domingo, 26 de septiembre de 2021

 

REALIDAD NATURAL Y REALIDAD ABSTRACTA

Jesús Marchante Collado                      XI/IV/MMXX

 

Durante los años 1919-1920 (publicado por entregas en la revista De Stijl, que da nombre al grupo de artistas llamados neoplasticistas, como Piet Mondrian, Theo Van Doesburg y Gerrit Rietveld, entre otros ), Piet Mondrian da a la luz una serie de conversaciones, Realidad Natural y Realidad Abstracta, entre tres personajes ficticios: Y, aficionado a la pintura. X, pintor naturalista. Z, pintor abstracto-naturalista. Mondrian, trata de establecer las líneas maestras de un arte que equilibre lo exterior y lo interior. Lo que se ve y lo que no se ve. La sociedad vieja y la sociedad nueva. Sin dejar atrás a la razón como estaban haciendo (supuestamente) los dadaístas.

Ajenos (todos ellos) a la estética de la máquina y a la producción en masa, van a coincidir con los artistas encuadrados en la Bauhaus (escuela de arquitectura, diseño, artesanía, etc., que había fundado en 1919, en Weimar, Alemania, Walter Gropius) en una actitud y un método de enseñanza basados en el artesanado, pero sin renunciar (al final) a la producción industrial en serie.

Ante una pregunta que lanza el personaje Y: “¿Y de qué clase de sociedad será expresión la Nueva Plástica?, porque he oído decir que esta nueva plástica es una producción típica de la burguesía moribunda”. El personaje Z, le responde: “¡Eso sí que es sorprendente! No hay nada, precisamente, en la Nueva Plástica que tenga la menor característica de la burguesía. ¿No se encuentra ésta, justamente, marcada por el predominio del individualismo, por la estrecha vinculación con las cosas materiales?” Y a la pregunta del personaje Y: “¿Y la aristocracia?, Z, responde: “Lo mismo vale para ella, porque en la mayoría de los casos tampoco ella posee más cultura que la de las cosas materiales…” Vuelve Y: “¿Y el obrero? ¿Cabe esperar que surja un arte nuevo del trabajo manual?” Respuesta de Z: “No, eso era posible antes, en la Edad Media, por ejemplo. Hoy, el trabajo del obrero es para la masa y debe serlo. El obrero es demasiado semejante a la máquina y él mismo, como la burguesía y la aristocracia, se halla demasiado preocupado por el factor material. Del hombre nuevo, síntesis del obrero, del burgués y del aristócrata, pero muy diferente de ellos, es de quien puede venir la Nueva Plástica. Sólo él puede realizar el espíritu de los nuevos tiempos, tanto en la sociedad como en el arte”.

Valga toda esta larga digresión, para introducirnos en los dilemas que nos acucian sobre la situación social y económica que nos ha arrojado a la cara la pandemia vírica del covid-19. No sólo en la situación actual, sino (y sobre todo) en qué dirección tendríamos que ir una vez dejada atrás (no sé si superaremos del todo, y para siempre, las pandemias víricas a las que nos enfrentaremos) la que nos atenaza en este 2020.

Con toda seguridad, Piet Mondrian no ha podido llegar a leer el manuscrito que el Instituto Marx-Engels-Lenin de Moscú dio a conocer en 1939 con el nombre de Grundrisse. Cronológicamente, era imposible. De haberlo podido hacer, tal vez no se hubiese lanzado a decir que: “el obrero es demasiado semejante a la máquina…” Escribe Marx en los Grundrisse:

 “El medio de trabajo convierte al trabajador en ente independiente, lo pone como propietario. La maquinaria –como capital fijo- lo pone como ente dependiente, como ente apropiado. Esta acción de la maquinaria sólo tiene valor en la medida en que ésta está determinada como capital fijo, y sólo está determinada como capital fijo por el hecho de que el trabajador se relaciona con ella como trabajador asalariado, y el individuo activo en general se relaciona con ella como mero trabajador…”

 …”Aquí se presenta, por lo tanto, directamente la forma de trabajo determinada transferida del trabajador al capital en la forma de la máquina, y mediante esta transposición su propia fuerza de trabajo se devalúa. De ahí la lucha del trabajador contra la máquina. Lo que era actividad del trabajador vivo, deviene actividad de la máquina. Así la apropiación del trabajo por el capital…”

...”La máquina, por el contrario, que posee fuerza y habilidad en lugar del trabajador, es ella misma el virtuoso, que posee un alma propia en las leyes mecánicas que actúan en ella…”

“…El desarrollo de la maquinaria sólo entra en juego, sin embargo, cuando la gran industria ha alcanzado un nivel muy elevado y todas las ciencias han sido puestas al servicio del capital. La invención deviene, en consecuencia, una actividad económica, y la aplicación de la ciencia a la producción inmediata un criterio que determina e incita a esta última…”

“…La ciencia se presenta en la máquina como algo ajeno, externo al trabajador. El trabajador aparece como algo superfluo, en la medida en que su acción no está condicionada por la necesidad del capital…”

“…En la medida en que además la maquinaria se desarrolla con la acumulación de la ciencia social, de la fuerza productiva en general, no es en el trabajador, sino en el capital, donde se expresa el trabajo general social. La fuerza productiva de la sociedad es medida por el capital fijo…”

“…Lo que se ha dicho de la maquinaria vale también para la combinación de las actividades humanas y para el desarrollo de las relaciones humanas…”

 Sin embargo, prosigue Marx:

 “…La máquina no pierde su valor de uso cuando deja de ser capital. De hecho de que la máquina sea la forma más adecuada del valor de uso del capital fijo no se sigue, en modo alguno, que la subsunción bajo la relación social del capital sea la relación social de producción más adecuada y mejor (última) para la utilización de la maquinaria.”

¿Por qué traigo hasta estas páginas algunos de los parágrafos de ese texto marxiano antes mencionado? Precisamente porque nos van a permitir poder reflexionar sobre la situación económica y social que transitábamos  al irrumpir la pandemia en nuestras sociedades, y también para no extraer conclusiones precipitadas o erróneas sobre qué va a pasar cuando ésta acabe.

Realidad natural, realidad abstracta. Sí. La realidad natural que se nos impone, que se nos ha impuesto siempre (hasta la crisis del covid-19), esa que dice que somos una sociedad de mercado globalizada, de voraces consumidores porque voraces son los poseedores de la enorme capacidad de producción de todo tipo de mercancías. Esa sociedad que parece ir, cada día, avanzando en la única dirección posible. Seguir produciendo con extenuantes jornadas de trabajo (legales o no) y salarios que a la mayor parte de la población le impide poder vivir con una cierta dignidad. No hay otro camino (se proclama desde las instituciones políticas, financieras y empresariales). Esa es la realidad natural (un mercado y una sociedad capitalistas basadas en la desigualdad y en la supremacía de una clase exigua, pero poderosa, que excluye al resto de la sociedad, que es la mayoría de la población). Sin embargo, existe otra realidad que no vemos, porque la ficción sobre la que descansa la realidad natural lo imposibilita, lo dificulta sobre manera. Realidad natural y realidad abstracta, como sugiere Piet Mondrian en su texto clásico sobre el arte moderno en los años veinte del pasado siglo.

Hablemos, entonces, de esa otra realidad existente, la realidad abstracta. Los párrafos entresacados del texto marxiano dan ya buena cuenta de lo que en 1857-1858, estudiando la Gran Industria, Marx ha descubierto. Que el desarrollo tecnológico se apropia de toda la producción humana, pero que si todo ese desarrollo se utilizara para producir bienes materiales (valor de uso, utilidad) destinados a todos los seres humanos del planeta (bien común), y no a producir plusvalía (valor de cambio) o beneficios empresariales, el mundo que habitaríamos sería bien distinto.

Hagamos, pues, el salto hasta nuestros días. Cualquiera que se pare a reflexionar, caerá rápidamente en la cuenta de que el desarrollo tecnológico y científico (a todos los niveles) ha sido enorme, inmensamente desmesurado desde aquellos años del siglo XIX en el que Marx hacía sus investigaciones y llegaba a ciertas conclusiones. No hace falta demasiada perspicacia e inteligencia para darse cuenta de lo fácil que resultaría (si quisiéramos) seguir el razonamiento marxiano y destapar la realidad abstracta que se esconde tras todo ese desarrollo material e inmaterial que la inteligencia humana ha llegado a conquistar. Hagámoslo, entonces.

No obstante, vamos a permitirnos (de nuevo) acudir al sabio de Trier para poder tener todos los elementos necesarios para desentrañar y desenmascarar la realidad abstracta que está escondida dentro de la esfera de la producción general de mercancías, de todo tipo, a nivel mundial. Y el tiempo de trabajo necesario para su producción.

Siguiendo en los Grundrisse:

“…Tan pronto como el trabajo en forma inmediata ha dejado de ser la gran fuente de la riqueza, el tiempo de trabajo deja y tiene que dejar de ser su medida y, en consecuencia, el valor de cambio tiene que dejar de ser la medida del valor de uso. Con ello se derrumba la producción basada sobre el valor de cambio, y el proceso de producción material inmediato pierde la forma de la miseria y del antagonismo. Aquí entra entonces el desarrollo de los individuos, y por lo tanto, la reducción del tiempo de trabajo necesario no para crear plustrabajo, sino la reducción en general  del trabajo necesario de la sociedad a un mínimo, al que corresponde entonces la formación artística, científica, etc., de los individuos gracias al tiempo devenido libre y a los instrumentos creados para todos ellos. El capital es la contradicción en movimiento, porque tiende a reducir el tiempo de trabajo a un mínimo, mientras que por otra parte pone al tiempo de trabajo como la única medida y fuente de riqueza. El capital reduce, en consecuencia, el tiempo de trabajo en la forma de trabajo necesario, para aumentarlo en la forma de trabajo suplementario; pone, por lo tanto, el trabajo superfluo en medida creciente como condición – question de vie et de mort – del trabajo necesario…

Una nación es realmente rica, cuando en lugar de trabajar 12 horas, trabaja 6. Riqueza no es poder de disposición sobre el tiempo de plustrabajo (riqueza real) sino tiempo disponible al margen del necesitado para la producción inmediata, para cada individuo y para toda la sociedad…”

Más claro, si hacemos un pequeño esfuerzo de entender lo que Marx nos quiere decir, no se puede escribir.

