domingo, 28 de febrero de 2016

EN EL LABORATORIO



Siempre he sentido una admiración sin limites por la ciencia, por la investigación, por las gentes que dedican su vida a tratar de entender el por qué de las cosas, por qué suceden unas y otras no. Tal vez, mi pasión por la filosofía y todo lo que aprendí cuando acudía, emocionado, por libre, sin ninguna pretensión de hacer ningún examen, ni aspirar a ningún título, a la vieja facultad de la complutense en los últimos años de la dictadura, tratando de escapar del pensamiento uniforme y gris que imponía el régimen franquista, ese deseo de conocer y de hacerme preguntas sobre todo esté en el origen de esa admiración por los científicos. En cualquier caso, poco o nada sé sobre esta materia, aparte de haber leído artículos de divulgación general, haber visionado documentales y alguna que otra película. Sin embargo, conociendo a alguna de esas personas que tienen la inmensa suerte de trabajar con la vida y sus misterios, me he permitido siempre, medio en broma, medio en serio, a modo de boutade, el atrevimiento de hacerles preguntas sobre esto o sobre aquello, incluso haciéndoles entender que igual no estaban yendo por el camino más adecuado en la búsqueda de remedios contra esos virus letales y casi inmortales, como el AIDS o el Ébola, en el sentido de que igual no habría que tratar a esos entes abstractos, y casi metafísicos, como enemigos y que a lo mejor habría que unirse, como en el viejo refrán, a ellos. Divagaciones por mi parte y, con toda seguridad, fuera de lo que debe ser la lógica y el método de trabajo científico. Ciertamente imbuidas por esa ansia de inmortalidad que siempre me ha atravesado desde que tengo uso de razón. Inmortalidad no tanto en oposición al miedo atávico humano a la muerte, que también, sino a la duración, a la temporalidad de la vida. Al instante ínfimo que representa nuestra exigua aparición en el teatro del mundo.
Pero el otro día, sin esperarlo, como las sorpresas, se me presenta una oportunidad que no voy a dejar escapar por nada del mundo. Después de haber comido en compañía de amigos varios, donde está también mi amiga María, tengo la suerte de que está sentada a mi lado, justo a mi izquierda, y la conversación, por lo tanto, se hace más fluida con ella. Varios temas se ponen sobre la mesa. María es una apasionada del arte y de la estética, y en eso también coincidimos ella y yo, en mi caso, por mi propio trabajo como pintor. En un cierto momento, como no podía ser de otra manera, hablamos de su trabajo, de lo que está haciendo como bióloga molecular que es. Y ahí surge la sorpresa, la posibilidad. Cuando me hace saber que se le está haciendo tarde y que es hora de que vuelva a su puesto de trabajo a hacer algunas "cosillas", me sorprendo. "¿Cómo, trabajas también el sábado por la tarde?", le digo con asombro. Ella, esbozando una cierta sonrisa cómplice, me responde: "No, es sólo que debo mirar unas células embrionarias de ratón que corren el peligro de morirse, y no pueden esperar al lunes". En medio de sus explicaciones, María se da cuenta, seguro que mis ojos, aunque no puedo verme, chisporrotean llenos de expectación, de que ardo en deseos de visitar el laboratorio. Aunque de entrada ya me ha ofrecido la posibilidad de que eso ocurra en cualquier momento, las cosas se van a precipitar cuando de sus labios oigo: "¿Quieres venir ahora, me acompañas?" A lo que yo, sin dudarlo ni una milésima de segundo, respondo con un "Sí, por supuesto", con los ojos abiertos de par en par, al menos esa es la sensación que tengo tras exprimir mi respuesta más que afirmativa.

Estamos ya en su coche, camino del CSIC, en la Universidad Autónoma, donde dicho centro tiene algunas de las dependencias que también hay en otras zonas de la ciudad. Afuera, el tiempo ruge. La lluvia, el viento y las nubes bajas de distintas tonalidades grises me hacen pensar, por un instante, en el cuadro de Rousseau el Aduanero, "Surprise", donde un tigre de ojos sorprendidos trata de avanzar en medio de un temporal que desagarra todo el cuadro. Hay tráfico en esta tarde de sábado, de perros. La carretera se la tragan las ruedas de su coche. No tengo ni idea dónde me encuentro, sé en que dirección está la Autónoma pero me siento tan emocionado que tengo la impresión de estar viajando en dirección a un sitio completamente desconocido.
