La verdad es que quedaba muy poco para atravesar el confín y situarme en otra parte, en otro mundo, en Europa. La vieja estructura de hierro y de cristal, algo sucia y renegrida, de la estación de Hendaya, nos acogía antes de pasar la aduana y acomodarnos en el modernísimo tren Corail francés.

Entonces, en esa mañana primaveral, fuertemente impresionado por la estructura de la red metropolitana parisina, con sus trenes a la última dotados de un sistema que impedía descarrilar, ese sonido del silbato me había tocado el alma hasta emocionarme.

Vestido completamente de oscuro, chaqueta, pantalón y zapatos negros, me dirigía hacia el Barrio Latino, hacia uno de los cogollos de la capital republicana. Y algo de republicano también tenía yo exhibiendo un trocito de bandera tricolor que había logrado unir con tres cintas cosidas a la embocadura del bolsillo exterior de mi chaqueta.

Ya fuera, en la calle, de frente a la fuente de Saint-Michel y de espaldas al Sena y a Notre-Dame, me sentí dentro de la historia, de un mundo común donde las gentes vivían sin temor.
Sabía que estaba en el escenario de esa revolución mítica de mayo del '68, de 1968, cuyas fotos había visto tantas veces en alguna de las publicaciones que la dictadura permitía. No habían pasado muchos años desde que aquello se acabara, era 1975, señalando el camino para poder reventar el orden establecido. Pero lo mejor estaba aún por suceder.
Mientras comenzaba a subir el Boulevard Saint-Michel, en compañía de mis amigos con los que había realizado el viaje hasta París, en busca de algún hostal donde poder recalar, comencé a notar cómo ciertos transeúntes se fijaban en mi. Notaba cómo sus ojos se clavaban en los míos. Aunque podía intuir el por qué de semejante interés, no fue hasta que un chico joven, quizás no tanto como lo era yo, se paró y empezó a hablar conmigo cuando comprendí la verdadera razón. Era español y estaba exiliado en Francia. Se identificó como militante del FRAP y hablamos durante unos segundos de la situación en España y de la Segunda República. La bandera tricolor me había delatado.
Lo tuve claro, lo sabía, lo había hablado en Madrid con compañeros de mi trabajo del grupo de trabajadores, siglas clandestinas del todavía más clandestino sindicato de CC.OO. En París, en el Barrio Latino vivían un montón de españoles que estaban refugiados en Francia por motivos claramente políticos.

Mientras pasamos delante de la Plaza de la Sorbona, vienen a mi cabeza las imágenes de sus columnas con los affiches de Marx, Lenin, Trotsky, Mao...durante la revolución. También se yuxtaponen, en ese momento, a las imágenes de la Puerta de Alcalá de Madrid tapizada con las de Marx y Stalin en esa otra revolución, la de 1936, ya muy lejana en el tiempo, pero cuyo aplastamiento militar marcó nuestras biografías para siempre.

Recalamos, finalmente, en la Rue Cujas, en un hostal de dos estrellas, con toilette de uso común fuera de las habitaciones. En la calle, se encuentra la vieja sala de cine "Accattone", nombre que rememora la película de Pier Paolo Pasolini, que fue gestionada durante algún tiempo por Truffaut durante el período en el que fue la sede de la filmoteca de París...



Hace calor, mucho calor en este agosto de 2012 en París. Pero esta vez, hace ya más de dieciocho años que no vuelvo a una ciudad que conozco casi tan bien como la mía, Madrid, no recalo en Austerlitz, entrada obligada cuando se viene del sur, de España. Esta vez estoy en Francia, estamos en Francia, mi hija, mi mujer y yo mismo, y cuando cogemos el TGV para volar hasta la capital de la república francesa, la estación de destino es otra. Montparnasse, monstruo de cemento, aunque no sólo, donde recalan los trenes de alta velocidad, que ya no lo son tanto, si trato de compararlos con los que circulan por mi país.

Mientras tratamos de encontrar la salida en este laberinto de cemento armado, su horrible diseño se me impone de manera contundente. Cómo es posible, me digo, que en un país que fue la cuna del Art-Déco y de otros movimientos estéticos, haya podido poner en pie semejante adefesio.
El autobús se va tragando, en un continuo travelling, el Boulevard Montparnasse y una extraña sensación recorre mi cuerpo. Reconozco enseguida lugares míticos: El café Dôme o la Coupole, le Select o el café de la Rotonde. Están allí, inalterados, como si estuvieran conservados en formol. Y esa extraña sensación de la que hablaba tiene que ver con algo de eso. Aunque han pasado casi veinte años de mi última visita a la ciudad, la sensación de inmutabilidad y de permanencia me inquietan. Una cierta decadencia traspasa las ventanillas del autobús y se apodera de mi. 
A la mañana siguiente, cuando penetro en los dominios del metro, el reencuentro con ese sonido melancólico, que no ha perdido ni un ápice la duración de su vibración, me emociona. Sin embargo, a medida que uso los trenes, paso por un sinfín de estaciones y recorro los pasillos, la sensación que tuve el día anterior, pasando por el Boulevard Montparnasse, vuelve a mí. La modernidad que me atrapó aquella primavera lejana de 1975 se ha evaporado. Los convoyes siguen siendo los mismos de entonces, sólo que, lógicamente, están viejos y desvencijados. La suciedad impera en las estaciones y en los pasillos. Incluso el mal olor empieza a ser poco soportable. Ni que decir tiene que la ausencia de escaleras mecánicas que mitiguen la incomodidad y la dureza a un anciano, a un discapacitado o a unos padres con un carrito de bebé, es un hecho cierto que no puedo sino verificar una y otra vez. 
A mí, esa infinitud de galerías, de subidas y bajadas laberínticas sigue pareciéndome divertido, pero no dejo de reconocer que no tienen el más mínimo sentido en pleno siglo XXI. Ha llovido ya mucho para que una cierta racionalidad y funcionalidad no se hayan impuesto todavía en el país de la Revolución de 1789. 

Aún no llevo ni un día completo en la ciudad de la luz y  esa sensación de decadencia y de parálisis ha desaparecido por completo. Sólo he tenido que volver a recorrer sus plazas gigantescas y sus enormes avenidas. Sólo he tenido que transitar por las orillas del Sena y vislumbrar sus palacios. Sólo he tenido que dejar que mi cuerpo fuera atravesado y engullido por Saint- Germain-des-prés, o por la Rue Jacob. Sólo he tenido que caminar por el Odeón, por el Hotel de Ville o la explanada del Trocadero o situarme debajo de esa alucinación hecha realidad por Eiffel. Sólo he necesitado hacer esas pocas cosas para darme cuenta de la exageración que es París, de lo inconmensurable que es esa ciudad. 
Las monarquías siempre han sido absolutas y ese concepto ha comportado siempre una estructura entera, total, completa. Pero sólo contemplando el antiguo Palacio Real del Louvre uno puede comprender ese concepto menos visible en otras viejas construcciones reales.

Durante los días que tengo la suerte de habitar en esa ciudad, ese pensamiento controvertido entre la lentitud transformadora de los servicios públicos y otras infraestructuras ciudadanas y la audacia mostrada por ese pueblo en el pasado, no deja de sacudir mis neuronas. También caigo en la cuenta de lo fácil que es perecer al influjo de la impresión en el sentido más profundo del término.

Y puedo extraer, con facilidad, una cierta lección de toda esa extraña sensación. Que en política, sobre todo, tiene unos costes enormes. La impresión es una nefasta consejera. Frente a ella, cuando se quiere poner en pie una idea política, revolucionaria o no, hay que oponer el análisis, la contemplación, la deliberación y un sentido común ajeno al derecho, a la ciencia y a la técnica. La acción de sujetos plenos, no enajenados por ningún factor interno o externo que se despojan de su yo individual para disolverse en el sujeto colectivo.