La realidad abstracta, la ficción que esconde la “supuesta” realidad empírica, es enorme, de proporciones gigantescas. Como un frondoso bosque que nos impide ver lo que hay al final de la arboleda.

Ni el tiempo que se invierte en producir cualquier tipo de mercancía (física, unos zapatos, un coche, unas medias, un ordenador, etc., inmaterial, el arte, los valores financieros, la informática, la inteligencia artificial, la comunicación, en general, etc.) es ya el que se tenía que poner para producir todas esas mercancías, por el nivel de desarrollo tecnológico alcanzado, ni la jornada laboral en cualquier sector (no digamos ya en el terciario) responden a una realidad natural objetiva. Ni tampoco (por consiguiente) el salario. Tiempo de trabajo necesario y horario de trabajo descansan sobre esa ficción que Marx descubre  en 1857-1858 y que nosotros hemos denominado realidad abstracta. Además, también sabemos (gracias a él) que, el desarrollo tecnológico, la automatización, la informatización y la ciencia han sido tan enormes que podríamos (si quisiéramos) ponerlos al servicio de todos (la población mundial) y no al servicio de unos pocos (los capitalistas, los poderosos), porque además, como decía el sabio alemán, no es el único, ni el mejor modo de utilización de toda esa tecnología, la supeditación al modo de producción capitalista, la subordinación a la llamada economía de mercado globalizada.

Si queremos (como escribía Piet Mondrian en 1920) alcanzar ese espíritu de los nuevos tiempos para conquistar una sociedad de seres iguales, con un grado de bienestar que podamos definir como humano, tendremos que luchar para destruir esa ficción que se nos impone cotidianamente (a través, fundamentalmente, de los mass-media) y denunciar que la realidad natural no es la verdadera realidad, ni siquiera una nueva realidad, como se dice en los últimos días.

Soy bastante escéptico (pesimista) para creer que una vez que salgamos de esta utopía negativa (el covid-19), vamos a ir en la buena dirección. Que vamos a aprovechar este tiempo de confinamiento para luchar contra el cambio climático y abandonar los malos hábitos contaminantes y de explotación indiscriminada del planeta dislocando el hábitat de tantas y tantas especies, y a hacerlo más habitable. No creo, tampoco, en el exagerado optimismo de Stiglitz (y de una mayoría de la izquierda) que creen que después de esta crisis pandémica el capitalismo y el neoliberalismo tienen poco que hacer. Que todas sus mentiras van a quedar al descubierto y que todos sus encantamientos van a ser revertidos por una suerte de varita mágica general.

No ha sido arbitrario (por mi parte) tratar de reflexionar en estas páginas con algunos textos de Marx. En ellos está la clave y la llave para abrir la puerta hacia una nueva sociedad. Sin embargo, soy muy consciente que estando dadas (y lo están sobradamente, y desde hace mucho tiempo) las condiciones objetivas para abrir esa puerta, para nada están maduras las condiciones subjetivas (los sujetos, la sociedad) para poder tomar en nuestras manos esa llave maestra.

El capital (por el momento, que se sepa) no está en las últimas. Ni tan siquiera ha entonado su canto del cisne. Saldrán de esta crisis echando mano de los pactos sociales interclasistas, de las políticas fiscales de clase y torpedeando lo poco de público que queda en las iniciativas políticas de izquierda a nivel internacional. El capital no se rinde nunca. Salvo que nosotros (en algún momento) hagamos que esto suceda.

 

 

 


EN LA UTOPÍA NEGATIVA

Jesús Marchante Collado                              XXI/III/MMXX

 

 

Es difícil escribir ahora mismo, cuando una cierta primavera grisácea se cuela por el balcón de mi apartamento y me permite disfrutar de una fugaz puesta de sol tardía (sin su presencia), que sin embargo produce una infinidad de telarañas anaranjadas que irrumpen en la bóveda celeste de azules obscuros profundos, originando una luz extraña y perturbadora.

Pero no estriba en esta descripción la dificultad de la escritura. Ésta proviene de una razón, la mía, que intenta sobreponerse a este sueño negro. “¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son”.

El monólogo del príncipe Segismundo, cautivo como nosotros, lo aclara de manera brutal. Calderón, ya se había adelantado en 1635 en su obra La vida es sueño, sin dejar escapatoria a ninguna vana ilusión. No obstante, seguimos viviendo en la prolongación de un sueño del que, tal vez, no quisiéramos despertar.

En estos días de “cautiverio”, impuestos por algo abstracto y sin entidad, (un tal covid -19), vidéo, como diría el Alex de la Naranja mecánica Kubrickiana, dos pelis antiguas: Pasión, de Ingmar Berman, con una Liv Ullmann muy joven e inquietantemente bella y Blow Up, de Michelangelo Antonioni, con una Vanessa Redgrave también joven e irremediablemente guapa y sexy en su delgadez. En esas películas, profundas y densas en diálogos e imágenes, me digo que todo es posible, conducible, negociable, a pesar de los pesares emocionales de los seres humanos involucrados en esas historias. Es una realidad admisible, soportable. Sin embargo, cuando mi cabeza vuelve sobre mí y me asomo al balcón, me estalla el absoluto hegeliano. Y como siempre sucede, la realidad supera a cualquier ficción, por muy bien que esté construida ésta.

Casi nada me consuela, ni siquiera recorrer con Jenny y Karl Marx, el París de 1849 invadido de una epidemia de cólera asiática, desde el que K. le escribe a Engels: “París es deprimente. El cólera está haciendo estragos. Pese a todo, nunca la colosal erupción del volcán revolucionario ha sido tan inminente como en este París…” No, ni siquiera él (al que tanto amo) puede consolarme en estos días surrealistas y absurdos. ¿O no lo son?

Hace tan sólo unos meses, cuando las campanadas del último día de 2019 nos lanzaban a esta nueva década, quería pensar en aquella otra del siglo pasado, que daría paso a una explosión de creatividad plasmada en 1925 en la Exposition Internationale des Arts Dècoratifs et Industriels Modernes, en París (donde el pabellón ruso de Melkinov, supuso una dura bofetada en el rostro burgués bien pensante). Pensaba (con extrema ingenuidad) que íbamos a entrar en una década prodigiosa en este siglo XXI algo errático. No obstante, mira por donde, yo también (todos nosotros) íbamos a recibir una sonora  y particular “bofetada” en forma de virus. El planeta entero naufragando (con su modo de producción capitalista incluido) en un mar espeso que nubla la razón.

Y aquí estamos, menos libres que nunca. Sujetos pasivos, dominados por los “afectos” espinosianos, con mucho miedo y cargados de esperanza. Sin embargo, el viejo judío (de origen español) materialista sabía perfectamente que “sólo el hombre sin miedo y que nada espera…”, puede ser libre. Casi un imposible, porque estamos constituidos (y atravesados) por esas dos premisas, o al menos por una de las dos. Los revolucionarios lo sabían perfectamente. Sin miedo, pero con la esperanza en la revolución.

La línea del horizonte, pues, se desdibuja, desaparece. No hay futuro. O si lo hay, la razón no es capaz de atisbarlo. Las ciudades vacías y fantasmales son como un enorme cristal opaco que se interpone en el precario deambular. El absoluto hegeliano destruye esa línea de progreso ascendente en el que las sociedades del planeta entero han confiado durante muchas décadas. Nada tiene ya sentido. El principio de placer vírico derrumba el principio de realidad humano.

Ni siquiera el arte, en estos días sombríos, puede alzarse contra la precisión matemática de un enemigo invisible que se materializa cada día en miles y miles de contagiados, y también de muertos, donde podemos atrapar el rostro cruel del covid-19.  

La utopía revolucionaria se nubla y algo negativo se apropia de la vida del planeta. Se me impone la música y la voz femenina del final de la película de Stanley Kubrick: ¿Teléfono Rojo? Volamos hacia Moscú, en medio de imágenes de explosiones nucleares y un sol radiante en blanco y negro con la voz al fondo que dice algo así como: “Volveremos a encontrarnos, no sé dónde, no sé cuándo…”

 

 

 

 