Cuando descendemos frente al busto del Premio Nobel Severo Ochoa, delante de las dependencias del CSIC, el intento de desplegar mi paraguas es totalmente fallido, se vuelve hacia atrás y corro el riesgo de que se parta. Trato de agarrarme a mi amiga, que tiene una considerable altura, yo creo que sobrepasa el 1,80, cogiéndome a su figura protectora. Así, pertrechados, sin poder servirnos de mi pequeño paraguas, avanzamos en medio del vendaval hasta las puertas de la institución. Franqueamos el torniquete que impide la entrada a los intrusos gracias a su tarjeta de empleada del centro. Los vigilantes apenas se inmutan ante mi presencia. Todo me parece un poco aséptico, pasillos largos con paredes en tonos pasteles sin más decoración que los carteles que explican la estructura del DNA y otros asuntos más complejos del mundo científico. Eso sí, todo en estricto y riguroso idioma inglés, que es la lengua en la que se comunica la denominada comunidad científica internacional. Efectivamente, le pregunto a María y me confirma que sin el dominio de dicho idioma es imposible poder trabajar en la institución. Pura convención, me digo. Mi amiga me lleva hasta su despacho, un pequeño habitáculo que comprende su escritorio y las mesas donde trabajan los estudiantes y becarios que dependen de ella. Los anaqueles están abarrotados de contenedores de cristal y de plástico de distintas formas y tamaños. Algunos de ellos están medio llenos de fluidos de distintos colores, donde predominan los rojos y ocres, aunque hay algunos con tonalidades azules. Delante del escritorio de mi amiga, una ventana estrecha y rectangular se abre hacia un horizonte maravilloso, al final del cual puedo divisar, muy a lo lejos, las siluetas empequeñecidas de las inquietantes cuatro torres de la Plaza de Castilla. Conozco bien su fisonomía porque he trabajado sobre tres de ellas hace ya algunos meses. María dice que ese horizonte le gusta y la relaja. Mientras ordena algunas cosas para empezar a hacer lo que ha venido a hacer, mi cabeza empieza a perderse en en este mundo cerrado y ajeno a la realidad. Y aún no he visto nada. 
Salimos y me enseña algunos habitáculos. Enseguida mi vista repara en ese símbolo, que ya he visto en las películas de ciencia ficción, extraño y universal, de diseño preciso, que, a modo de pegatina, está adherido a muebles y utensilios que voy viendo, y que nos indica que estamos en una zona de bioseguridad. Entro en recintos donde hay recipientes que contienen cosas a -150º. Destapa uno y el vapor helado emerge hacia la superficie. Los he visto en películas, pero nunca tan de cerca y tan reales. Me asegura que, a esa temperatura, se pueden congelar cuerpos humanos. Mi pensamiento se va hacia Ubik, la novela de Philip K. Dick que tanto amo y sus frigovainas. Me dejan algo frío estos contenedores que tienen un cierto mal aspecto, con desconchones y rayajos, que quizás no me esperaba. La visita prosigue hasta la zona donde están los frigoríficos que contienen las células y bacterias que sirven para los trabajos con las manos que llevan a cabo los técnicos científicos. Porque eso es otra cosa que descubro. Los que se ocupan de estudiar y escribir artículos sobre los más diversos asuntos de la ciencia y que compiten ferozmente para ser publicados en las revistas científicas más prestigiosas, no trabajan con las manos, no manipulan las células, las bacterias o los virus. Eso lo hacen los que denominan técnicos. Pero a María, que no tendría por qué hacer el trabajo que ha venido a hacer esta tarde, le gusta el trabajo de manos, como ella misma me dice, y lo hace con cierta asiduidad. Saca de uno de los frigoríficos las células embrionarias de ratones, que tanto le preocupaban durante la comida, para ver en qué estado se encuentran. Acerca el frasco de plástico transparente hasta la base de uno de los microscopios que se encuentran a lo largo de una mesa rectangular y observa detenidamente. La oigo decir que están bastante bien, creo que se alegra, yo también. Después, me invita a aproximar mis ojos hasta ese instrumento precioso para poder observar yo también lo que ella acaba de mirar. Miro y no logro ver nada, sólo una luz al fondo y nada que observar. A una cierta indicación de mi amiga, me doy cuenta que mis ojos están demasiado pegados a las lentes del aparato, así que tengo que retirarme un poquitín. En ese momento empiezo a ver extrañas formas medio transparentes que no me dicen gran cosa. Pero sé que ahí hay vida. Todo permanece inmóvil, silencioso, como cristalitos de hielo, abstractos, sin la precisión geométrica de aquellos.