Sin embargo, cuando tomo el último metro, antes de abandonar la ciudad, de regreso a la infinitud del mar azul, ese sonido, mezcla de melancolía, nostalgia y aceptación de la limitada potencia humana, recompone mi subjetividad despojada ya de cualquier atisbo de trascendencia. 






   






lunes, 1 de octubre de 2012




¡EMPOBRECEOS Y ENRIQUECEDLOS...!



Jesús Marchante, "La contemplación del personaje acuático - A la Escuela de Viena"

No es poca cosa tener el privilegio de escuchar en vivo, aunque sea en la versión de concierto, la ópera de Arnold Schoenberg, "Moses und Aron". Escribo el apellido del compositor de la segunda manera posible con la que él mismo lo hacía después de exiliarse en los Estados Unidos perseguido por el régimen nacional socialista. Apenas me he atrevido en un par de ocasiones, a lo largo de estos años, a escuchar la grabación en disco que poseo. Es casi la misma cosa que me sucede con el "Réquiem" de W.A. Mozart, aunque los motivos sean muy diferentes. Siempre he amado a ese músico judío y vienés. Pero antes de que las notas abstractas de la partitura se materialicen en el aire en forma de sonidos audibles para los seres humanos, sucede algo que no deja de ser novedoso para un coliseo de las características del Teatro Real de Madrid. Ya a la entrada observo un grupo de manifestantes que protestan enérgicamente contra los despidos que se han producido en el teatro.
Antes de introducirme en el recinto, extiendo mi mano para recoger uno de los comunicados que reparten en la puerta. Como no llevo gafas de leer, y no leo ni un pimiento sin ellas, quiero reservarme su lectura para cuando vuelva a casa. Sin embargo, no va a ser necesario. La orquesta, los coros, los cantantes y el director están ya todos en sus puestos. Entonces, en ese momento, una voz femenina que sale de la obscuridad de alguno de los palcos, empieza a leer el comunicado ante la protesta de algún energúmeno que es acallado por la mayoría que quiere seguir escuchando lo que lee la muchacha invisible. Al final, un sonoro aplauso, que resuena por todo el anfiteatro donde me hallo, premia esas palabras de protesta. Al mismo tiempo que las palmas atruenan, vuelan algunas octavillas que se van precipitando lentamente hacia la platea. Me digo a mi mismo que el compositor judío se habría mostrado de acuerdo con este pequeño sabotaje.

La música, ahora, anula cualquier otra preocupación. Una música que, a pesar de estar compuesta en los años treinta del siglo XX, no llegó a ser jamás concluida en vida del músico. Mientras mis oídos y mi cabeza se contaminan de esos sonidos, siempre modernos aunque transitemos ya por el siglo XXI, no dejo de pensar que aún no casan del todo con la sociedad en la que vivimos. Es como si anticiparan algo que está todavía por suceder.

Pero es en el texto de la ópera, mezcla de invención del autor y del libro del "Éxodo" de la Biblia, cuando aparecen las palabras mágicas, esas que explican todo lo que ocultan otras: Prima de riesgo, rescate, recesión, crisis, recortes o ajustes... Como Moisés tarda demasiado, desde que subió a la montaña sagrada, en volver, las gentes se impacientan y se olvidan de ese Dios del que él les había hablado antes de partir. Es Aarón, quien haciéndose eco de las protestas del pueblo se dirige a ellos diciéndoles: ¡Empobreceos y enriquecedlos!, logrando así, con el despojarse de todas las pertenencias preciosas que la gente ha portado consigo, representar un ídolo al que poder dorar y adorar, el Becerro de Oro. 

Atravesando un invisible túnel del tiempo, esas palabras recobran toda la actualidad y pregonan lo que los Aarones de este tiempo no tienen el coraje de decir: ¡Empobreceos y enriquecedlos! Eso es lo que se desprende de las leyes emanadas de los Consejos de Ministros, de los presupuestos generales del Estado, de las reformas constitucionales. Debemos renunciar a nuestros salarios, a nuestros transportes, a nuestra salud, a nuestra educación, a nuestra cultura, a nuestra vida... Y que esa ínfima minoría que controla todo: los Bancos centrales y los nacionales, las grandes corporaciones internacionales y nacionales, el FMI, y toda esa estructura que quiere destruirnos para siempre, amasen las monedas que salen de nuestros bolsillos para que ellos se llenen de ellas hasta que les salgan por las orejas. Ese es el mensaje y el imperativo, no categórico, que ellos gritan a cada instante. Frente a ello sólo cabe resistir y luchar. Estamos ocupados y rodeados por el opresor, como los judíos polacos en aquel gueto de Varsovia durante la Segunda Guerra mundial. Hagamos, entonces, realidad el levantamiento y dejemos de enriquecerlos y de empobrecernos...

miércoles, 26 de septiembre de 2012

ESPAÑA: STAAT POLIZEI

                  
Jesús Marchante, "El enigma de los tiempos, a Rene Magritte"

En esta noche fría, ligeramente lluviosa, de finales de septiembre, acude a mi memoria la vieja película de 1977 de Wim Wenders, "El amigo americano". Sobre todo la imagen sobrecogedora de la enorme pintada de cal en la medianería de un viejo edificio en un Berlín que produce desasosiego: "BRD: STAAT POLIZEI". Y no es una pura casualidad. No. Esta tarde-noche, en Madrid, han confluido miles y miles de personas alrededor del Congreso de los Diputados, pero no sólo, reclamando el fin de un sistema de representación que se ha situado fuera del tiempo y de la historia. Los ciudadanos exigen la dimisión de un gobierno que ha dejado de defender los intereses de sus gobernados para pasar a acatar los dictados que se emiten desde los centros de poder internacionales. Y se propone, así mismo, la apertura de un proceso constituyente que pueda escribir las leyes que todos necesitamos.

Pero el gobierno, ya desde las primeras horas de la noche anterior, había decidido cuál sería la respuesta adecuada a dichas peticiones: represión, represión y represión... Con un despliegue de policía inusitado, frente a una manifestación de carácter pacifista, el gobierno populista de Mariano Rajoy enseña, una vez más, sus cartas. Madrid, y cualquier otra ciudad que, antes o después, se haya atrevido o se atreva a desafiar su poder autoritario, barnizado con el resultado de unas elecciones condicionadas por un sistema electoral del que habría muchas cosas que decir, ha sufrido y sufrirá sus consecuencias. 

Hace más de un año que el acuerdo de los dos grandes partidos, que sostienen la falacia de la llamada transición, P.S.O.E. y P.P., esa que negociaron los últimos franquistas y toda la oposición, incluida la comunista, y que impediría, para siempre jamás, que se pudiera volver a repetir la experiencia de la II República, privilegiando el voto rural sobre el de los centros más habitados, permitió que se ocupase la Puerta del Sol con un ingente efectivo policial, cerrando incluso al tránsito la estación de metro y el intercambiador de Sol, conculcando el derecho básico de poder transitar libremente por las calles de la capital, e instaurando con dicha actuación el viejo modelo de Estado de excepción.