lunes, 1 de octubre de 2018

MADRID, MARSEILLE Y LA CITÉ RADIEUSE

Viajar a través de Francia es siempre una experiencia. Y no sólo vital. Fundamentalmente cultural y estética. Sobre todo si uno vive en un país anómalo y reside en una ciudad cuyo patrimonio es sistemáticamente destruido y cuya habitabilidad es siempre más difícil. El país, es España, y la ciudad, su capital, Madrid.
Hace tiempo que lucho, sin apenas ya esperanza, acercándome a Espinosa, por hacer entender a los responsables políticos - o mejor dicho, gestores capitalistas -  que mi ciudad, Madrid, se está yendo al carajo. Último ejemplo, la destrucción de un edificio histórico, más de cien años, 1916, del viejo hotel Ritz. Me dan igual las razones empresariales de los nuevos propietarios que han acometido obras de remodelación integral para sus intereses espurios o no. La obligación política de la mediocre e inculta regidora del Ayuntamiento de Madrid, sobradas muestras hay de ello, habría sido impedir que dicho inmueble histórico quedase a la intemperie de especulaciones interesadas. Pero da igual, para dicha señora lo importante es que Madrid sea el cobijo de jovenes sucios y maleducados y de especuladores que van convirtiendo sin prisa, pero sin pausa, mi vieja ciudad en una metrópoli mercantilizada, cada vez más cara e invivible para sus ciudadanos, y ruidosa, tremendamente ruidosa, y sucia, muy sucia. La última ocurrencia de semejante "lumbrera" va a ser la de volver a meter un jardín con árboles dentro de la Plaza Mayor. ¿Pero es que el Ayuntamiento se empeña en desconocer la teorías y las demostraciones de tantos y tantos arquitectos y urbanistas que hace ya mucho que establecieron que una plaza es una plaza? Sí, una plaza es una plaza, y no es ni un parque, ni un jardín, ni un pequeño bosque que no permita disfrutar de lo diafanidad de una plaza. Incluso desconocen lo que el diccionario dice respecto a ese tipo de espacio.
En fin, olvidémonos de nuestra desventurada ciudad y volvamos a Francia, a una ciudad que ha sabido reestructurarse en el mejor de los sentidos posibles. Me refiero a Marseille. La ciudad fue dúramente castigada, incendiada, en 1943, por la barbarie nacional socialista y los colaboracionistas franceses. No obstante, como un ave fénix, renació de sus cenizas. Si bien, menos un inmueble, hoy conservado, toda la vieja ciudad medieval, lindante con el puerto, fue arrasada por los alemanes. Después de la guerra y gracias a arquitectos sensatos y con excelentes criterios estéticos, ese barrio destruido por los nazis fue, nuevamente, emergiendo a la luz.
Hoy en día, Marseille, ha sabido introducirse, de lleno, en un programa de rehabilitación conocido como Euroméditerranée, creado en 1996, que persigue una constante ordenación urbana que respete y rehabilite el casco antiguo de la ciudad, conjugándolo con construcciones más modernas y vanguardistas, siempre en armonia con la imagen de la ciudad. Fue declarada capital de la cultura europea en 2013, y aprovechó dicho evento para transformar y rehabilitar el viejo fuerte Saint-Jean, cuya torre cuadrada del siglo XV está ahora ocupada por el MuCEM (museo de las civilizaciones de Europa y del Mediterráneo). Ejemplo de la magnifica remodelación de una parte antigua de la ciudad. O la impecable conservación de unos de los barrios más emblemáticos de Marseille, le quartier du Panier, donde hay multitud de estudios, viejos talleres y galerías, y donde se halla enclavado el viejo hospicio de La Vieille Charité, imponente construcción del siglo XVIII destinada a encerrar a los pobres dispersos por la ciudad en un lugar limpio y adecuado.
Pero retrocedamos al final de la segunda guerra, estamos en 1947 y un arquitecto de origen suizo, aunque en ese momento ya esté nacionalizado francés, Charles-Édouard Jeanneret-Gris, y ya nadie le llame por ese nombre, sino por el de Le Corbusier, está poniendo la primera piedra de un nuevo proyecto que denomina Unité d'Habitation, o la Cité Radieuse. Esa idea arquitectónica va a revolucionar el mundo de la construcción, aunque desgraciadamente no haya tenido una continuidad en el tiempo.
En 1952, esa construcción vertical de nueve plantas y más rectangular que los denominados, por él mismo, como rascacielos románticos, los de New-York, está concluido. En él pueden tener cabida hasta mil doscientas personas, en los 337 apartamentos de diferentes tipos, dúplex llenos de luz, para parejas individuales o familias de hasta seis hijos, y está dotado de lugares comunes para la educación, el deporte y los juegos.
Ahora, en el verano de 2018, tengo la suerte de recalar, por segunda vez en mi vida, en Marseille. Sin embargo, es ahora cuando realmente descubro qué tipo de ciudad es, y es ahora, también, cuando me maravillo con esta genialidad salida de la cabeza del viejo Le Corbusier, que es la Cité Radieuse. Mis viejos amigos arquitectos hace muchos años que me contaminaron, de manera positiva, con los grandes dioses de la arquitectura moderna, entre ellos él. Hace ya mucho tiempo que tuve la oportunidad de visitar, en la Ciudad Universitaria de París, el Pabellón Suizo, pero nada más había visto, in situ, del arquitecto en cuestión. Al bajar del taxi, cuyo trayecto desde el viejo puerto se me ha hecho larguísimo, me doy de bruces con esta delicada mole de hormigón armado y zonas coloreadas que se consiguen pintando algunas partes de las terrazas y utilizando toldos de distintos colores. El resultado, estéticamente hablando, es más que placentero. Pero, además, tengo la suerte de poder acceder, por dentro, a las entrañas de esta Ciudad Radiante. Los ascensores son rápidos y de mucha calidad estética. Cuando atravieso una de las calles interiores, que dividen los apartamentos de un lado y de otro, puedo darme perfecta cuenta de la calidad, sin lujos, de los accesorios, de los materiales, del juego del color con las maderas y el cristal, etc. etc. Todo es de lo más sugerente. Ni rastro de algún elemento que pueda producier esa ansiedad o zozobra que la negativa publicidad, esparcida incluso por algunos arquitectos, decía que la Cité Radieuse era insufrible, inhabitable, una cárcel, vamos. La luz entra a raudales a través de los paneles de vidrio, con sus bastidores de madera, por supuesto, en esas calles, corredores interiores, a dos niveles, que se alternan con las calles interiores donde están las puertas de entrada a los apartamentos. Hay talleres, librerías, despachos, que llenan de vida todo ese espacio.
Al subir a la terraza, la impresión aún es más fuerte. Aparte de las curiosas chimeneas que le dan un aspecto distinto a otras edificaciones, ahí está su viejo gimnasio, hoy un centro de arte contemporáneo, el estanque de poca profundidad, y la vista, la panorámica, con el mar al fondo, ese mar azul que apenas se distingue con el intenso azul del cielo. La experiencia es impactante, tanto como visitar una catedral gótica o románica, o un palacio renacentista italiano. No, no exagero, sobre todo porque, además, esto no es un monumento como los que acabo de citar. No, aquí se vive, y se vive bien, confortablemente, en paz. Un lugar donde poder reposar, crear, soñar. La luz y el color elevados a la categoría suprema.
Ya abajo, saliendo fuera del edificio, no me canso de recorrerlo. Es espléndido, parece que hubiera sido concebido hoy mismo. Pero no, que iluso, cómo puedo decir eso, sabiendo, como sé, cómo se construye hoy en día. Sí, y a eso quiero ir a parar. Hace tiempo que vengo dándole vueltas a eso de la vieja Ciudad Lineal de Arturo Soria, que los soviéticos en los años treinta trataron de materializar a través de "La ciudad Verde" de Ginzburg o Miliutin en su libro Sotsgorod. Propuestas que trataban de humanizar las ciudades o, al menos, de que los obreros, la mayoría de los ciudadanos, vivieran en espacios llenos de luz, higiénicos y tranquilos.
Pero como soy muy terco y porfiado, sigo pensando que hoy, sí hoy, en mi ciudad, Madrid, otra arquitectura y otra ciudad son posibles. A pesar del desvarío reinante y de la locura urbanística y arquitectónica imperantes, defendida por la actual administración municipal, con su regidora a la cabeza, afirmo con todas mis fuerzas y rotundidad, que otro Madrid aún es posible. Aunque tal vez, para ello, habría que dar un golpe de tuerca político e imponer directivas arquitectónicas y urbanísticas que chocarían con multitud de intereses, los capitalistas en primer lugar, evidentemente. Seguramente, eso sería mi programa máximo, pero me digo, ¿por qué demonios, en el interin, no se podrían construir miles de Cités Radieuses, bellas y confortables, donde miles de ciudadanos, trabajadores de todo tipo de sectores, gentes de ingresos reducidos, podrían disfrutar un poco más de su tiempo de vida no sujeto a la esfera de la reproducción capitalista? No sería tan difícil, ni costaría tanto. En la época de la Cité Radieuse, apenas salidos de la guerra mundial, las autoridades francesas, representantes de lo público, creyeron en Le Corbusier, e impulsaron estas magnificas soluciones para procurar viviendas públicas a miles de ciudadanos. Pero también, en nuestro país, hay ejemplos magníficos que se podrían retomar sin ningún tipo de problema. Me refiero a la "Casa Bloc" de los arquitectos Josep Lluís Sert, Torres Clavé y Subirana, bloque de apartamentos para obreros del barrio Sant Andreu de Barcelona, construido en los años treinta del pasado siglo. O la magnífica "Casa de las Flores" del arquitecto Secundino Zuazo, construida también en esos años de pensamiento y sensibilidad.
Sí, señora Carmena, apadrinen y financien cientos, miles, de Cités Radieuses, Casas Bloc, Casas de las flores, etc. Y paren la deriva, dejen de destruir el patrimonio de mi ciudad. Olvídense de lo mercantil, de lo especulativo, del capitalismo, de lo espurio. Y piensen más en la salud y el bienestar de sus conciudadanos. La vida y el reposo cotidianos no deben estar sólo al alcance de los pudientes, de los poderosos. 
  
    