Ella sigue manipulando, abriendo y cerrando los frigoríficos, tratando de que, a través de fluidos que vierte dentro del recipiente, las células embrionarias se suelten de las paredes donde permanecen pegadas. Su experimento trata de que crezcan ciertas cantidades de células, pero no otras que han crecido y que no sirven para ese fin.
En un cierto momento tenemos que salir a buscar ciertas sustancias, nos despojamos de las batas que nos hemos puesto al entrar pero, antes de abandonar la estancia, tenemos que seguir el protocolo y lavarnos las manos con una sustancia desinfectante. Toda la zona está llena de avisos para que nadie olvide los pasos protocolarios. Al lado de la puerta por donde salimos, María me señala otra que está a nuestra izquierda. Pone nivel tres, eso indica máxima seguridad, virus del Ébola y otros similares de idéntica peligrosidad. Nosotros acabamos de salir del nivel dos.
Volvemos, de nuevo nos colocamos las batas y continua el proceso. En la especie de receptáculo donde trabaja con sus manos, todo se desinfecta para que las células no sufran ningún tipo de contaminación. Una barrera de aire impide que nada penetre hasta la base donde ella hace sus enjuagues.
No quiero distraerla. Sin embargo, durante el tiempo que llevo dentro del CSIC, ya hemos hilado algún discurso. Sobre todo del grado de abstracción de la realidad que implica trabajar en lo que ella trabaja. La realidad científica se impone de manera bastante radical frente a la vida que sigue sucediendo afuera. Intuyo, por lo que me dice, que la mayoría de sus compañeros son unos inadaptados desde un punto de vista social. Las relaciones personales, si acontecen, suceden dentro de los límites de la institución. Me hace reír cuando afirma, con mucha rotundidad, que ella se considera y pasa por ser "bastante normal" frente al resto de la comunidad científica que ronda los tres centenares de personas. 
La sensación de estar fuera del mundo es bastante fuerte. Como artista que soy, le digo que ni de lejos  uno llega a abstraerse o aislarse del mundo de la manera que lo hacen ellos. Al máximo, durante un breve lapsus de tiempo cuando se está concibiendo una obra, un proyecto, una serie, un cuadro. Luego, todo es bastante rutinario, llenar espacios de color, trazar líneas y poco más. El arte, le digo, está más pegado al principio de realidad freudiano que la ciencia. Ella manifiesta el enorme placer que le produce su trabajo, el aislamiento que conlleva, lo comprendo, estoy en condiciones de entenderlo plenamente. No obstante, la pongo en la tesitura de reflexionar hasta qué punto su vida como bióloga molecular es compatible con tener una relación de pareja con hijos. Sobre todo, cuando la pareja no tiene absolutamente nada que ver con este mundo tan complejo y tan ajeno a la realidad cotidiana. Sonríe, sin pronunciar ninguna explicación concluyente. 
Cuando vuelvo a asomarme al microscopio, para ver cómo las células vuelven a estar en su sitio, vivas y coleando, aumenta un poco más, si cabe, mi enorme perplejidad. Una cierta zozobra y desazón me invaden. Me siento impotente ante la complejidad de lo que significa la vida, de este pequeño atisbo que representan las células embrionarias que he podido ver. Todo es mucho más difícil de lo que jamás uno pueda llegar a intuir. No logro entender cómo, en medio de este enorme laberinto que representa la ciencia, los sujetos humanos pueden moverse con cierta normalidad. Es necesaria una enorme enajenación, casi total diría yo, para poder llegar cada mañana a este recinto y recorrer todos los habitáculos sin apenas inmutarse, mientras eso que llamamos realidad sigue sucediendo al otro lado de las ventanas.
Abandonamos el CSIC, ahora sin lluvia, con un juego de obscuridades arriba, en el firmamento, que no dejan de ninguna manera indiferente. María, con esa ternura que expresan su mirada y su voz, me inquiere sobre lo que he visto. Le digo que ha sido una experiencia impresionante, y eso que apenas he visto casi nada de todo lo que se puede ver allí adentro. Quedamos en volver en otra ocasión. Su coche avanza y la autopista nos engulle. Madrid, se hace realidad.  