Pues bien, hoy lo que se respiraba en Madrid era ese viejo olor nauseabundo y putrefacto de los estados policiales. Alguien, muy cercano a mi, me prevenía al teléfono, diciéndome que acabaremos cantando, de nuevo, "El cara al sol" con el brazo en alto, al estilo romano, en la mismísima Puerta del Sol. Sin embargo, le  decía yo, aún no hemos claudicado. La violencia de esta noche sucede a la de días, semanas y meses anteriores. Desde que la crisis, más bien la guerra entre ricos y pobres, hiciera su aparición, es la receta impartida por el gobierno "legítimo" de España. No obstante, la razón, el sentido común, e incluso la estética, están del lado de la ciudadanía. El hartazgo ha traspasado las barreras y las fronteras. La guerra ha sido declarada por una mínima minoría contra una inmensa mayoría. El problema del derecho, y por tanto de la violencia, están al cabo de la calle. Ya no habrá marcha atrás. Por mucho que el Estado policial se empeñe, acabará estrellándose contra el muro de cuerpos y almas de la inmensa mayoría. Ese día, cuando, por fin, se abran las grandes alamedas por las que camine el hombre libre, está ya a la vuelta de la esquina...

lunes, 2 de julio de 2012

EL SUEÑO DE LA RAZÓN PRODUCE MONSTRUOS






Cuando el pintor Francisco de Goya y Lucientes inicia la serie de aguafuertes que llevarán el título de "Los Caprichos", que le ocuparán los años que van de 1793 a 1796, no puede ni tan siquiera intuir que está abriendo en la historia del arte una puerta a lo desconocido, al inconsciente, a lo que ningún pintor, hasta entonces, ha osado enfrentarse cuando se pone delante del papel o del lienzo. Pero es el que lleva el número 43, el que puede definir de manera elocuente lo que el artista trata de comunicar. El título garabateado sobre el lateral de la mesa, en la que dormita, no deja lugar a dudas: "El sueño de la razon produce monstruos." Con esta sentencia-reflexión, Goya se sitúa en la línea de lo que durante todo el siglo XVIII fue denominado en las distintas lenguas europeas como Lumières, Enlightenment, Aufklärung, Illuminismo o Ilustración. 

Ni el reinado de Carlos IV, más benigno que el de su sucesor, Fernando VII, ni algunos intentos liberales, como la Constitución de 1812, lograrán evitar que el país caiga en las tinieblas del obscurantismo. Los Borbones y, su aliada, la Inquisición, cerrarán a cal y canto la península ibérica a los influjos de la Revolución Francesa. El sueño de la razón empieza a materializar todos los monstruos posibles. La revolución burguesa jamás encontrará cobijo en el suelo patrio. A Francisco de Goya no le quedará más alternativa que el exilio. 

Una vieja historia que se repetirá muchas veces, que se sigue repitiendo ahora, en 2012, curiosamente, con un Borbón a la cabeza del país...


Mientras todo se precipita, mientras el Consejo de Ministros, desde el 26 de diciembre pasado, sigue dictando leyes y normas y sigue declarándonos la guerra a todos nosotros, la inteligencia colectiva musita y duerme profundamente.


Algunos viejos del lugar repiten una y otra vez, en pequeños corrillos, en cualquier parque, o en cualquier plaza, qué más tiene que pasar para que esto explote, para que la gente decida echarse a la calle y proclamar que hasta aquí hemos llegado. Certera y sabia pregunta que, sin embargo, no conlleva una clara y contundente respuesta.


Cuando el Estado Español ha saltado por los aires, haciendo dejación de sus más elementales principios de soberanía, permitiendo que entidades de carácter supranacional, nada representativas y menos democráticas, como la Unión Europea, el Banco Central Europeo, el Fondo Monetario Internacional, etc. etc., interfieran y dicten la política económica y social de España, nada más grave puede suceder ya desde la política. Nuestra llamada democracia ha dejado de serlo. Incluso, por si cabía alguna duda, meses atrás, se aprobó una reforma constitucional, bendecida por ese bipartidismo que consagra el modelo sobre el que está basada la transición, es decir el impedimento de volver a una experiencia democrática verdadera.


¿Qué más tiene que pasar? Que ese Estado vaciado de contenido ejerza lo único que le queda, y lo haga contra la soberanía ciudadana, contra la inmensa mayoría de sus componentes: la violencia en todos sus ámbitos. Y lo está haciendo. Reprime las manifestaciones espontáneas, las discusiones en las plazas. Reprime con fuerza, nocturnidad y alevosía, deteniendo a sindicalistas durante la pasada huelga general. Desahucia a las familias de sus casas. Recorta los servicios sanitarios, cerrando quirófanos y centros de asistencia, y deja de financiar fármacos que la mayoría de la población usa cotidianamente para enfermedades comunes. Deteriora la enseñanza pública, reduciendo drásticamente el profesorado. Instaura el despido libre y permite ejercer a las empresas la violencia en última instancia, arrojando a las tinieblas a los trabajadores, deteriorando y socavando la vida material y psicológica de millones de familias. Y por último, trata de modificar el código penal para meter en el saco del terrorismo y la violencia callejera a millones de ciudadanos pacíficos, que protestan contra todas estas medidas infames que destruyen la vida de las personas.


¿Qué más tiene que pasar? La pregunta rememora con fuerza los títulos de las estampas de los Caprichos o de los Desastres de la Guerra del pintor de Fuendetodos. Pero la estampa 43 de la primera serie citada nos persigue con insistencia. Como una sombra, nuestra propia sombra. Salgamos del sueño, utilicemos esa inteligencia general que nos hace libres. Dejemos de dar vueltas y vueltas sobre procedimientos formales. Avancemos hacia un Frente Común Único. Hagamos política de una vez por todas y salgamos de nuestro propio yo. Los monstruos están aquí.











UNA NOCHE EXTRAÑA




Hace frío en Madrid esta noche. Aunque el calendario se obstine en señalar que es primero de julio, esta noche hace falta algo más que un liviano jersey. No obstante, una riada humana avanza con determinación Castellana abajo. Enarbolan banderas al viento, que sopla de verdad, y la enseña nacional se hace con las calles.

Mientras me voy acercando hacia la Plaza de Cibeles, y el reguero de gente no para de crecer, una imagen acude a mi cabeza. Pero es una imagen que yo no he vivido en directo. Sí, la he visto cien, mil veces, en periódicos caducos, en antiguos noticiarios, porque pertenece ya a la historia; a una historia tan lejana en el tiempo y en el recuerdo que hace pensar que quizá nunca haya existido. Pero sí que existió, y sí que fue vivida por otras gentes de esta ciudad como un acontecimiento nuevo, importante, decisivo. Estoy pensando en aquel 14 de Abril de 1931, cuando una riada ingente de ciudadanos se precipitaba hacia Cibeles, hacia la Puerta del Sol, enarbolando banderas tricolores: rojo, amarillo y morado. Una buena mezcla de colores.

Como decía el pasado sábado el viejo abogado socialista, Joan Garcés, asesor del Presidente chileno Salvador Allende durante la breve experiencia del gobierno de la Unidad Popular en los primeros años Setenta del siglo XX, "los ciudadanos españoles fueron desposeídos de su soberanía en 1939, y dicha pérdida sigue vigente en la actualidad con la ley electoral en vigor, que penaliza el voto urbano y premia el voto rural, impidiendo así cualquier posibilidad de que se repita la experiencia de abril de 1931..."

Pero no nos dejemos poseer por cierta nostalgia política. Esta noche es diferente. Esta noche, la selección española de fútbol ha conseguido un hito histórico al ganar la Eurocopa de 2012. No sólo es importante esta victoria, sino que ella supone la tercera victoria consecutiva en grandes competiciones: la Eurocopa anterior, el Mundial, y esta nueva Eurocopa. Y ésto sí que lo he visto con mis propios ojos y oído con mis propios oídos. Y he sentido también en mi cuerpo los abrazos de desconocidos y desconocidas que en el paroxismo de la felicidad compartida se estrujaron contra mí y contra todos.

Y desde luego que es diferente, porque los titulares de todos los periódicos se han olvidado, por algunas horas, de la prima de riesgo, de la recesión, del rescate y de la crisis financiera.

La Plaza de la Diosa está a rebosar, no sólo, la Calle de Alcalá y la Gran Vía, cuya embocadura alcanzo a divisar, acompañan en esta inundación humana que sube y baja.