lunes, 29 de mayo de 2017


EL SONIDO DE DIOS

La palabra Dios no me dice gran cosa, incluso me provoca rechazo cuando se generan explicaciones, justificaciones y teorizaciones al reparo de ella. Sobre todo para generar violencia y maldad. La actualidad rebosa de eso. Me atengo, sobre todo, a la explicación que Espinosa, el gran filósofo judío de origen español, da sobre ella. Podría decir, incluso, que siento simpatía por la figura histórica de Jesús de Nazaret, y que me atengo a lo que Ernest Renan, tras muchas investigaciones y estudios, volcó en su celebre Vida de Jesús, sobre él. Ese tipo, dotado de una inteligencia y de una intuición fuera de lo común, que afirmaba que no hacía milagros.
Preámbulos necesarios de lo que quiero escribir. Estoy en Toledo después de muchos años. La vieja ciudad medieval, árabe, judía y cristiana aparece imponente. Esta vez, ya que llego a las estribaciones en coche, y creo que es la primera vez en mi vida, puedo admirar la muralla de la ciudad en toda su enorme extensión. Me impresiona, me da una visión que antes nunca tuve. A veces, las cosas son así. Años y años pateando el interior, pero no el exterior, de una ciudad que transformaron los árabes en un laberinto de calles, callejas y callejones. Y la transformaron, porque la ciudad romana, un cuadrado bien estructurado, desapareció, incluido el enorme acueducto, mucho más alto que el de Segovia, como me cuenta mi amiga Mila.
Y estoy en Toledo, en esta tarde primaveral, para un par de cosillas, aunque lo que me va a sorprender y me va a dejar tocado, en el buen sentido de la acepción, es el concierto, la batalla de órganos, a la que estoy a punto de asistir en el interior de la Catedral.
Las iglesias, las catedrales góticas, siempre me han entusiasmado. Nunca he llegado a entender cómo demonios esos artistas medievales encontraron la luz y el color. En una época donde todo apuntaba hacia la obscuridad y la uniformidad cromática. Sin embargo, la arquitectura gótica iba a dar paso a ese descubrimiento. Con suponer ya, respecto al estilo arquitectónico precedente, un salto enorme, las iglesias góticas, elevándose hacia el infinito, contienen en su interior algo que debió dejar boquiabiertos, como sigue dejándome a mí, en pleno siglo XXI, a los moradores de las ciudades medievales. La cantidad de ventanas, ventanales y ventanucos que agujerean los muros pétreos de esas enormes estructuras haciendo que la luz entre por todas partes, debió impactarlos. Pero no son ventanas normales, cerradas con bastidores de vidrios blancos transparentes. No, son vidrios con dibujos coloreados, las llamadas vidrieras. En ellas, los artistas medievales dan un salto al vacío, situándose claramente, sin saberlo y sin darse cuenta, en la abstracción. Porque aunque representen escenas y motivos variados, que aluden a lo religioso y a lo sagrado, esos colores y esas composiciones están por delante de la arquitectura que las contiene. Y aunque parezcan figurativas, no lo son. En absoluto.
Todo está dispuesto ya, los cuatro enormes órganos de la Catedral están a punto de recibir a los organistas, que son cuatro, tres hombres y una mujer. Tres instrumentos del siglo XVIII, y uno, el órgano del Emperador, del siglo XVI. Pero además, a los pies del coro, han situado tres realejos, pequeños órganos transportables. Sin embargo, antes de que todo suceda, de que todo comience, acontece algo que yo no esperaba, ni tampoco algunos de los que están sentados a la espera de que comience la batalla, al menos eso quiero pensar. De pronto, un prelado, que viste como tal, todo de negro, empieza a soltar un discurso que está fuera de lugar. Comienza a hacer propaganda de su particular creencia, y trata de incluir en ella a todos los que allí estamos esperando a que dé inicio el concierto, como si fuésemos feligreses y no público que ha venido a disfrutar de la música. No estamos en una celebración o culto religioso, aunque el evento vaya a tener lugar dentro de un recinto que sirve, en muchas ocasiones, para eso. En fin, nada nuevo que no haya visto hacer en otras ocasiones a esos representantes de esa determinada fe o creencia. Pero no me gusta, sobre todo porque se manipula y se aprovecha la ocasión para hacer propaganda privada, porque eso es la religión, algo que pertenece al ámbito de lo privado, pero no al de lo público. Pero no es esto de lo que yo quiero escribir ahora. 
La liturgia inmediata que va a dar inicio al concierto tiene también su interés, sobre todo cuando uno de los interpretes se dirige hacia el órgano del Emperador y desaparece, en cuestión de segundos, como tragado, emparedado, por las arterias del muro por donde debe ascender hasta el teclado del órgano. Unas luces rojas y amarillas en lo alto indican el lugar, aunque no se le ve, donde debe estar sentado el organista, a los mandos de ese enorme instrumento que exhibe hacia el exterior todo tipo de tubos, grandes y pequeños.
La trompetería atruena el interior de la Catedral. Un sinfín de sonidos empiezan a apoderarse del reducido público que asiste al concierto, a la batalla antes citada.
La música del único e irrepetible Wolfgang se cuela a través de los realejos, esa especie de alacenas con celosías, que producen sonidos, música. Después, la del cantor de Leipzig. Pero lo que hace enmudecer a todos los que estamos dentro de la Catedral son los órganos mayores, esos que exhalan ese sonido característico de los grandes instrumentos de ese tipo.
Apenas permanezco sentado. En un cierto momento, me doy cuenta de algo que está pasando, sin que la mayoría del público, con toda seguridad, se aperciba de ello. La luz que penetra, a través de las vidrieras, cambia y se transforma a medida que el tiempo pasa, a medida que la tarde va declinando. El sol aún penetra, con fuerza, a través de los rosetones de la Catedral. Sin embargo, en otras zonas de la misma, en las naves que van circundando el altar mayor, lo que se llama la Girola, las vidrieras aparecen más apagadas, opacas, como si la luz ya no llegase hasta allí. No obstante, no es así, porque la luz, aunque no tan directa, sigue llegando hasta esos ventanales, hasta esos ventanucos.
Voy de una zona a otra, recorriendo, casi por completo, la Girola. Eso me permite, cuando los otros órganos, que no son el del Emperador, situado a  espaldas de mi asiento, están en acción, poder percibir mejor el sonido que sale por los tubos y las trompetas de los mismos. Me detengo debajo de uno de ellos y siento cómo estoy siendo tragado por la música, literalmente absorbido por ese sonido maravilloso. La sensación es más que placentera. Sin embargo, lo que está haciendo que mi emoción se desborde, pudiendo incluso, en un determinado momento, echarme a llorar, incapaz de contenerla, es la maravilla que la luz y las vidrieras están produciendo. Todo cambia, por momentos, y continuamente. Los azules, claros y obscuros, que irradian las ventanas del ábside, contrastan fuertemente con la gama de colores que aún penetran por otras ventanas laterales y, sobre todo, por los rosetones.
Los minutos van pasando, y el sonido de Dios, ese que emiten los órganos, ha penetrado todas las zonas de mi cerebro. La luz se va apagando poco a poco, algunos ventanucos, con su correspondiente vidriera, se han apagado ya del todo. Cuando eso ocurre, es como si la vida se esfumase del vidrio. No obstante, aún así, esa abstracción que es una vidriera gótica, sigue produciendo sensaciones.
Todavía sigue habiendo bastante luz, por eso no he vuelto a sentarme en mi sitio. Hay una zona cerrada que impide el paso para dar la vuelta completa a la Girola. Puedo divisar, a unos veinte metros, la zona del transparente de la Catedral, ese óculo abierto en el ábside por donde entra la luz inundando toda la zona. La locura barroca contrasta con la pureza abstracta gótica. Lo puedo verificar cuando el vigilante me permite franquear la cinta que impide el paso a cualquier atrevido, y yo lo soy. Me quedo estupefacto, hace muchos, demasiados años, que no contemplo esa obra tan poco previsible. La luz sigue siendo maravillosa.
Todo se va apagando, la luz de un día azul intenso de primavera, que brillaba fuera, se va haciendo más opaca. El prusia deja paso al cobalto, el día da paso al atardecer y a la noche. La Catedral que no ha encendido las luces artificiales, empieza a ser envuelta en un manto satinado, los colores de las vidrieras se apagan completamente. Lo pétreo se antepone a la blandura luminosa del vidrio. La música, el sonido de Dios, aún resuena con fuerza y atraviesa mi corazón.  
        