     










lunes, 1 de febrero de 2016

EN EL LONDON UNDERGROUND



Londres sigue estando donde siempre. Aunque han pasado casi veinte años desde mi última visita, me sigue fascinando esta vieja metrópolis, aristocrática y poco burguesa. Es el opuesto a París. Mientras en la capital francesa, el rastro y la manera de hacer de la burguesía triunfante de 1879 se reconocen fácilmente, con su arquitectura y su diseño urbano. Londres, ciudad excesiva, me sigue interesando. Podría vivir en Londres, y no en París, donde los espectros se te pegan a la chaqueta y no te sueltan, como diría Baudelaire. Y tengo mis preferencias dentro de su plano, ahora un poco más caótico. Sí, porque se me salen los ojos de las órbitas viendo las intervenciones arquitectónicas mercantilistas que se han llevado a cabo en los últimos años, esos en los que mi cuerpo y mi espíritu han estado lejos de ella. Un ejemplo, la zona en torno a Aldgate y Tower Hill es la materialización del mal gusto y del desorden mental más absoluto. Horribles y horrendos edificios se alzan en medio de exiguos restos de fábricas y palacetes victorianos que hablan de una época capitalista con algo más de lógica. Y hablando de mis preferencias, tengo que decir que fueron descubiertas en aquel primer viaje, ya lejano en el tiempo, octubre de 1977, en el que crucé el Canal de la Mancha en barco, chapurreando un mal italiano en compañía de una bella yugoslava de infinita melena lacea y obscura, que me hizo agradable la travesía; y aparecí en Victoria Station, de noche, medio perdido, en una ciudad desierta y fantasmal, sólo eran las nueve de la noche, donde era incapaz de encontrar los rótulos de las calles. Por fortuna, esas cabinas inequívocas rojas de Londres estaban allí para acudir en mi auxilio. Llamé a mi amiga y ella pudo devolverme la llamada a la cabina, una vez que le indiqué el número de ésta, y así me hizo caer en la cuenta, en medio de carcajadas, por qué era incapaz de descubrir los nombres de las calles para saber dónde estaba. Todo muy simple, pero mi atolondramiento me impedía darme cuenta de que los rótulos estaban demasiado bajos respecto a las calles de Madrid, por ejemplo, y no había manera de divisarlas. Notting Hill Gate era mi destino. En los siguientes días descubrí, como decía, hablando de mis preferencias, dos barrios, uno sobre todo, que se apoderaron de mi alma, Belgravia y Chelsea. El blanco impoluto y las columnas del primero y, sobre todo, el ladrillo rojo, ocre, único, del segundo. Dos barrios aristocráticos, más Belgravia, y lujosos, donde muchos escritores y artistas vivieron, especialmente en el segundo, Chelsea, que tampoco desentonaban en demasía, bajo mi mirada de entonces, de otros barrios de la ciudad. Porque era una ciudad llena de palacetes y casas bajas, de apartamentos, de escala muy humana.
Era todavía el Londres de Antonioni, el de Blow Up, el de los mimos y Maryon Park, ese parque especial y la cancha de tenis que tengo tan grabados en mi cabeza, pero que no voy a poder vislumbrar en esta ocasión porque queda muy, muy lejos de Londres. Ahora, en este final de 2015, ese Londres es menos reconocible. Me cuesta más trabajo volver a ese otro de 1977. Sin embargo, me esperan algunas sorpresas. La primera es 20 Maresfield Gardens, en el barrio de Hampstead, la casa donde llegó Freud, huyendo del nacionalsocialismo en Viena, en junio de 1938. Una enorme bandera con la esvástica ondeaba, desde la ocupación nazi de marzo, en el frontispicio de la Berggasse 19, la casa consultorio de Sigmund Freud. El doctor, con la inestimable ayuda de su amiga, la princesa Marie Bonaparte, logra escapar, tras conseguir un visado, con su familia, sus libros y su colección de antigüedades. Todos, y todo, después de recalar en la capital francesa, llegan a salvo a la capital inglesa donde Freud se reúne con su hijo Ernst para vivir en libertad su último año de vida.