La arquitectura de ciertos edificios se me impone, no sólo desde un punto de vista estético, sino en lo que contemplo. El Banco de España, imponente, aparece solitario y abandonado. Me digo que, para nada, sería imposible entrar en él esta noche y jugar a decidir el destino del flujo del dinero. Si esta multitud así lo decidiera, sus puertas de hierro forjado no serían impenetrables. Pero sonrío, no sin cierto embarazo, cuando observo cómo dos chavales jóvenes, ni cortos ni perezosos, se han apostado contra esa muralla de hierro y descargan sus flujos de orín en la entrada principal sin importarles la irreverencia consumada a las puertas del poder financiero español. Al otro lado, iluminadas, aparecen las vidrieras de los años Veinte del siglo pasado, que exaltan el trabajo y el esfuerzo común, mientras un fondo geométrico y abstracto minimiza de manera brutal esa alegoría del trabajo.
Me susurro a mí mismo, de nuevo, que sería tan fácil, tan simple, entrar en esa mole financiera y poner el país patas arriba, que un cierto escalofrío, que no provoca el relente nocturno, recorre mi cuerpo.

Al otro lado, justo enfrente, el viejo Ministerio de la Guerra, como se llamaba en esa lejana época de la que hemos hablado antes, aparece brillante, iluminado por los racimos de globos de luz de su fachada. Y no, no está su viejo ocupante, el que fue después Presidente de la II República, D. Manuel Azaña. No bajará, esta fría noche, caminando, desde la cercana Calle de Serrano, a seguir tratando de construir, de poner en píe, un ejército profesional inmunizado contra el virus del pronunciamiento, del alzamiento. Eso, ya lo sabemos, fracasó y dio con los huesos de muchos españoles de bien en las cunetas y en los cementerios. Pero eso es ya historia, una fea y trágica historia.

Esta noche hay que festejar el hito futbolístico y no hay lugar para el recuerdo. Sí, me digo, no hay lugar para el recuerdo, pero hace apenas un año partía de la Plaza de la Diosa, dándole la espalda al viejo Palacio de Comunicaciones, travestido fatalmente en Ayuntamiento postmoderno, una manifestación de miles de personas que gritaban: " Qué no, qué no, qué no nos representan..." o "Lo llaman democracia y no lo es..." Y una pancarta, proclamaba insultante: "DEMOCRACIA REAL, YA". Y sé, que muchos de los que esta noche gritan: "Soy español, español, español..." también gritaron el 15 de Mayo de 2011 esas otras consignas e inundaron las calles del centro de Madrid con banderas tricolores. Y ocuparon con persistente tozudez el kilómetro cero de la capital: La Puerta del Sol.

Antes de entrar en el metro, aprovechando que la señora Botella todavía no lo ha cerrado antes de las campanadas de medianoche, contemplo en la lejanía el ángel que corona el edifico de Metrópolis, en el arranque de la Gran Vía, palabra vanguardista de resonancias expresionistas y cinematográficas. Y pienso que está a punto de echarse a volar...


miércoles, 6 de junio de 2012

LA ÚLTIMA CONCESIÓN POLÍTICA




El astro rey asoma en el horizonte y empieza a quedarse más tiempo del deseado. En realidad, parece que no declinará jamás. Es lo normal, está a punto de comenzar el estío, y en este país del sur de Europa sus bondades y sus estragos se hacen notar de manera más intensa que en las regiones septentrionales. Por ello, los moradores de este viejo país no soportan el calor. Cualquier otra cosa, si; pero el calor, no. Las draconianas medidas políticas atraviesan los cuerpos de los sujetos como afiladas hojas de afeitar. La vida económica, social y política es, en apariencia, tan insoportable que le lleva a uno a pensar que esto no puede durar demasiado. Pero se equivoca quien piense de este modo. Los grilletes aprietan muchísimo, pero se sigue caminando, incansablemente, infinitamente. La caída en el vacío del ángel materializa, para siempre, el grado cero de la derrota. Se soporta, mayoritariamente, con callada resignación, todo. Bueno, casi todo...
Por las mañanas, con ejemplar obediencia, se va al trabajo. Se desciende al infierno metropolitano, bajo tierra o en superficie, en veloces autobuses y en modernos trenes de fibra de vidrio. Sin embargo, no hay porqué preocuparse. Dentro de cualquiera de esos vehículos, máquinas destinadas al transporte de la masa trabajadora, el alivio es inmediato. Potentes aparatos refrigeradores transforman los cuerpos en estupendas frigovainas, como en el relato de Philip Dick. Aire acondicionado a tutiplén. Bienestar permanente para todos. El frío moderno como condición necesaria para poder producir, para poder morir. No importan las crisis, los recortes, las reducciones del gasto, la austeridad. Da igual, que el planeta se vaya a hacer gárgaras, pero a mí que no me toquen el aire acondicionado, faltaría más. Que no me dejen hablar, que no me dejen protestar, que no me dejen comer, que no me dejen vivir, pero...que me dejen helado. 

domingo, 27 de mayo de 2012

BAJO EL RÉGIMEN



Habría que haber parado el tiempo, quemarlo, destruirlo. Cuando el 15 de Mayo pasado, a las doce en punto, las manecillas del viejo reloj de la Puerta del Sol eran una sola, no deberían haber sonado, nunca más, las campanadas. Tendríamos que haber arrancado las lancetas y detener la cuenta, la sucesión de minutos subsumidos. Apoderarnos del tiempo, empezar a ganar la guerra. Pero nos conformamos con alzar los brazos al cielo y permitir que el reloj siguiera su cansina marcha.
Vivimos en una falsa democracia, en una oscura sociedad. Empezamos a pagar las consecuencias de no haber roto el hilo conductor del régimen fascista. Sí, de aquel que se consolidó durante décadas en nuestro país. Consecuencia de un golpe de estado fracasado y de un enfrentamiento a muerte que se saldó con la victoria de la canalla más odiosa y criminal que anidaba bajo el asfalto de las ciudades y, sobre todo, bajo el ocre de las tierras de España, el régimen conducido con mano firme por el general Franciso Franco sigue perdurando. Agazapado, desactivado temporalmente, como si de una célula durmiente se tratara, emerge  ahora glorioso. Se identifica y se detiene a la gente como antaño; como cuando el viejo general fascista ataba y volvía a atar una y otra vez a sus súbditos, a todos nosotros. Que un juez se atreva a condenar, en sentencia firme, a un año de cárcel, a un viejo sindicalista jubilado, por haber arrojado una botella de agua a un policía durante los piquetes de la pasada huelga general, nos sitúa en un escenario que no ofrece lugar a dudas. Cuando se detiene y se encarcela a sindicalistas, a gentes que se movilizan para defender sus derechos y libertades, y se hace incluso con nocturnidad, no se está diciendo otra cosa que lo que esas acciones representan. ¡Señores, se acabó lo que se daba! El partido popular, hermanado en tantas cosas con los viejos partidos fascistas de Acción Nacional o la C.E.D.A. de los años treinta, lo tiene claro. No va a permitir de ninguna de las maneras la menor muestra de oposición que enfrente su política económica y social. Se trata de reprimir, incluso, los más elementales derechos de expresión. Eso sí, la presidenta de la Comunidad de Madrid puede, de manera impune, un día sí y el otro también, emular al viejo político fascista Calvo Sotelo, lanzando sus andanadas anticonstitucionales y odiosas, sin que pase nada de nada.
Qué más de veinte personas no puedan reunirse, libremente, en plazas o calles, por no haberlo comunicado previamente, y depender de que la delegación del gobierno considere, o no, oportuno dicha reunión, es un ejemplo claro de que esto es un régimen y no una democracia. No por casualidad, la gente grita: "Lo llaman democracia y no lo es..." La constitución española de 1978 no es una constitución democrática. Sí lo era, y avanzada, la constitución republicana de 1931. Es necesario insistir en ello. Pero la oposición, a tanta arbitrariedad e infamia, en un Parlamento que tampoco representa a la mayoría de los ciudadanos, es mínima, débil y poco eficaz.
Sin precipitarse, pero sin pausa, o salimos a la calle a defender una democracia real que rompa los márgenes que establecieron los representantes del viejo régimen fascista, o pereceremos como ciudadanos libres. 

