sábado, 2 de julio de 2016

UNA NOCHE QUE DECIDE

Es domingo, aunque es un domingo algo particular. El verano, aunque no hemos entrado todavía en el mes de julio, se hace sentir de manera contundente. La jornada viene cargada de política, política con mayúsculas. No es para menos, se celebran nuevas elecciones generales, decisivas, cuando sólo han pasado seis meses de las últimas del mes de diciembre. Arrastramos un gobierno en funciones, pero no cualquier gobierno, el del Partido Popular, el de la derecha reaccionaria y franquista española, con Mariano Rajoy al frente y otros secuaces mucho peores que él. Sí, un gobierno que representa a esa parte de mi país que lleva queriendo pasar página de la historia desde 1977, pero la historia no se deja pasar, ni tampoco "sorpassare". Antes o después, como decía el Presidente Salvador Allende, "Se abrirán las alamedas...", la dictadura franquista se acabará sentando en el banquillo y pagará sus crímenes, sus torturas y su intento de borrar la memoria colectiva.
Sin embargo, antes de que las votaciones concluyan y se abran las urnas que decidirán si la noche será azul prusia o negra como la peor pez, voy a tener el privilegio de asistir a un concierto dentro de uno de los museos que más amo, el museo del Prado. El concierto va a tener lugar dentro de la celebración del quinientos aniversario de la desaparición de uno de los pintores más peculiares y extraños de la historia del arte: Hieronymus Bosch. Tiene además un aliciente añadido, porque dentro de las composiciones de música antigua de la época del pintor, música que se piensa que podría haber escuchado alguna vez en su vida, hay tres pequeñas composiciones de mi amigo, compositor y artista, José María Sánchez-Verdú. Además, el grupo Tasto Solo que va a interpretar esas músicas, está compuesto por músicos conocedores de los instrumentos de la época, reproducidos, ahora, claro está, que no dejan de sorprenderme cuando puedo contemplarlos de cerca, una vez que ha finalizado el concierto: un clavisimbalum de martillos, una vihuela de arco, un organetto que sostiene el artista apoyado en sus piernas, o un arpa renacentista. No obstante, me siento inquieto, intranquilo, siento ese desasosiego Pessoiano antes de comenzar el concierto, las siete de la tarde. Es tan así que escribo por el WhatsApp de mi grupo de colegas, ese del Aula de Historia Social de Lavapiés, con quienes he compartido ya tantas emociones políticas y no sólo, que estoy seguro que vamos a quedar terceros, detrás del PP,  y del PSOE. Sí, esos malos augurios transmito a mis queridos amigos, antes de sumergirme en la música antigua y contemporánea, respecto a los resultados de UP en las elecciones de este domingo caluroso. Una hora antes de cerrarse las urnas. ¿Pero por qué diablos tengo yo ese palpito tan negativo? No lo sé, pero alguien ha notado ya mi semblante serio y demudado. Ya, por la mañana, dirigiéndome a mi colegio electoral, he tenido una extraña sensación. No percibo en la gente, con quien me cruzo en mi deambular, esa emoción que me ha golpeado,de manera suave, en otras ocasiones electorales. No, algo raro percibo en el ambiente, aunque no sé decirme qué tipo de rareza es esa. Bueno, me consuelo pensando que, tal vez, sean cosas mías. Pero faltando dos minutos para que de inicio el concierto, ese concierto con músicas que tal vez hayan resonado en los oídos del artista del Jardín de las Delicias, escribo ese mensaje que temo vaya a ser premonitorio.
La música, sin embargo, tiene la virtud, como el arte en general, pero más la música, pienso yo, de anular la duración del tiempo real, e incluso de hacerme pensar y reconciliarme con los sujetos humanos que tengo delante, que extraen sonidos y melodías maravillosas de esos instrumentos tan peculiares que mencionaba anteriormente. De hecho, mientras los escucho, pienso que los seres humanos, cuando están atrapados por ese hilo invisible y mágico de la creación artística que los hace eso, humanos, demasiado humanos, son adorables, al margen de la contingencia histórica.
Una vez finalizado el concierto, abandono, casi sin despedirme, y a toda prisa, aunque por supuesto he felicitado a mi amigo José María, el auditorio, camino de mi casa para seguir el escrutinio. Por el móvil, son ya casi las 20,30, empiezo a ver la tendencia de voto, y visualizo la gran abstención que se ha producido, más del 30%. Los temores invaden mi cerebro sin apenas obstáculos. Pero hay algo que, de manera definitiva, y mucho antes de llegar a casa, me hace ser pesimista, muy pesimista. Y es algo que quizás, para otros, pueda parecer que no tiene mayor importancia, aunque para mí siempre la haya tenido. Escruto con determinación los semblantes y las actitudes de los cuerpos de las gentes, que me encuentro de frente, mientras avanzo cada vez más deprisa, casi corriendo. Y no me gusta lo que me trasmiten, porque lo que dejan traslucir sus rostros, y el movimiento de sus cuerpos, no es otra cosa que dejadez, desinterés, autismo. Incluso me cruzo con un grupo numeroso de chicas y chicos jóvenes que parecen querer decirme que todo da igual, que todo es lo mismo. Pero no, están errados. Podréis deciros, me digo, que lo que nos jugamos esta noche no va con vosotros, que no se decide nada, que vuestras vidas no van a cambiar. Sin embargo, puedo aseguraros, escucho en mi cabeza, como si me estuviera dirigiendo a ellos, que la historia os va a atravesar como una flecha fría y dolorosa. Vuestra vida no va a ser igual, gane quien gane esta noche. Ese nihilismo infantil y nefasto os hará daros de bruces contra el suelo, tiempo al tiempo.