Maresfield está como en vida del psicoanalista, con su biblioteca, su diván, su silla, su mesa de trabajo y las estatuillas griegas y egipcias distribuidas en vitrinas y en los anaqueles llenos de la literatura que él tanto amaba. No es demasiado conocida esa pasión-pulsión de coleccionista de Freud. Un veneno cuyo agradable sabor he probado hace ya mucho tiempo.
Maresfield no estaba abierta al público en aquel primer viaje, sin embargo sí era posible llegarse hasta otro lugar, la segunda sorpresa de este viaje, que en aquel entonces desconocía. Hay que haber investigado con cierta precisión para saber que la familia de los Marx, con Karl a la cabeza, habían huido en 1855 del apartamento oscuro del Soho para recalar en Grafton Terrace, al noroeste de la ciudad. Ayudados por el amigo, bien situado, Friedrich Engels, este nuevo apartamento, algo más grande, aunque no demasiado, con un alquiler de 36 Libras anuales, que era bastante para la época, pudieron instalarse de manera permanente hasta 1864, año en el que se mudaron a un apartamento en Maitland Park Road, una calle al lado de Grafton. Aunque conozco bien la morfología arquitectónica de esas casitas, construidas hacia los años cuarenta del siglo XIX, tengo un libro desde hace años con imágenes de la vida del autor del Capital, la numeración de la época me confunde al entrar en esta calle, no demasiado larga, medio perdida en un barrio obrero con apartamentos modernos que no me dicen demasiado. Comienzo a descender y me dejo atrás, a mi izquierda, una hilera, un cogollo de dos o tres casitas, que reconozco enseguida como la vivienda de los Marx. Sin embargo, la numeración no coincide. El número 9 que figura en mi archivo fotográfico se corresponde con el final de la calle, donde hay una casa sin ningún valor, ni estético ni histórico. Afortunadamente, pasa alguien que, con increíble amabilidad, saca su teléfono móvil, es decir, un ordenador portátil al día de hoy, y confirma el cambio de numeración que ha sufrido la calle con el devenir de los tiempos. Así que el número 9, en realidad es hoy el número 46. Efectivamente, el ladrillo oscuro, aunque la fotografía que conozco es en blanco y negro, de la casa que conservo en mi retina es la de ese número 9, y me hace gracia que la puerta de entrada está lacada de color rojo intenso. ¿Homenaje de los actuales inquilinos al filósofo alemán? No sé, aunque lo que sí me parece extraño, dado que he visto placas conmemorativas en diversas partes de la ciudad, es que ninguna placa de razón de que Karl Marx vivió allí. Y otra sorpresa que me depara la información precisa de la persona a la que me he referido anteriormente, es la que me asegura que en el pub de la esquina, hoy pintado de color azul cobalto, Marx y Engels dirimían sus asuntos dando cuenta de unas buenas pintas. Y no creo que la información sea incorrecta, porque entro en el pub y veo una placa que indica que está allí desde 1852.
Mientras observo la fachada de la casa donde vivió el padre del materialismo histórico, una especie de gran ternura me invade por dentro. La zona, no demasiado lejana del conocido e histórico barrio de Camden Town, está alejada del centro de la ciudad, incluso hoy en día. Marx, en la época, había empezado a acudir diariamente a la biblioteca del British Museum para estudiar la economía política clásica y poder escribir El Capital. Cuánto le debemos por las miles de horas allí pasadas, devastado por el padecimiento de hemorroides y la pérdida continua de salud, para poder desentrañar los misterios del modo de producción capitalista y poder proporcionarnos las herramientas para su destrucción. Aunque sé que en la época era un barrio salvaje, con pocas casas y mucha campiña de por medio, y el recorrido se haría más corto que en la actualidad, me produce una enorme ternura pensar que él tenía que desplazarse, en viaje de ida y vuelta, todos los días, a una distancia de no menos de diez kilómetros. Y aunque, en alguna ocasión, haya podido tomar un coche de caballos, la mayor parte del tiempo ha hecho esa distancia a pie. No lejos de Grafton Terrace y Maitland Park Road, está situado el viejo y olvidado cementerio de Highgate, donde reposan los restos de él y de parte de su familia. Devorado, y ahí también radica su belleza, en gran parte por la maleza, es imposible encontrar la piedra original donde fue enterrado el pensador alemán. En su lugar, la tumba desproporcionada actual con el exagerado busto que la corona. 