sábado, 12 de mayo de 2012

LO QUEREMOS TODO Y LO QUEREMOS AHORA





Ni onomásticas, ni aniversarios, ni celebraciones. El futuro y el mañana están aquí. Apropiémonos del presente y ganaremos la historia, nuestra historia, la única posible, la de los sujetos humanos que vivimos sobre el planeta, en las ciudades y pueblos de este viejo país del sur de un continente, el europeo, que quieren hacer naufragar unos y otros. En Italia, en Grecia, en Francia, en Alemania, en Irlanda, en Portugal, en Inglaterra, en España... Cuando hoy volvamos a salir a la calle gritaremos contra el capital y contra los políticos que lo representan. No queremos ni a Monti, ni a Merkel, ni a Passos Coelho, ni a Cameron, ni a Rajoy, ni siquiera a Hollande... Queremos destruirlo todo para construirlo todo. Ni viejos parlamentos, ni parlamentarios, ni instituciones que van contra las gentes, contra la vida.
Nuestra inteligencia, esa que emerge produciendo destellos a través de los meandros de nuestro cerebro, es la única guía posible en el oscuro laberinto en el que nos encontramos. No debemos escuchar los cantos de sirena de cualquier intento de mediación que no sea nuestra imposición colectiva, la de la mayoría absoluta que representamos los sujetos asalariados, parados, precarios, jóvenes, viejos, hombres, mujeres, niños, animales... "Atruena la razón en marcha...", y si se para, ya sabemos a lo que nos arriesgamos, "El sueño de la razón produce monstruos..."
Seamos, por fin, como el viejo filósofo judío español y no tengamos miedo ni confiemos en una esperanza estéril y mentirosa.
La guerra ha sido declarada contra todos nosotros por una ínfima minoría que luchará con todas sus fuerzas, y son muchas, para conservar y reproducir sus privilegios de antaño y de ahora. Pero nosotros somos muchos, la inmensa mayoría, la masa, ese concepto que llena y vacía todo al mismo tiempo. Seamos valientes de una vez por todas y pasemos por encima de gobiernos, policías y blindados. Destruyamos la ficción y conquistemos la realidad. Gritemos con todas nuestras fuerzas contra el trabajo asalariado, contra la dominación y la destrucción del planeta. Gritemos contra la guerra y dejemos de enfrentarnos entre nosotros. Venimos de las cuevas del paleolítico superior; somos aquellos que expresamos, por vez primera, la rabia y el desasosiego sobre las paredes desnudas y frías de las cavernas. Somos los desheredados de la tierra y vamos a por todo, aquí y ahora.

jueves, 19 de abril de 2012

EL 14 DE ABRIL Y EL REINO DE LA LOCURA




Bajo el cielo gris que cambia a cada instante y descarga una y otra vez su húmeda furia, mi pensamiento vuela hacia otro catorce, pero de hace muchos años. O quizás no tantos. Aunque mi cabeza pretenda situarse en aquel 14 de abril de 1931, también querría atrapar este presente que se diluye, sin remisión, en la más absoluta absurdez.
Vivimos una época poco reconfortante, aunque, con toda seguridad, se podría decir lo mismo de cualquier otro período histórico. Sin embargo, es posible afirmar que, en nuestros días, lo peor se ha instalado en todos los rincones de la sociedad. Y lo peor, no es otra cosa que la locura. El sentido, esa sutilísima línea que nos permite eludir el sueño de la razón que produce mosntruos, es ya una ilusión perdida. Me viene a la memoria el filósofo francés Michel Foucault. Aunque en los años sesenta, sus trabajos sobre la locura y la clínica tuvieron una gran repercusión, uno tiene la tentación de pensar que es justo ahora cuando se pueden verificar de forma clara, y absoluta, aquellas tésis. Sucedería con él algo similar a lo que le ocurrió a Marx con el conocido capítulo VI inédito, aunque, en este caso, fuese el propio autor quien decidiera eliminarlo del libro primero del capital. El Moro comprendió que dicho capítulo difícilmente podría ser entendido a la luz del capitalismo de finales del siglo XIX , donde aún no estaban dadas las condiciones objetivas para que entrara en escena la subsunción real del trabajo en el capital. Sin embargo, en el caso de Foucault, donde no se produce ese desgajo de algún capítulo de la obra, cuando él habla, por ejemplo, de la disciplina de los cuerpos, difícilmente en el modo de producción de los años sesenta podía entenderse qué demonios significaba eso de la disciplina de los cuerpos. Ahora, en cambio, sí. Cuando vivimos en la ficción permanente de pensar que las larguísimas jornadas laborales son necesarias para la producción de mercancías, cuando el tiempo de trabajo necesario para producir cualquier mercancía se ha reducido en terminos absolutos, entonces es cuando podemos entender de modo cabal que la prolongación de la jornada de trabajo en cualquier sector no tiene otra justificación que la explicación Foucaultiana de disciplinar los cuerpos de los sujetos productivos. Sólo disciplinando los cuerpos, y con ello, también los cerebros, se consigue una absoluta sumisión y obediencia a los dictados del mando capitalista.
¿Y la locura? La locura es la otra cara de la disciplinarización de los cuerpos. La inmaterialidad de las redes de comunicación, es decir, la imposibilidad de explicitar cara a cara los argumentos necesarios para el entendimiento, para el sentido.La aplicación de los protocolos en la red sanitaria, con los que también se impone el sin sentido a la hora de poder entender los porqués de una cierta política sanitaria. La aplicación de normas irracionales en la fijación de los criterios para los transportes de masas...Podríamos seguir poniendo un sinfín de ejemplos para explicar el por qué de una sociedad instalada en la más completa esquizofrenia.
Quedan ya tan lejos, e inalcanzables, aquellos viejos intelectuales que se sentaban en el Consejo de Ministros, afanándose, porque sabían de sobra que el tiempo se les iba de las manos, en reformar un país sumido en la miseria y en la superstición, que uno tendría la tentación de arrojar la toalla por la ventana. Pero no. Aquí todavía sobrevive una monarquía impuesta por el dictador y asesino africanista. Una democracia que no lo es. Y una ignorancia que atruena la razón en marcha. Vivimos una sesión contínua de la vieja dictadura que no acaba nunca, como los programas dobles que veíamos en los cines hace años y que podíamos repetir, una y otra vez, hasta que cerraran la sala.
La inteligencia colectiva que emergió el 15-M debe desalojar del poder a los energúmenos de la España de pandereta. El ancien régime y los hábitos dictatoriales deben ser arrojados al abismo. Si no lo hacemos, pronto, nos hundiremos como el perro de Goya y seremos arrastrados a las más negras tinieblas...

jueves, 5 de abril de 2012

POR EL PARQUE


La noche aparece tranquila. A pesar de que está anunciada esa fiesta de tradición anglosajona, contra nuestro Juan Tenorio, las calles que me llevan al parque no se llenan de un ruido especial. Justo en la entrada, nada más traspasar la verja, un grupo de máscaras se ha reunido. Seguramente darán con sus huesos en alguna de esas salas horteras donde sólo el alcohol, poco sexo, será capaz de ahuyentar, durante algún tiempo, escaso, con toda seguridad, los propios fantasmas...