domingo, 14 de mayo de 2017









LA POMPADOUR YA NO ESTÁ 
LA POMPADOUR GIÀ NON C'È 

Escribir es siempre un ejercicio de ajuste de cuentas con el mundo, y sobre todo con uno mismo. Escapar, minimizar la desazón que nos acompaña desde que empezamos a ser conscientes. Sin embargo, es un inmenso placer al que yo no podría renunciar jamás. A pesar de que ahora, cuando estoy sentado frente a mi ordenador, vaya a escribir sobre algo, de alguien,  del que no querría haber escrito todavía, porque el tiempo debería haber continuado de su parte.
Escucho jazz, para hacerlo más soportable, Oscar Peterson, para más señas, una música y un autor que también amaba él. Quiero escribir, si la tristeza y las lágrimas no me lo impiden, al final, sobre uno de los mejores amigos que he tenido en mi vida, Alessandro Pandolfi. 
Él en Italia y yo en España. Milán y Madrid. Ciudades que tanto él como yo hemos transitado juntos en ciertos períodos de nuestra vida. Aunque él, mi querido amigo, ya no podrá hacerlo. Y no podrá hacerlo porque se me ha ido, y se ha ido, seguramente, para siempre jamás, como tantos otros, en esa sucesión incesante y permanente que determina aquella que, cuando estamos, no está, y que cuando ella está, no podemos estar.
Conocí a Alessandro, lo vi por primera vez, una mañana de finales de noviembre del ya lejano 1991, si mi memoria, mis neuronas algo ya gastadas, y fundidas, no me engañan, en la Universidad Complutense de Madrid. Con algunos amigos, habíamos organizado un seminario en la Facultad de Filosofía denominado, de manera algo grandilocuente: "Reestructuración del capital, años 1960-1990", en el que participaban intelectuales italianos, franceses y españoles, acompañados de colectivos sindicales, de la SEAT y de la EMT, que estaban protagonizando luchas importantes en ese período. El seminario daba continuidad al que habíamos tenido un año antes en París, con Antonio Negri, Michael Hardt, Gian Carlo Pizzi, Maurizio Lazzarato, entre otros. Éramos jóvenes, aunque yo no tanto, deseosos de empaparnos de las experiencias políticas italianas de los años Sesenta y Setenta. Por indicación y recomendación del amigo Gian Carlo, quien se hizo indispensable para mi en aquel seminario parisino, Alessandro Pandolfi, viejo amigo de Pizzi, participó como ponente en aquel evento. Enseguida hubo feeling entre nosotros. De hecho, en los tres días que duró el seminario, nos vimos siempre, lo invité a casa, y compartimos horas maravillosas. A partir de entonces, Alessandro entró en mi vida para no salir nunca más. Coincidíamos en los seminarios internacionales de la rue Vaugirard, en París. Un año, en el que las cosas, en el plano sentimental, se habían ido al traste para mi, me invitó a su casa de Milán, vivía solo. Y conocí a su compañera, con quien compartía su vida desde hacía ya algunos años, Alessia. Una encantadora y risueña mujer que enseguida conquistó mi simpatía. Ya, entonces, Alessandro me enseñó algunas cosas sobre las relaciones humanas, en general, y sobre las relaciones entre hombres y mujeres, en particular. Descubrí a un cinéfilo como yo mismo ya lo era, aunque sus conocimientos sobre el cine evidenciaban una enorme erudición. Hablamos de un director que tanto él como yo amábamos hasta rozar casi la adoración, Stanley Kubrick. Él siempre iba por delante, y lo sabía todo.
A partir de ese momento, empezamos a frecuentarnos, salvando siempre la lejanía que nos separaba. Nuestra amistad fue creciendo. Viajé alguna vez más a Milán para encontrarme con él y con Alessia. La casa era otra, y Alessia y él vivían ya juntos. Y luego, ellos, vinieron a mi ciudad, a Madrid, una nochevieja, muy, muy especial, con otros amigos italianos, en una vieja casa de comidas, Carmencita, que yo había frecuentado durante más de veinticinco años, y a cuyas mesas se sentaron, en otros tiempos, bajo las tulipas que emitían la luz de gas, escritores como Ramón María del Valle Inclán o Federico García Lorca. Al final de la cena, Alessandro, dejándose llevar por la alegría que emanaba de aquel grupo, descorchó una botella de champán, disparando su preciado líquido contra todos y terminando por abrazar a la camarera que puso una cara de circunstancias. No lo he olvidado.
En 1999, me traslado a vivir a su ciudad, a Milán, porque un año antes había conocido a una chica italiana, Roberta, con la que había empezado a mantener una relación. En ese breve pero intenso período, de más de seis meses, que pasé en esa ciudad que de noche, y en algunos barrios, me recordaba a Moscú, las relaciones de amistad se incrementaron, lógicamente, porque vivíamos en la misma ciudad. Descubrí a un Alessandro que no era sólo el gran intelectual que ya sabía que era desde hacía algunos años, más cercano, entrañable, afectuoso, especial y único. En nuestras conversaciones, siempre aprendía algo nuevo, me hacía reflexionar sobre elementos que yo no había tenido en cuenta a la hora de enfocar éste o aquel asunto. Sonreía continuamente, mi carácter algo neurótico y obsesivo le hacían gracia. También mi hipocondría. Poco a poco, me iba dando cuenta hasta qué punto él iba conociendo mi carácter y mi manera de ser. Tal vez, él mismo tenía algo de eso. En cualquier caso, acudía siempre a él para recibir consejo sobre una y mil cuestiones. Y, por supuesto, lo quise tener conmigo, como testigo, como apoyo fundamental, cuando tomé en matrimonio a Roberta, cerca de Urbino, la ciudad en la que el era profesor en la Universidad. Donde, una mañana, de verano, ya no recuerdo en qué año, quise ir, estar presente, escucharlo, en una de sus clases, en los cursos de verano que impartía. Allí me di cuenta de lo grande que era, de la capacidad que tenía para transmitir el conocimiento, y también capté cómo esos jóvenes no eran conscientes de que estaban ante alguien muy especial, no sólo un profesor más. Supongo, como casi siempre sucede, que con el pasar del tiempo, ellos habrán caído en la cuenta de la fortuna que tuvieron de haberlo conocido. Aún conservo las notas, tomadas en italiano, no sé como, a esa velocidad, de esa clase, para mí memorable. 
Durante ese breve período de estancia en su ciudad, con verano incluido, en el que los mosquitos nos breaban continuamente, dentro y fuera del apartamento donde vivíamos Roberta y yo, tuve la fortuna de descubrir, gracias a él, una zona de Italia de la que me quedé prendado para siempre, la Costa de Liguria. Alessía y él nos invitaron a la casa de Santa Margherita, un rincón especial donde las actrices y actores de cine norteamericano, en los años Cuarenta y Cincuenta del siglo pasado, daban con sus huesos para ahogar penas y otras cosas en el alcohol que se derramaba en fiestas muy privadas. Aquella vez, en coche, con ellos, desde Milán, pasamos por Rapallo, lugar de resonancias Nietzscheanas, Freudianas, donde me hizo conocer una heladería, una especie de palacio con todos los gustos y posibilidades del mundo, que aún conservo dentro de mi.
Viajé otras veces, en tren, hasta Santa Margherita, y recuerdo cómo temblaba de emoción al entrar en el andén, cuando el convoy saliendo del túnel se detenía y leía el rótulo escrito con pintura blanca sobre las piedras de uno de los laterales de la estación. Como aquella vez que acababa de venir al mundo Gabriele, una pequeña ranita, tranquila, que mi amigo alzaba hasta el cielo con sus brazos, lleno de felicidad.
Las imágenes, los recuerdos, su voz, su cálida acogida, siempre que nos veíamos, se imponen, de manera clara, sobre el teclado aséptico sobre el que escribo.
Algunos años después, llegó Alma, cuatro años menor que Gabriele, y a medida que pasaban los años, y los dos se iban haciendo grandes, una especie de deseo no pronunciado, auguraba que tal vez los caminos de esos dos niños podrían llegar a cruzarse, ¿Quién sabe?.
De hecho, hemos estado juntos las parejas y los niños, en más de una ocasión. La última, también la última en la que vi a mi querido amigo, fue cuando estuvieron los tres en Madrid, en diciembre de 2015. Alessia y Alessandro estaban en un hotel, pero Gabriele se quedó en nuestra casa, y Alma no hacía otra cosa que andar detrás de él, continuamente, sin darse cuenta que esa pequeña diferencia de edad, ahora, en la tierna infancia, es como un siglo.
Recuerdo, cada vez que nos encontrábamos, normalmente, cada año, en verano, cuando nosotros viajábamos a Italia, a pasar algunos días, que encontrarme con Alessandro y hablar con él, debatir y reflexionar sobre lo divino y lo humano, me hacían avanzar, progresar, dar un salto. Él me enseñó muchas cosas, me descubrió autores, libros, cineastas ocultos. Me hablaba de Stephen King, de Philip Dick, porque yo estaba, lo sigo estando, obsesionado con el tema de la fusión fría, de la inmortalidad, de esa posibilidad de trascender la finitud decretada con antelación a nuestro nacimiento. Le hacía gracia, le divertía verme entusiasmado por algo tan banal e imposible como eso. Sin embargo, ese fuerte convencimiento que advertía en mi le hacían tomárselo, tomarme, en serio. Debió de ser en alguno de aquellos momentos cuando decidió llamarme, denominarme, La Pompadour. Sí, su amigo Jesús se había convertido en Madame la Pompadour. ¿Por qué? Pues no lo sé, tal vez por lo que decía hace un rato, eso de ser algo neurótico, demasiado sensible, poco acomodaticio, nada adaptable, ni a la sociedad, ni a las cosas de la vida cotidiana. A mí, esa denominación me hacía reír un montón, y también me hacía sentirme orgulloso, porque eso demostraba hasta qué punto mi amigo pensaba en mí. Creo que me conocía bastante bien, e intuía, o sabía algo, de los fantasmas que están en torno mío. 
De la misma edad, algunos meses mayor yo que él, hemos transitado un mundo que ya nada tiene que ver con el que vivimos hoy. Su sabiduría política, sus consejos, nunca dictados como tales, me han hecho tener un punto de vista, frente a los procesos históricos que estoy viviendo en mi país, alejado de cualquier tentación endogámica o de carácter nacionalista. Al final, él y yo, creo que somos algo libertarios.
En estos instantes, mi pensamiento vuela hacia Alessia y Gabriele, que han sido lo más importante para Alessandro. Ellos son, desde ahora, nuestra referencia, y nos sentimos completamente unidos a ellos.
No puedo seguir escribiendo, las imágenes y los recuerdos se me agolpan y me lo impiden, sabiendo que hoy te has convertido sólo en un puñado de cenizas. Eso me revienta, y también el haberme sido imposible ir a despedirte, que es lo que hago ahora, como buenamente puedo. Me vienen a la cabeza las estrofas de la vieja canción que empieza a sonar al final de una película que Alessandro y yo amamos, Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, de Stanley Kubrick, claro, como no podría ser de otra manera. Algo así como: " Volveremos a encontrarnos, no sé dónde, no sé cuando..."  En cualquier caso, mi querido amigo, para siempre, Alessandro, La Pompadour ya no está, se ha ido contigo.