Sin embargo, hay un pequeño descubrimiento en esta segunda visita a Highgate - en la anterior aún no había fallecido y era difícil, más bien imposible, encontrarme con la sencilla lápida que cobija los restos de la escultora Anna Mahler, la hija del compositor del mismo apellido y de su mujer Alma Schindler. Pero adentrarme ahora en la historia de esa familia y la Viena de ese período que tanto amo me desviaría en demasía de lo que quiero contar.
Con todo, la principal sorpresa, el descubrimiento que más me iba a descolocar, estaba aún por llegar y lo iba a hacer de un modo bastante trivial, en uno de los vagones del Underground. Es el primer día del nuevo año de 2016 y vuelvo, algo ya tarde, después de haber cenado en casa de una amiga, desde South Woodford, en un extremo de la Central Line. Es viernes, y hay algo de gente en el metro. En un cierto momento, el metro se detiene en una de las estaciones, como va haciendo en el recorrido, y al abrirse las puertas entra una pareja de jóvenes. Ella, rubia, no muy alta, vestida de manera deportiva, porta unas zapatillas que comprimen tanto sus tobillos desnudos - no lleva calcetines - que evidencian una inflamación de la carne que, dada su juventud, me impresiona. Parece, en esa zona de su fisonomía, como esas personas ya mayores, abotargadas por la mala vida y el abuso de la bebida. Sin embargo, su rostro es interesante, no es demasiado bonita, pero tiene algo, sobre todo en su mirada, en sus ojos. Casi no habla, escucha, ensimismada, atenta, lo que su compañero de asiento le va diciendo. Y ahí empieza mi fascinación. El chaval - los dos deben andar en torno a los veintidós - se me aparece como la mar de interesante. Alto, delgado, con un abrigo oscuro, tres cuartos, estilo años Sesenta del pasado siglo, y puesto encima de una camiseta que se adivina de manga corta, no parece que el frío que reina afuera le afecte demasiado. Habla y gesticula sin parar, con unos ojos grandes que miran hacia arriba, hacia la nada, pero que expresan el todo, la vida. Y eso es lo primero que me impresiona, cómo su cuerpo se mueve en ese gesticular, las manos metidas en los bolsillos de su abrigo como si de esa manera condujese mejor el vehículo que es el resto de su cuerpo. Y me impresiona porque sé que es inglés, por su acento, por su piel clara de raza caucásica. Sí, porque es un lugar común pensar que esa máxima expresión corporal y ese hablar entusiasta y apasionado esté más del lado de los países mediterráneos, latinos, como éste, como otros, pero no de la parte de las islas británicas, de los anglosajones. Tal vez un  paradigma desgastado o erróneo. El caso es que este muchacho tiene atrapada toda mi atención. Y la tiene a pesar de no entender una palabra de su lengua, de desear en esos momentos que un torrente de ciencia infusa me invada y me haga entender todo lo que él le está diciendo a su amiga, a su confidente, a lo que sea la chica que lo acompaña.
La imaginación se me dispara. Intuyo, y tal vez en ello no estoy imaginando nada del otro mundo, que el chaval en cuestión es un artista, tiene que serlo, sus ademanes y todo su ser irradian esa actitud que tienen sólo los que lo son, independientemente del resultado de su trabajo, que eso es otra cosa. Recreo la época artística de los años sesenta en Londres, y veo, en mi cabeza el rostro de dos pintores grandes, de dos artistas con mayúsculas, dos amigos y, en ciertos momentos, rivales, Francis Bacon y Lucian Freud. Sí, el joven, me digo, podría ser uno de ellos, volviendo la mirada hacia atrás, alguien que con toda esa charla que le está dando a su amiga, trata de explicarse, de analizar sus miedos y sus ansias de libertad y de creación. Estoy ensimismado, con mis ojos clavados en él, y también en ella, pero sobre todo en la energía positiva que él me transmite, y que me hace pensar tantas cosas, sobre mí y sobre la vida. Me sonrío a mi mismo, como reconociendo la enorme suerte por el inesperado regalo que el Underground londinense me acaba de hacer. No es una mala manera de comenzar el año, me digo. Son diez, doce, o quince minutos antes de que ellos, al abrirse las puertas en una de las estaciones cuyo nombre no recuerdo, desaparezcan de mi vista y de mi vida para siempre. Pero con el paso de los días, de las semanas y del tiempo, la sensación y la felicidad por ese encuentro casual permanecen dentro de mi, también su rostro.