Avanzo, ya dentro de los dominios del enorme parque, y estoy solo. No hay patinadores, ni ciclistas; ningún deportista exhibe esta noche, con nubes bajas incrustadas en el azul descolorido del cielo, sus cualidades más importantes. Nadie, ninguno, se interpone en mi caminar. Después de superar la ligera cuesta del Florida Park, una vez que comienza un suave descenso, observo delante de mí el infinito paseo de coches que parece perderse allá a lo lejos. Las líneas de sombras que las farolas dibujan sobre el asfalto refuerzan la sensación de inquietud. Me muevo dentro de un paisaje nocturno que parece un cuadro. Un cierto escalofrío recorre mi cuerpo. No me resulta difícil, aunque llevo puesto una especie de impermeable, notar cómo los pelos de mis brazos y piernas se erizan. Una mezcla de rara emoción y miedo hacen subir la producción de adrenalina.

Engullido por la masa oscura de los pinos y otras especies arbóreas sigo avanzando. En ciertos momentos veo, como si fuese un destello, la sombra de una figura humana que se pierde entre el espesor de los árboles con suma rapidez.

La negrura de los pinos se impone a la luz opaca de las farolas. Durante fracciones de pocos segundos aparecen iluminados, allá a lo lejos, lo que intuyo deben ser el Palacio de Cristal y el de Velázquez. Pero no estoy seguro, sólo sé que todo el escenario está completamente vacío y quieto. Sólo el sordo rumor, que me llega desde el lado izquierdo, a la altura de la Casa de Fieras, procedente del ir y venir de los coches, al otro lado de la verja, impiden que todo parezca una pesadilla.

Enfilo la avenida donde, al fondo, emerge oscura la figura del ángel caído. Nadie se interpone entré él y yo. A la derecha, una espesura, negra y profunda, me tienta a perderme dentro de ella. Aunque sé muy bien que jamás sería capaz de hacer tal cosa. El miedo, como una sombra perenne, se impone siempre ante el atrevimiento de un fugaz pensamiento desestabilizador.

De pie, delante de ese ángel que siempre cae, derrotado y vencido, como todos nosotros, la noche me pertenece. Doy vueltas alrededor de esa figura inestable que se alza frente a un enorme árbol que amarillea oscuro a la luz de una farola. Luego, algo aturdido por el paseo, doy con mis huesos en uno de los veladores y reposo durante unos minutos que me parecen eternos. Un sinfín de pensamientos, o quizás no tantos, aletean dentro de mi cerebro. Sin embargo, para mi propia alegría, prevalece el instante del cuarteto de cuerda del último acto de "La Flauta Mágica" del más grande de todos los compositores, Wolfgang Amadeus. Y esa música, única y enormemente humana, disuelve el lado oscuro del corazón.

domingo, 1 de abril de 2012

ESTACIÓN DE LAS DELICIAS



Dejando atrás la espléndida cubierta de hierro y cristal de la estación del Mediodía, descendemos hacia el Paseo de las Delicias. Cuando la pendiente nos traga, fuera ya de la agitación de la glorieta del Emperador Carlos V, en el lado izquierdo, aparecen de improviso los restos de las puertas de hierro forjado rematadas, todavía, por los antiguos pebeteros  que antaño alumbraron, a la luz de gas, a los atrevidos viajeros que embarcaban en el Lusitania Express camino de la más decadente de las ciudades de Europa, Lisboa.
Traspasado el umbral, una suave bajada, en ligera curva, empedrada de adoquines, enmarcada, en alguno de sus tramos, por la antigua valla que une los viejos mojones de ladrillo decorados en su interior por la cerámica azulada de Talavera, nos lleva a darnos de bruces con un nefasto edificio que oculta lo que está a punto de aparecerse ante nuestros ojos.
¡Ahí está! El triángulo de hierro fundido y cristal apabulla por su extrema simplicidad. La obscuridad de sus vidrieras, que apenas transparentan una cierta luz iridiada procedente del declinar de la tarde, se impone. Nadie, absolutamente nadie, cuyo cerebro siga emitiendo transmisiones neuronales, puede permanecer indiferente ante la contemplación de esa fachada negra y elegante.
Apartada de la vista general que otrora contemplaban los viandantes que subían y bajaban por el Paseo de las Delicias, la ajada dama opaca se esconde tras la mediocre arquitectura que la salvaguarda de las peores intenciones. Como si la historia hubiera pasado de largo, sin pretender ni tan siquiera rozarla, permanece impasible y segura ante los flujos del peor mal gusto que sacudieron la ciudad, una vez derrotada y mancillada por los insolentes asesinos de la inteligencia. Pero aunque el tiempo pudiera explicarse diciendo que es una sucesión de cadáveres, el arte que emana de la profundidad de su estructura desbarata a cada mirada esa pobre explicación.
Como el cuadrado negro de Malévich, la contemplación de esta fachada inquieta el alma y el pensamiento. Como en la pintura del suprematista, la luz es tragada por el cero absoluto. Algo, que a ciencia cierta no comprendemos, nos impide traspasar el umbral de su estructura. No lo haremos.
"Y sí haremos, pues estamos en mundo tan singular, que el vivir es sólo soñar; y la experiencia me enseña que el hombre que vive sueña lo que es, hasta despertar. [...] Yo sueño que estoy aquí, de esas prisiones cargado, y soñé que en otro estado más lisonjero me vi. ¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son."

Calderón de la Barca, La vida es sueño
LA CIUDAD DE LAS TELAS DE ARAÑA




Asomados sobre el río azul, profundo, los ojos se nublan ante el inagotable espejo de miles de hilos de plata secados por el sol.
El zigzag vertiginoso de la ciudad impenetrable nos descubre sus torres y murallas cubiertas de dianas transparentes, finísimas.
Frente a esa arquitectura de líneas apuradas y claras, donde el oro resplandece sin cegarnos. Frente al color intenso, pero atenuado, de mil gamas diferentes, la veladura translúcida y levemente pegajosa de las telas de araña.
Ciudad vieja y rescatada del olvido de los tiempos. Puentes, de piedra y de hierro, poderosos. Laberinto enmarañado de iglesias y palacios como ensoñación verdadera. Luz límpida y opaca que recubre de pátina heróica el atardecer obscuro. Noche silenciosa que renace entre silbidos lejanos que se pierden en el trazado caprichoso de escaleras y castillos que emergen como espectros de un pasado confundido.
Y a la luz, amarillenta, de las farolas enmohecidas, la opalescencia plateada de las telarañas devoradas por nubes compactas de insectos insaciables y aturdidos.
UNA CASA




Portal oscuro de decoración disgustosa que esconde la alucinación. Corredores que giran y serpentean en un laberinto sin salida. Ir y venir de gentes sin patrias que se entienden sin palabras. Gritos y aullidos que expantan el tiempo de la reflexión. Vida y muerte que alumbran las fachadas de ventanas que transparentan un mundo. Lucidez y locura pelean a a muerte en el patio que se abre. El azul es un cuadrado que construye líneas infinitas
POSMODERNO




Seres perfectos y pulidos avanzan seguros en la noche que decide. Antros que son decorados de precisión milimétrica. Todo resplandece y se ilumina en la blandura simulada. Cuerpos de hormonas que explotan apretados en plexiglás de diseño. Discursos sin palabras que ansían tocarlo todo. Amargura reprimida de soliloquios onanistas. Ostentación inútil en espacios trucados. Aceptación del horizonte como único sentido. Violencia gratuita que encubre la frustración de un siglo.