LA POMPADOUR YA NO ESTÁ 
LA POMPADOUR GIÀ NON C'È 

Scrivere è sempre un regolamento di conti, soprattutto con sé stessi. Scappare, minimizzare il malessere che ci accompagna dal momento in cui cominciamo a essere coscienti. Eppure è un piacere immenso al quale non potrei mai rinunciare. Anche se adesso, nell’istante in cui sono seduto di fronte al mio computer, sto per scrivere di qualcosa, di qualcuno, del quale non avrei voluto ancora scrivere, perché il tempo avrebbe dovuto continuare a stare dalla sua parte.
Ascolto jazz, per renderlo più sopportabile, Oscar Peterson, per essere più precisi, una musica e un autore che anche lui amava. Voglio scrivere, se la tristezza e le lacrime non me lo impediscono, alla fine, di uno dei migliori amici che ho avuto nella mia vita, Alessandro Pandolfi.
Lui in Italia e io in Spagna. Milano e Madrid. Città per le quali sia lui che io siamo transitati insieme in certi periodi della nostra vita. Per quanto lui, il mio caro amico, ormai non potrà più farlo. E non potrà più farlo perché se n’è andato, e se n’è andato, sicuramente, per sempre, come tanti altri, nella successione incessante e permanente che determina quella che quando noi ci siamo non c’è, e quando c’è noi non possiamo esserci.
Conobbi Alessandro, lo vidi per la prima volta, un mattino di fine novembre del già lontano 1991, se la mia memoria, i miei neuroni un po’ logori, e fusi, non mi ingannano, all’Università Complutense di Madrid. Con alcuni amici avevamo organizzato un seminario nella Facoltà di Filosofia intitolato, in modo un po’ magniloquente, “Ristrutturazione del capitale, anni 1960-1990”, al quale partecipavano intellettuali italiani, francesi e spagnoli, accompagnati dai collettivi sindacali della SEAT e della EMT, che in quel periodo stavano portando avanti lotte importanti. Il seminario dava continuità a quello che avevamo tenuto un anno prima a Parigi, con Antonio Negri, Michael Hardt, Gian Carlo Pizzi e Maurizio Lazzarato, tra gli altri. Eravamo giovani, anche se io non così tanto, desiderosi di impregnarci delle esperienze politiche italiane degli anni Sessanta e Settanta. Su indicazione e raccomandazione dell’amico Gian Carlo, che per me fu indispensabile in quel seminario parigino, Alessandro Pandolfi, amico di Pizzi di lunga data, partecipò a quell’evento come conferenziere. Ci fu subito feeling tra noi due. Tanto che nel corso dei tre giorni in cui si tenne il seminario ci vedemmo di continuo, lo invitai a casa mia e condividemmo ore meravigliose. Da allora Alessandro entrò nella mia vita per non uscirne più. Ci incontravamo in occasione dei seminari internazionali della rue Vaugirard, a Parigi. Un anno in cui le cose, sul piano sentimentale, per me erano andate a monte, mi invitò a casa sua a Milano, viveva da solo. E conobbi la sua compagna, con la quale condivideva la sua vita già da alcuni anni, Alessia. Una donna incantevole e allegra che conquistò subito la mia simpatia.  Già allora Alessandro mi insegnò alcune cose sui rapporti umani, in generale, e in particolare sui rapporti tra uomini e donne. Scoprii un cinefilo come lo ero già io, anche se le sue conoscenze in campo cinematografico mettevano in evidenza un’erudizione enorme. Parlammo di un regista che sia lui che io amavamo fino a sfiorare l’adorazione, Stanley Kubrick. Alessandro era sempre avanti, sapeva sempre tutto.
Da quel momento iniziammo a frequentarci, superando sempre la lontananza che ci separava. La nostra amicizia andò in crescendo. Feci altri viaggi a Milano per incontrare lui e Alessia. La casa era un’altra, lui e Alessia ormai vivevano insieme. E poi furono loro a venire nella mia città, a Madrid, una fine dell’anno, molto, molto speciale, con altri amici italiani, che passammo in una trattoria, Carmencita, dove io andavo a mangiare da oltre venticinque anni, e ai cui tavoli si erano seduti, in altri tempi, sotto i paralumi che emettevano luce a gas, scrittori quali Ramón María del Valle Inclán o Federico García Lorca. Alla fine della cena, Alessandro, lasciandosi andare all’allegria che quel gruppo sprigionava, stappò una bottiglia di champagne, lanciò il suo liquido prezioso su tutti e finì abbracciando la cameriera che assunse un’espressione di circostanza. Non me lo sono dimenticato.
Nel 1999 mi trasferii a vivere nella sua città, Milano, perché un anno prima avevo conosciuto una ragazza italiana, Roberta, con la quale avevo iniziato a mantenere una relazione. In quel periodo breve ma intenso, di oltre sei mesi, che trascorsi in quella città che di notte, in alcuni quartieri, mi ricordava Mosca, i rapporti di amicizia si fecero più stretti, com’è logico, perché vivevamo nella stessa città. Scoprii un Alessandro che non era solamente il grande intellettuale che sapevo che era, già da alcuni anni, scoprii un Alessandro più vicino, caro, affettuoso, speciale e unico. Nelle nostre conversazioni, imparavo sempre qualcosa di nuovo, mi faceva riflettere su elementi che io non avevo tenuto in considerazione al momento di mettere a fuoco questo e quell’argomento. Sorrideva continuamente, il mio carattere un po’ nevrotico e ossessivo lo divertiva. Così come la mia ipocondria. A poco a poco iniziavo a rendermi conto fino a che punto stava incominciando a conoscere il mio carattere e il mio modo di essere. Forse lui stesso era un po’ così. A ogni modo, mi rivolgevo sempre a lui per ricevere dei consigli su un’infinità di questioni. E naturalmente volli averlo al mio fianco, come testimone, come appoggio fondamentale, quando sposai Roberta, vicino a Urbino, dove lui era professore all’università. E dove una mattina, d’estate, non ricordo di quale anno, volli andare, volli essere presente, ascoltarlo, a una delle sue lezioni, in occasione dei corsi estivi che impartiva. Lì mi resi conto di quanto fosse grande, della capacità che aveva di trasmettere la sua conoscenza, ed ebbi pure la sensazione che quei giovani non erano coscienti di stare di fronte a qualcuno molto speciale, che non era uno dei tanti professori. Immagino, come succede quasi sempre, che con il passare del tempo si saranno resi conto della fortuna che hanno avuto ad averlo conosciuto. Conservo ancora gli appunti, presi in italiano, non so come, a quella velocità, di quella lezione, per me memorabile.
Nel breve periodo in cui abitai nella sua città, estate inclusa, in cui le zanzare non smettevano di assillarci, dentro e fuori dall’appartamento in cui vivevamo io e Roberta, ebbi la fortuna di scoprire, grazie a lui, una zona dell’Italia dalla quale rimasi affascinato per sempre, la Costa Ligure. Lui e Alessia ci invitarono nella loro casa di Santa Margherita, un angolo speciale dove le attrici e gli attori del cinema americano, negli anni Quaranta e Cinquanta del secolo scorso, andavano a finire per annegare le loro angosce e altre cose nell’alcol che veniva versato in feste molto private. Quella volta in macchina, con loro, da Milano, passammo per Rapallo, luogo di risonanze nitzscheane e freudiane, dove mi fece conoscere una gelateria, una specie di palazzo con tutti i gusti e le possibilità del mondo, una memoria che conservo ancora dentro di me.
Viaggiai altre volte, in treno, a Santa Margherita, e ricordo come tremavo per l’emozione arrivando al binario, quando il convoglio, uscendo dal tunnel, si fermava e leggevo il cartello scritto con la pittura bianca sulle pietre di uno dei muri laterali della stazione. Come quella volta che era appena venuto al mondo Gabriele, un piccolo ranocchio, tranquillo, che il mio amico sollevava fino al cielo con le sue braccia, pieno di felicità.
Le immagini, i ricordi, la sua voce, la sua affettuosa accoglienza, ogni volta che ci vedevamo, si impongono, in modo chiaro, sulla tastiera asettica su quello che sto scrivendo.
Alcuni anni dopo arrivò Alma, quattro anni più piccola di Gabriele, e mentre passavano gli anni, e tutti e due crescevano, una specie di desiderio non detto faceva sperare che magari un giorno le strade di quei due bambini avrebbero potuto arrivare a incrociarsi, chi lo sa...
Di fatto siamo stati insieme, le due coppie e i due bambini, in più di  un’occasione. L’ultima, che è stata pure l’ultima volta in cui ho visto il mio caro amico, fu quando vennero tutti e tre a Madrid, nel dicembre del 2015. Alessia e Alessandro dormirono in un hotel, ma Gabriele rimase a casa nostra, e Alma non faceva altro che andargli dietro, di continuo, senza rendersi conto che quella piccola differenza d’età, adesso, nella tenera infanzia, è come un secolo.
Ricordo, ogni volta che ci incontravamo, più o meno ogni anno, in estate, quando noi andavamo in Italia per alcuni giorni, che incontrare Alessandro e parlare con lui, dibattere e riflettere sul divino e l’umano, mi faceva avanzare, progredire, fare un salto. Lui mi ha insegnato molte cose, mi ha fatto scoprire autori, libri, cineasti nascosti. Mi parlava di Stephen King, di Philip Dick, perché io ero, e continuo a essere, ossessionato dalla questione della fusione fredda, dall’immortalità, da quella possibilità di trascendere la finitezza decretata con anticipo alla nostra nascita. Gli piaceva, lo divertiva vedermi entusiasta per una cosa così banale e impossibile come quella. Eppure quella forte convinzione che avvertiva in me faceva sì che prendesse l’argomento, che mi prendesse, sul serio. Dovette essere in uno di quei momenti quando decise di chiamarmi, di soprannominarmi, La Pompadour. Sì, il suo amico Jesús era diventato Madame La Pompadour. Perché? Ma... non lo so, forse per quello che stavo dicendo poco fa, il fatto di essere un po’ nevrotico, troppo sensibile, poco accomodante, per niente adattabile, né alla società né alle cose della vita quotidiana. A me quel soprannome mi faceva ridere un sacco, e mi faceva sentire anche orgoglioso, perché dimostrava fino a che punto il mio amico pensava a me. Credo che mi conosceva molto bene, e intuiva, o sapeva qualcosa dei fantasmi che mi stanno intorno.
Della stessa età, io più grande di alcuni mesi, siamo transitati per un mondo che già non ha nulla a che vedere con quello in cui viviamo oggi. La sua saggezza politica, i suoi consigli, mai dettati come tali, mi hanno fatto avere un punto di vista, di fronte ai processi storici che sto vivendo nel mio paese, lontano da qualsiasi tentazione endogamica o di carattere nazionalistico. Credo che io e lui, alla fine, siamo stati un po’ libertari.
In questi istanti, il mio pensiero vola verso Alessia e  Gabriele, che sono state le persone più importanti per Alessandro. Sono loro, d’ora in avanti, il nostro riferimento, ci sentiamo vicini a loro e a loro ci stringiamo. 
Non posso continuare a scrivere, le immagini e i ricordi si vanno ammassando e me lo impediscono, sapendo che oggi, Alessandro, sei diventato un pugno di cenere. E questo mi ammazza, e anche il fatto che sia stato impossibile per me salutarti per l’ultima volta, che è quello che faccio adesso, come meglio posso. Mi tornano in mente le strofe della vecchia canzone che inizia a suonare alla fine di un film che io e Alessandro amiamo, Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, di Stanley Kubrick, chiaro, come non potrebbe essere altrimenti. Che dice più o meno così: “Torneremo a incontrarci, non so dove, non so quando...” A ogni modo, mio caro amico, per sempre, Alessandro, La Pompadour ormai non c’è, se n’è andata con te.

(traduzione di Roberta)




viernes, 3 de febrero de 2017

LA BARBARIE Y LA GUERRA


Que la barbarie representa ausencia de cultura y civilidad es algo bien sabido, también que conlleva altas dosis de crueldad por parte de quien se encuentra sumida en ella. Sin embargo, no por ello la barbarie ha desaparecido de nuestro horizonte, cuando llevamos algunos siglos de lo que podríamos denominar civilización, todo lo contrario. Sin tener que retrotraernos a las salvajadas y a las matanzas en serie de las dos guerras del siglo XX, que pusieron en duda el supuesto alto grado de civilización ya alcanzado por la especie humana, nos seguimos encontrando inmersos en esa pertinaz pulsión de aniquilar al otro.