viernes, 23 de marzo de 2012

EL SUEÑO NEGRO



Una estructura de hierro oxidado invade mi mente. Enorme como un pájaro de alas grandes y extendidas.
Camino por las calles de una ciudad que se me impone extraña. Apenas reconozco algo. No entiendo la lengua en la que están escritas las palabras que envuelven esta ola que va y viene.
La angustia me aprieta suavemente la garganta y rodea con sus brazos mi cintura temblorosa.
La luz no existe. Un gris espesísimo, como humo denso de hogueras lejanas, me agita y me espanta. No me reconozco y no me siento dentro de mi huidizo cuerpo. No sé qué es lo que estoy haciendo aquí. Una fuerza ajena, que persevera machaconamente, me sujeta hasta el punto de inmovilizarme totalmente.
Ya casi no hablo. Sólo los gestos, desesperados e inciertos, de mi cara alumbran la locura desde donde contemplo ¿la vida?
Confusas imágenes de un extremo erotismo inalcanzable latiguean mi memoria que naufraga desconsoladamente.
El aire se esfuma por momentos y un calor seco, que se adhiere con fuerza a mi figura, derrite los pensamientos.
Una sombra nocturan con forma amorosa no consuela del todo la desesperación y las ganas de pararme.
Quisiera despertar. Pero estoy despierto. Sólo trato de no agitar demasiado el veneno que me consume.
La risa se transforma en un fantasma doloroso.
El eco lejano de las notas de una ópera trágica casi me devuelve al otro lado del espejo, pero se disuelve en mis oídos incapacitados, y me doy de bruces contra el cristal.
  

miércoles, 21 de marzo de 2012


VACIADOR 34




Las luces de la ciudad se mezclan con el apagarse de la tarde que estalla, abriendo cientos de fisuras de colores, en el cielo azul de todos los días.El tono amarillento de las tiendas y locales contrasta con los blancos y grises de la arquitectura que recorta los edificios que encuadran toda la ciudad.El metro serpentea con cierta languidez que en nada asemeja a la pesadez de los vagones. A esa hora de la tarde, sábado, una cierta mezcla de anónimos y anodinos pasajeros inundan los trenes. Todavía no ha llegado la hora en que todo se transforme en un cabaret de cuerpos atrevidos y posturas extremas. Eso sucederá más tarde.

Desciendo en Oporto, nombre que hace pensar durante unos pocos segundos en la ciudad portuguesa de innumerables puentes. Pero no, estamos en la parte alta de Madrid, más allá de todo. Hemos dejado atrás los barrios elegantes, las calles céntricas y la historia de la capital; y hemos atravesado el río. Ahora, volviendo la vista hacia atrás, observo que, allá abajo, a lo lejos, se levantan columnas de humo que atraviesan los últimos fulgores del azul cobalto del firmamento.No sé muy bien adónde me encamino. Hace tiempo que no transito esta parte de la ciudad que en otros tiempos me era tan cercana por razones que sería muy aburrido explicar ahora.Llevo anotado el nombre de una calle que me resulta desconocida por completo. Y un nombre que no he necesitado apuntar en ninguna libreta: VACIADOR 34. Esa composición alfanumérica recorre y juguetea entre mis neuronas desde hace ya algunas semanas. Aunque todo empezara aquella noche, en la plaza de Jacinto Benavente, cuando aparezco y me encuentro con una asamblea espontánea que discute, que discutimos, sobre la hermosa posibilidad de entrar en el abandonado Teatro Albéniz. Gentes entrelazadas, unas con otras, donde la cronología no tiene el más mínimo interés. Hombres y mujeres que muy rápidamente, en un flash de pocos segundos, se han olvidado de viejas categorías y hablan con osadía, y sin el más mínimo respeto por la autoridad, de lo común, comunal o comunitario.
Quizás esa noche, es una noche especial. Tal vez el componente artístico que podría explicar la composición de la mayoría de los sujetos que vociferan apasionadamente hace que sea así. Antes de abandonar, vencido por el frío otoñal que penetra hasta mis huesos, me dirijo a la jovencísima moderadora de la asamblea cuya sonrisa no ha dejado de seducirme cada vez que he pedido la palabra y ella me ha autorizado a tomarla. Le dejo mi número de teléfono porque estoy interesado, están a punto de formarse las comisiones de trabajo que gestionarán todo lo que hemos estado discutiendo durante algunas horas, en formar parte de alguna de ellas. Rocío, dice que se llama; me gusta ese nombre.
Mientras regreso, emocionado como siempre que me encuentro con situaciones que rompen la aburrida certidumbre de una sociedad que ni siquiera, como otrora, podría calificarse de burguesa, sino más bien de depredadora de sueños y destructora de vida en todos sus sentidos, repaso en mi cabeza el momento justo en el que le he ido diciendo, a Rocío, uno a uno los números de mi teléfono. Y lo hago con la desazón de saber que no sería la primera vez que, embriagado por la pasión del instante, cometiera un error a la hora de declamar los dichosos numeritos.
Emoción, pasión, palabras que podrían explicar mi actitud frente a la vida en los últimos meses. Aunque una buena amiga diga de mí que me emociono con demasiada facilidad y con poca cosa. Pero esa sería otra historia, y no procede que sea contada ahora.

Algunos días después de esa noche asamblearia, recibo un sms de la joven moderadora, en mi teléfono, en el que se me convoca a una reunión de la comisión de comunicación en una de las habitaciones del viejo Hotel Madrid, ocupado desde hace pocos días y que comunica interiormente con el Teatro Albéniz. Deduzco que será esa la comisión a la que ella, libremente, me habrá apuntado. Cuando penetro en el hotel los pasillos, forrados de moqueta, hacen que por unos instantes mi mente vague hacia otro hotel, el Overlook. Pero aunque el Hotel Madrid lleve cerrado ya varios años, ningún fantasma, a tenor de lo que cuentan sus nuevos inquilinos, se materializa por las noches. Aunque la reunión de comunicación, con mayoría femenina, resulta interesante, sobre todo por la presencia de una especie de poetisa naif de una indeterminada sensualidad que parece siempre allende la realidad, lo más divertido está aún por llegar.
La amenaza de lluvia y el incipiente fresco del otoño nos han hecho abandonar la Plaza de Jacinto Benavente por las acogedoras habitaciones del hotel. En apenas unos pocos minutos la habitación 408, con moqueta de un cierto color rojo apagado por el paso de los años, empieza a llenarse de gente. En medio del grupo que rodea la estancia, sentados o tirados por el suelo de manera harto informal, me parece reconocer unos ojos profundos que insinúan una cierta sonrisa que me lleva a la otra noche. Lleva el mismo sombrero con el que poder ocultar su oscura cabellera. Cuando ella habla y yo hablo, me dirijo y hago alusión a lo que Rocío ha dicho o acaba de decir. Una y otra vez sucede la misma cosa; pero en ningún caso deja de darse por aludida. Una vez que la reunión ha terminado y nos dirigimos, escaleras abajo, hacia el exterior, mi sorpresa es mayúscula. Delante de la entrada, llena de dazibaos y de reclamos dibujados sobre el papel, me dirijo a Rocío y ella, estallando en una enorme carcajada, me responde: “No soy Rocío, soy Candela…” A lo que yo respondo diciendo: “Pero si me he tirado toda la asamblea llamándote Rocío y nunca me has corregido, ¿cómo es posible?” Más y más risas. “¿Pero eres tú, no?, llevas el mismo sombrero de la otra noche y tus ojos son esos ojos que me miraban desde tu posición de moderadora…” Se quita el sombrero y aparece una larga melena que para nada recuerda el pelo corto que asomaba debajo del ala trasera del sombrero la noche de Jacinto Benavente. Después me explica que no quiso desdecirme, cada vez que me dirigía a ella llamándola Rocío, porque sabía perfectamente el por qué de mi confusión. En realidad, todo era más simple de lo que uno pueda haber imaginado. Rocío y Candela, o Candela y Rocío, son dos hermanas gemelas como dos gotas de agua y caer en la trampa es la cosa más sencilla del mundo.
Cuando vuelvo a casa, escribo un mensaje al supuesto teléfono de Rocío, sin saber, ahora, si es el suyo o no, pidiéndole su mail porque quería contarle el equívoco divertido que me había sucedido. Una vez que tengo en mi poder la dirección virtual deseada, me explayo en la historia y nos reímos juntos, aunque siempre informáticamente.

Pasados algunos días, me encuentro un correo en la bandeja de entrada de mi mail invitándome a un evento jazzístico. El nombre del local no deja de llamarme la atención: VACIADOR 34. Enseguida decido que acudiré a esa cita tan sugestiva, como mínimo por el nombre del lugar.


Estoy ya en la calle, que bordea un minúsculo parquecito, y debo avanzar hasta el número 34 con el que parece estar relacionado el enigmático nombre. La oscuridad ha ganado la batalla a la luz. Las farolas emiten una luz anaranjada que se impone a la noche como en el “Imperio de las luces” de Magritte. Una cierta inquietud mezclada con un escalofrío sacude mi fisicidad mientras sigo caminando. Enseguida me detengo frente a un portal de arquitectura industrial, de hierro y cristal, y alzo la vista. Allí está, un rótulo rectangular encuadra el frontispicio: VACIADOR 34. “Por fin he llegado”, me digo suspirando profundamente.
El hueco de la escalera es claro y geométrico. Comienzo a ascender los empinados peldaños dejando atrás alguna puerta con letreros que parecen hacer referencia a algún tipo de secta religiosa. En el penúltimo piso, frente a un portón de metal, pintado de gris como toda la barandilla de la escalera, hundo mi dedo índice hasta sentir el chirriar de un timbre que suena a cascado. Se abre la puerta y aparece Candela-Rocío, porque además, ese es el binomio virtual tras el cual se esconde el espacio con el que estoy a punto de darme de bruces.
¿Quién soy?, me interpela la joven. Y yo, con cierta ingenuidad le respondo: “Rocío”. Risas y más risas. “No, no, te has vuelto a confundir”. “Pero…no dijimos que el pelo corto…” De nuevo risas. “Soy Candela, es que me acabo de cortar el pelo, bueno yo diría más bien rasurar la melena”. Y según la observo pienso que lleva toda la razón, porque con la melena que vi la otra noche delante del Hotel, es acertado lo de rasurar.
Mientras voy adentrándome en el local, no dejo de pensar en el corte que me he llevado otra vez. Estoy seguro que volvería a confundirme, por lo menos otras cincuenta veces.
Ya dentro, me encuentro con caras conocidas. Por supuesto Rocío, aunque hay más de una con ese mismo nombre, que me abraza con enorme cariño igual que a la entrada acaba de hacer su hermana gemela. Veo también a Salva, con su pelo alborotado y barba característica. A Lara, de delicada y suave sonrisa, que se mueve como si flotase sobre el pavimento. A Luis, que suele comandar las asambleas en el hotel. Al gran Juma, con sus gafas de intelectual, que sigo teniendo por un arquitecto u artista de cualquier índole y que descubriré un día, aunque no esta noche, esta primera noche, que es, nada más y nada menos, que un avezado psicólogo. A Raquel, una especie de anarquista de cabaret, ataviada siempre con faldas y medias de rayas y de colores, y unos ojos negros y profundos que sugieren la más fuerte sensualidad. Y alguien más que seguro que se me escapa en este primer avistamiento que estoy realizando. Pero todos, y cada uno de ellos, mis amigos dadaístas, como  a mí me gusta llamarlos.

El espacio, que ellos mismos gestionan, autogestionado como proclama su propia propaganda, y con precio libre a la hora de consumir la bebida y lo que cocinan con afán de gourmet, es impresionante. Antiguo local dedicado a tareas industriales, este grupo iconoclasta y radical, de chicos y chicas, ha modelado con sus manos y con su espíritu un espacio que han transformado en un paraíso vanguardista. Porque, sin apenas esfuerzo de abstracción, se diría que uno está en cualquier metrópoli europea, pero no en la capital de eso que, a través de los años, se ha llamado España.
Ambiente diáfano, paredes blancas y suelo de tarima, uno puede dormir en él el sueño de la razón sin temor a  que se produzcan monstruos. Sala de trabajo, estancias privadas para los miembros de la comunidad dadaísta que dejan transcurrir la vida sin ponerle zancadillas. Y la sala insonorizada para hacer música. Piano, batería, saxo y guitarra eléctrica que unas y otros acarician hasta arrancarles el orgasmo necesario.
Son artistas autodidactas que avanzan sin miedo y sin esperanza. Me emociona visionar la filmación sobre VACIADOR 34 que ellos mismos han producido. En él, una actriz argentina, miembro de la troupe, embutida en una malla azul que acentúa y remarca su sexualidad, se mueve como una serpiente a través del hueco de la escalera y entra como un rayo en el espacio gritando: VACIADOR, VACIADOR, VACIADOR…
Pero esta noche, en medio del humo que exhalan los cigarrillos de todo tipo que succionan con evidente voracidad, la música se impone por momentos. Un cuarteto de Jazz improvisa y crea sonidos que hacen desvanecer los fantasmas dolorosos de la existencia.
En un cierto momento, todo se detiene, como de repente, ante un semáforo en rojo. Al otro lado de la puerta, una legión de policías intenta transgredir y violar la puerta de entrada a VACIADOR 34. Es una apuesta decisiva; si el orden penetrase el espacio dadaísta todo se podría ir al carajo. No llega al año que la libertad ha inundado este espacio madrileño.

Al final todo acaba bien, y la pasma, con sus celulares, vuelve sobre sus pasos. Tal vez una noche, aburrida e inocua, los ha hecho salir de las alcantarillas.
La música vuelve a ensordecernos y el humo, que va a acabar conmigo, se puede cortar con una navaja de afeitar.
Más tarde, cuando los ecos del Jazz en vivo se han apagado y alguno se ocupa de pinchar músicas de todo tipo, los corrillos de una y mil conversaciones inundan los diversos rincones de VACIADOR. En ese trasiego de voces y palabras aparece mi amiga, esa que suele decir que me emociono demasiado y con poca cosa. Pero ha llegado tarde, muy tarde, demasiado tarde. Y aunque trato de explicarle el descubrimiento que he hecho, no parece estar del todo de acuerdo conmigo. ¿Seré yo también, sin saberlo, un dadaísta?

Ya de madrugada abandono VACIADOR 34, con la seguridad de haber estado en un lugar que, aún a sabiendas de estar en Madrid, me sabe a mucho más. Me viene, entonces, a la cabeza, la fuerte impresión que me produjo la primera vez que penetré en la pequeña y fascinante coctelería “Le Cock”. Sí, estaba en Madrid, pero dentro de sus muros, podía uno imaginarse que estaba en New York, en Londres, en París, en Bruselas, en Praga o en Budapest. Era la certeza de saber que en mi País, en mi ciudad, en otra época, en otros tiempos, con otras gentes, la vida fue diferente.
Ahora, la calle desierta, se impone de manera más absorbente sobre mis pensamientos. La luz anaranjada y opaca de las farolas penetra a través de mis pupilas registrando un cuadro dentro de un cuadro.
Dentro del taxi que me conduce, a gran velocidad, hacia mi domicilio de residencia, en otra parte de la ciudad, los edificios son tragados como en un travelling. Medio somnoliento, o, quizás, más despierto y lúcido que nunca, un grito ahogado dentro de mi boca se abre paso, aunque sólo yo pueda oírlo. Siempre nos quedará VACIADOR 34.

Jesús Marchante