Las noticias y las imágenes que nos llegan de la guerra en Siria, y muy en concreto de la ciudad de Alepo, nos indican que nada o muy poco ha cambiado. No me resisto, una vez más, a traer aquí la recomendación de seguir leyendo a uno de los clásicos, con los que más empeño muestran los mass media e incluso las academias, de cualquier tipo, en hacernos creer que está ya pasado de moda o que sus teorías están más que superadas. Sí, me refiero al judío vienés, al Doctor Sigmund Freud. Él ya nos advirtió en sus escritos de la delgada capa que nos separa de esa pulsión originaria de matar. Apenas se rasca un poco, sale ese predador que se esconde adormecido tras décadas de represión, en el buen sentido, cultural. No sólo lo vemos en los conflictos armados, también en la cotidianidad de las sociedades más avanzadas que, por ahora, parecen estar a salvo de las matanzas en serie de congéneres. Me refiero a la violencia de género, al goteo incesante e imparable del asesinato, a manos de los predadores machos, de mujeres: jóvenes, medianas o maduras. No obstante, no me quiero detener ahora a analizar esta pertinaz violencia que, quien sabe si podría tener que ver con algo que el descubridor del psicoanálisis analizaba a finales del siglo XIX, que ponía en relación a la neurósis de pánico y el coitus interruptus. Dejémoslo ahí.

El horizonte capitalista del siglo XXI empieza a encontrarse con algunos topes materiales insuperables. El consumo desaforado de energía basada en el petroleo acabará más pronto que tarde, con lo que el bienestar que conocemos hoy, en las sociedades occidentales, sobre todo, se verá seriamente amenazado. La crisis energética y la crisis de un modelo basado en el consumo permanente de los recursos limitados del planeta que habitamos, hará que cambie el paradigma sobre el que hacemos nuestras previsiones y nuestras teorizaciones. Un mundo incierto y nada previsible está ya ante nuestros ojos. Es entonces cuando la guerra interviene para indicarnos por dónde van a ir los tiros. 

Entre la gran guerra de 1914-1918 y la segunda guerra mundial, pasaron sólo veinte años. Ahora, podemos comprobar que desde la finalización de la última han pasado ya más de setenta años. ¿Qué nos indica ésto?, algo muy simple. El capitalismo se ha extendido a lo largo y a lo ancho del planeta, eso que los media, de manera algo frívola, llaman la globalización, así que, con mucha seguridad, no será necesario que utilice la consabida carta de provocar una conflagración a escala mundial para asegurar su cuota de beneficio. El capitalismo ha mutado, es otro. La mercancía no es sólo una, como en la época de la acumulación originaria, aquella que Marx analizara en el libro primero del capital. Ahora, en nuestros días, la reproducción a escala ampliada se ha materializado. Toda la sociedad, todas las sociedades, producen y reproducen capital. Tiempo de trabajo y tiempo de ocio están dentro de la esfera de la reproducción ampliada. También las mercancías materiales e inmateriales. Marx  lo analiza, ya sea en los Grundrisse, ya sea en el capítulo sexto, inédito, del libro primero del capital. El mérito, para mí, del sabio alemán, consiste en haber sabido anticipar cuál sería la evolución de un capitalismo que, cuando analizaba la gran industria inglesa, estaba todavía muy lejos de lo que devendría después.

Alepo y los demás conflictos anticipan el sentido de las guerras futuras, aunque el futuro ya está aquí. La literatura de ciencia ficción y las pelis, que pueden mostrarnos imágenes de aquello que las palabras intentan decirnos, han sido y son la fuente más segura de por dónde van a ir las cosas. El escenario de películas como el primer Terminator, no están tan lejanos como nos puede parecer. El conflicto, los conflictos, por la posesión de elementos básicos para la vida, como el agua y las fuentes de energía, van a generar luchas a muerte en cualquier lugar del planeta. El estado de bienestar, tal y como lo concebimos, desaparecerá del horizonte. Focos permanentes de enfrentamiento dibujarán un mapa que ocupará el planeta por completo. La lucha de clases cubrirá todos los aspectos de la vida, no sólo el viejo de la propiedad de los medios de producción. Sin embargo, nada de esto aflora en el debate político. Se habla y se vive como si las cosas no hubieran cambiado ya. Eso es lo que más me sorprende, aunque no tanto. Se discute de la inmediatez, inmediatez que es deudora de ese próximo futuro del que estoy hablando. Se soslayan las grandes cuestiones que implican la salvación o la destrucción de la vida y, por consiguiente, del planeta. La política ha dejado de ser creativa, se conforma con las migajas del día a día, se conforma con nada.

Alepo y otros ejemplos son un aviso, y también una indicación, pero seguimos analizando los conflictos en términos arqueológicos, en términos antiguos, viejos, periclitados. No obstante, la realidad es pertinaz y acaba imponiéndose, y nos daremos de bruces con ella. 



  

miércoles, 16 de noviembre de 2016


UN PRINCIPIO DE CAUSALIDAD MÚLTIPLE


Hay muchas maneras de interpretar las cosas que nos acaecen, aunque una gran parte de la gente tienda a usar los términos de azar, casualidad, destino o fortuna. En realidad todas esas acepciones vienen a significar la misma cosa, hablan de la misma cosa, sin embargo siempre me ha parecido mucho más lógico, mucho más cercano a la razón, considerar que ciertos acontecimientos son sólo el producto del principio de causalidad múltiple.
Hace ya bastante tiempo que siento cómo el veneno dulce y extraño de la pasión de coleccionar objetos recorre mis venas. Soy, en eso, colega de Sigmund Freud y de Auguste Rodin. Ellos, mucho antes que yo, bebieron esa pócima que tal vez, para el común de los mortales, sea sólo eso, una pócima sin mayor trascendencia. Sin embargo, esos ilustres antecesores míos sabían muy bien lo que significa poseer objetos antiguos, atrapar instantes de tiempos pasados donde nuestros antepasados dejaron el rastro de la necesidad de expresar quizás lo más invisible y profundo de nuestro ser. Rodin, situado en primer lugar con más de siete mil piezas, detrás Freud con unas tres mil. El artista y escultor las tenía todas distribuidas por su casa-taller de Meudon, en las afueras de París. Freud, primero en las vitrinas y anaqueles de su estudio, y en la primera fila de su escritorio de la Berggasse 19 de Viena, después en Maresfield Gardens 20 en Londres. Las había hecho trasportar y salvar de la bestia nacional socialista, todas y cada una de ellas, y había reproducido, casi con exactitud, su estudio vienés en la casa londinense donde pudo exiliarse y morir poco tiempo después. A quienes, en cambio, no pudo salvar fue a sus cuatro hermanas, que murieron en los campos de concentración nazis, como tantos millones de seres humanos. Ellos coleccionaban arte antiguo, Babilonio, Griego, Egipcio, Romano. Ninguno de los dos podía dejar que su vida trascurriese sin esos objetos tan amados. Pero ninguno de los dos escribió nunca nada que explicase el por qué de esa pulsión de poseer objetos de la antigüedad. Seguramente, para la mayoría de los seres humanos, saber que el viejo judío vienés se hacía trasportar la mayoría de sus esculturas y objetos antiguos cada año por vacaciones, cuando salía de Viena, los deje fríos o indiferentes. Lo sé, es difícil llegar a comprender algo de esas características si no se ha probado ese veneno del que hablaba antes.
Pero no es el arte de la antigüedad lo que a mi me impulsa a poseer objetos bellos. Mi gusto está más cercano en el tiempo, está materializado en los objetos de los años Veinte y Treinta del pasado siglo, en ese estilo al que dio nombre la Exposición Internacional de Artes Decorativas e Industriales Modernas de París de 1925, el llamado Art-Déco. Son, para mí, los años dorados del diseño a todos los niveles, jamás superados. Los nombres de esos artistas resuenan siempre en mi cabeza; citaré algunos: Lalique, Hunebelle, Degué, Muller Freres, Etling, Sabino, Daum, Le Verrier, Le Faguais, Baccarat, Lemanceau, Robj... Dentro de las artes que desarrollaron, el vidrio es una de ellas. Y ahí es donde quiero llegar para contar una historia particular. 
Hace ya algunos años que, en el stand de unos anticuarios que conozco desde hace bastante tiempo, en una de las pocas ferias en las que ellos han llegado a participar, me encuentro de sopetón con una pequeña y coqueta lámpara de mesa. La tulipa, en forma de obús, tiene un diseño realmente interesante, diseños geométricos que reproducen frutas y plantas exóticas, está firmada por uno de los artistas que he señalado antes: Muller Freres, de Luneville. Así viene estampada, en relieve, en uno de los bordes del cristal. Me enamoro enseguida de ella. Sin embargo, algo incrédulo, pregunto a mis amigos anticuarios, Paco y Lola, cómo demonios no he visto antes la lámpara en la tienda que ellos tienen en la zona del Rastro madrileño. Una cierta sonrisa se dibuja en el semblante de Paco, que unos instantes después se materializa en una explicación precisa. No es, como yo había llegado a intuir, que se tratara de una nueva adquisición y por eso no la había visto en su tienda. La explicación es más, como diría, graciosa y prosaica. En realidad, la lámpara llevaba en las manos de los anticuarios hacía ya algunos años, aunque nunca había iluminado la tienda. La razón era una de aquellas que estos profesionales de la belleza y los objetos antiguos guardan con sumo celo. En sus periplos viajeros, a la búsqueda de objetos deseados y perdidos en el devenir del tiempo, recalan en distintos espacios donde pueden encontrar aquello que buscan, aunque no siempre suceda así. Una vez de vuelta, y antes de proceder a rellenar la tienda con los nuevos objetos adquiridos, se produce una criba, una selección particular, de la que nadie tendrá noticia jamás. Sustraen a la clientela aquellos objetos que los propios anticuarios seleccionan para su colección privada. Renuncian así a la conversión dineraria que esos objetos poseen. Eso es lo que a la lámpara en cuestión le había acontecido, había ido a parar a los fondos privados de ellos. No siempre es así, a veces, dicho por ellos mismos, al objeto le dan alguna oportunidad, un cierto tiempo de exposición en la tienda. Si pasado ese tiempo nadie se interesa por él, pasa a engrosar automáticamente la colección de los anticuarios. Eso sucedió con una maravillosa Esfinge de porcelana, de color verdoso, que tal vez representara, en la época, años veinte del pasado siglo, el reclamo para vender alguna marca de algún perfume determinado, no lo sabemos. La Esfinge estuvo algún tiempo en el escaparate de la tienda, sin que nadie se interesara por ella de manera precisa. Bueno, nadie, menos yo mismo, que enseguida mostré una particular atracción hacia ese rostro impenetrable. Sin embargo, un factor trivial, pero determinante, hizo que yo no pudiera soñar con adquirirla. La falta de liquidez monetaria me impedía proceder a su compra. Entonces sucedió lo irreparable, aunque es verdad que no siempre tiene porqué ser así, los propietarios, los anticuarios, una vez expirado ese tiempo que le habían dado a la Esfinge, decidieron que pasara, para siempre, a su colección privada, y nunca más he vuelto a tener noticias de ella. Sin embargo, en el caso de la obus lamp de la que estamos escribiendo, la cosa fue de la otra manera. Desde el principio, fue sustraída a la posibilidad de ser adquirida por cualquiera que pasara por la tienda. Pero hete aquí, que la liquidez monetaria también, en ciertos momentos, atraviesa la vida de esos profesionales de los objetos antiguos. Y esa es la razón por la que aquella tarde de otoño, de hace algunos años, la lámpara de Muller Freres aparecía colocada sobre uno de los muebles que ellos habían instalado en el stand de la feria en la que participaban. La habían sacado a la venta, así de simple, así de sencillo. Y allí estaba yo, dispuesto a no darle ninguna posibilidad de ser vendida a otro coleccionista o que volviera a la obscuridad de la privacidad de sus propietarios. Y eso es lo que hice, la adquirí para mi propio deleite, para que me acompañase en mi vida.
Pasa algún tiempo, no demasiado. Un día, mientras estoy limpiando la tulipa, ese obús redondeado de cristal, se me escapa de las manos como un pez escurridizo y estalla contra el suelo, rompiéndose en varios pedazos, inservible, irreparable. Durante algunos minutos me quedo inmóvil, incrédulo, por lo que acaba de pasar. Casi ni mi atrevo a mirar hacia la tarima del pavimento, que no ha podido amortiguar la caída y preservar el cristal. Poco a poco, me voy dando cuenta de la pérdida irreparable que me acaba de acontecer. Sí, irreparable, porque no es que en el mercado circulan decenas o miles de obus lamp como la que acababa de perder. Sé, por Paco y Lola, que algunos objetos que ellos han encontrado, no los vuelven a encontrar nunca más. Se añade, además, otro factor importante. Poco a poco, en esos años, el interés por el Art-Déco ha ido decayendo, los objetos de los años Cincuenta y Sesenta del Siglo Veinte pasan a ocupar el puesto que antes ese arte ocupaba en el mercado de los objetos antiguos. Pero hay otra cosa que aumenta la dificultad de volver a encontrar ese precioso objeto que acababa de perder. Durante algunas décadas, el Déco se ha ido adquiriendo en el mercado mundial de antigüedades de manera bastante prioritaria, frente a los objetos de otros períodos. Eso hace que esos objetos vayan desapareciendo de la escena y que mis amigos anticuarios, como el resto de esos profesionales, tengan cada vez más problemas para encontrarlos. Así que empiezo a resignarme, y a pensar que nunca más volveré a tener en mis manos esa obus lamp tan bella. Sin embargo, siempre queda esa magia llamada Internet. Sí, ese mercado virtual que alcanza cualquier rincón del planeta. De hecho, las tiendas físicas, sobre todo en los Estados Unidos, han ido cerrando y pasándose a la red. La reducción de costes, en primer lugar, y la posibilidad de llegar a todas partes, en segundo, hacen que el mercado físico se vaya reduciendo poco a poco. Aunque en Europa las cosas vayan más despacio en ese sentido. 
Los años pasan, la búsqueda, física y virtual, no da ningún fruto. Hay que señalar, también, que el pie de hierro de la lámpara está intacto. Ahí siguen los diseños de círculos y semicírculos que pueblan todo el pie y los brazos que sujetaban la tulipa de cristal. En este punto es conveniente decir que esos pies no son intercambiables, es decir que la obus lamp tiene unas medidas que hacen que encaje perfectamente en los tres brazos que tiene ese soporte diseñado ex profeso para esa tulipa. Por lo tanto el pie queda huérfano, ninguna otra tulipa va a encajar en él. Así que lo deseable sería encontrar la tulipa sola, ya que el pie sigue con nosotros. De repente, una tarde, ya han pasado seis años desde que se hizo añicos, Roberta me sorprende con una inesperada noticia. Ella, incansable en su búsqueda por Internet, la acaba de encontrar. Pero existe una pequeña pega, no se puede adquirir, así, sin más. Hay que participar en la subasta en la que la tulipa se encuentra metida. Esto nos produce inquietud y preocupación. Hay que decir que las subastas en la red pueden deparar muchas sorpresas. Puedes llegar a adquirir un objeto, sea lo que sea, antigüedad o no, a un buen precio, mucho mejor que adquirirlo en una tienda, pero también puede pasar lo contrario, las pujas pueden ser muchas y pueden elevar el precio hasta un absurdo, haciendo así que las posibilidades de adquisición se vayan al garete. Los días que faltan para que la subasta termine pasan con lentitud, vamos observando que las pujas no elevan el precio de salida apenas y eso, lo sabemos, es un buen indicador. Sin embargo, también sabemos que en los últimos minutos pueden llegar pujas que eleven el precio y hagan inalcanzable el objeto que uno persigue. Apretamos los dientes, mantenemos la respiración y ¡¡¡zas!!! La obus lamp, de nuevo, es nuestra. El precio, completamente asequible, permite que hayamos podido apostar y que, por fortuna, nadie haya superado nuestra puja. No está lejos, en algún rincón de la vieja Europa, en Alemania para más señas. Eso hace que mi cabeza se detenga, por unos instantes, en ese país. Siendo el cristal un material tan frágil, me sorprende que haya podido llegar intacta hasta nuestros días, después de el vendaval y la guerra que arrasaron ese país y todo el continente, pero ese sería otro tema que podría distraer la atención en esta historia que estoy tratando de contar. 
La lámpara, idéntica a la otra, con la firma de los artistas, Muller Freres, llega a Madrid. De nuevo, vuelve a acompañar nuestras vidas. Sin embargo, no acaba aquí la historia de la obus lamp. Sí, todavía el principio espinosiano de causalidad múltiple no ha completado su trabajo. 
Deben haber pasado casi cuatro años desde que la obus lamp vuelve a estar en casa. Y una mañana, como cualquier otra, sin pensarlo, la tulipa vuelve a hacerse añicos. ¡No puede ser!, me digo con enorme desazón. ¿Qué ha ocurrido? Muy fácil, una persona ajena a la casa, de modo accidental, la ha roto. Así de simple y de contundente. En todo este tiempo, una vez que la conseguimos en la subasta ya mencionada, he podido hablar con Paco y Lola, que se alegraron de saber que la habíamos vuelto a recuperar, y siempre me decían lo mismo, nunca la hemos visto. En ninguno de sus viajes, en todos esos años, se han encontrado con ella.
De nuevo, vuelta a empezar. Sí, pero mis dudas aumentan, ninguna esperanza atisbo en volverla a encontrar. Ya fue una inmensa casualidad que volviese a aparecer, otra vez, después de una larga espera de seis años. Esta vez, las palabras de mis amigos anticuarios resuenan con fuerza en mi cabeza. Si, como ellos dicen, a veces, casi todas, en muchísimos años, no vuelven a encontrarse con ninguno de los objetos que han vendido en alguna ocasión, que eso suceda, después de haber tenido la fortuna de haberla encontrado otra vez, de nuevo, destroza cualquier cálculo de probabilidad. No obstante, la resignación, para los que hemos probado ese veneno del que hablaba al principio, tal vez no exista, o mejor diría, que no debe existir. En eso, los dos insignes coleccionistas que he citado más arriba, Rodin y Freud, seguramente coincidían. Nada sé de cierto en ese sentido, aunque alguna historia de algún objeto que Freud perdió y volvió a recuperar, pueda sonarme, o tal vez la esté inventando en mi memoria.
El arte, tal vez sea eso, quiero pensar, es terco. Y tal vez los que creemos que en el arte y en la belleza de las cosas, y también de las personas, esté la posibilidad de sustraerse a la barbarie que nos acecha, estemos más propensos a toparnos con él continuamente. Tal vez por ello, una vez más, tan sólo dos años y medio después, la añorada obus lamp de esos artistas únicos, Muller Freres, como otros que ya cité, vuelve a aparecer, casi invisible, en la red de redes, Internet. Y de nuevo, una subasta de por medio, y de nuevo, sí, de nuevo, casi nadie, para nuestra fortuna, va a pujar por ella. Está en algún rincón de Francia, en el país donde la ciudad de Luneville, donde trabajaron esos artistas, resonaba con fuerza en esa época dorada del diseño, en esas dos décadas que como un mágico paréntesis se interponen entre dos enormes carnicerías, la Gran Guerra y la Segunda Guerra Mundial.
La obus lamp vuelve a encontrarse con su pie, como el zapato de cristal de Cenicienta, huérfano en dos ocasiones. El principio de causalidad múltiple ha completado, esperemos, su trabajo. Espinosa, como en otras ocasiones, de manera algo extraña en este caso, ha acudido en mi ayuda. Su principio, que rige los destinos de las cosas y de las personas, con un sinfín de pequeñas coincidencias que deben darse para que pueda completarse, vuelve a hacerse presente en esta pequeña historia que acabo de narrar.