Estoy ya en casa, enciendo el televisor. Apenas hay un 25% escrutado, pero la tendencia que marca ese porcentaje empieza a ser devastadora: victoria, con importante subida, del PP, mantenimiento y, por lo tanto, ningún tipo de "sorpasso" a cargo de UP, extraña palabreja italiana que hemos adoptado como si tal cosa, y que se ha repetido sin cesar en todos los medios durante días y días, y que seguramente una parte importante de la población ignora su significado exacto, pero esa sería otra historia. Hundimiento, por fin, de Ciudadanos, ese partido, con un muñeco con corbata y perfumado al frente, creado por las élites poderosas para tratar de restar seguidores a las nuevas fuerzas emergentes de la izquierda española.
Unidos Podemos, UP, siglas que me traen a la memoria aquellas otras de la experiencia chilena de los años setenta del pasado siglo, la Unidad Popular de Salvador Allende. Pero no, estas de ahora, están lejos, muy lejos, de aquel programa de mínimos, socialista, anticapitalista, que defendían con el imprescindible Allende a la cabeza como su máximo dirigente. Ni siquiera desde un punto de vista del apoyo social puede compararse a estas con aquellas. Allende, y la Unidad Popular, estaban en minoría en el Parlamento, y aunque la derecha trataba de echar abajo todas las iniciativas institucionales del Presidente con sus votos mayoritarios, contaba con un enorme apoyo popular, suficiente para que su voluntad política nunca hubiese estado sujeta a eso que, en estos tiempos, dicen que tiene que ver con mayorías o minorías políticas. Pero no estamos en esa coyuntura política e histórica, lo que no significa que el programa de mínimos de la Unidad Popular Chilena no sea actual y pueda ponerse en pie por esta nueva UP, adaptado a la situación real de la sociedad española, por supuesto. Pero no me engaño, la única referencia, en el ultimo tramo de la campaña, a todo eso ha sido la de nominar a Allende, nada más. Sin embargo, no dejo de darle vueltas a todo esto, sobre todo porque sé de la existencia y de la presencia en Madrid del que, quizás, o no tan quizás, con toda seguridad, fue el más importante asesor personal de Salvador Allende, Joan E. Garcés, Juan Enrique, como gustaba llamarle, cariñosamente, el Presidente. Conozco a Garcés desde hace ya algunos años, podría incluso atreverme a decir que me considero su amigo. Sé, sabemos los compañeros del Aula de Historia Social, cómo Juan Enrique participó de manera activa en toda esa experiencia, incluso en las últimas semanas antes del golpe militar, cuando Allende de madrugada llama a consulta a ministros y militares, incluido en alguna ocasión al mismo Pinochet, en su residencia privada de Tomás Moro, el único asesor presente es siempre el mismo, Joan Garcés. No sólo, en la mañana aciaga del 11 de septiembre cuando los militares sublevados asaltan el Palacio de la Moneda, Allende se dirige a Garcés y le hace salir del edificio, a pesar de su negativa, para que pueda contar lo que ha sucedido en Chile. Es el único que sale con vida del Palacio poco antes de que todo haya acabado. Pero además, Garcés que se ha exiliado en Paris, llegará a formar parte del equipo personal del Presidente Miterrand en las elecciones que tratan de llevarle a la presidencia, con el programa común de la izquierda, en las elecciones de 1974, que perderá en segunda vuelta por menos de cuatrocientos mil votos. Es por todo eso, que me resulta extraño, e incluso paradójico, que la nueva UP no se haya planteado en ningún momento contar con él.
El escrutinio crece y crece, y la tendencia no cambia. La victoria de la derecha va a ser casi total. A pesar de los pesares, de toda la corrupción, del robo a manos llenas, de los ataques a las libertades y mil cosas más, el PP de Rajoy y Sáenz de Santamaría, pero también de Aguirre, Aznar y Botella, van a sacar catorce diputados más que en las pasadas elecciones de diciembre. El desconcierto es enorme por las redes sociales. Las compañeras y los compañeros están perplejos, no dan crédito a lo que ven y oyen. Tengo claro, muy claro, que a pesar de los malos resultados, sólo dos diputados más que en diciembre, hay que ir al Reina Sofía y estar ahí con los compañeros de la dirección. Tenemos que dar la cara y no refugiarnos, solitarios y deprimidos, en casa. No me lo pienso ni dos segundos, me lanzo hacia el metro donde los túneles se van tragando el convoy que me lleva hasta la estación de Atocha. Pasan ya las once de la noche, pero el tren va bastante cargado de pasajeros. Gentes que denotan una ausencia total de la realidad que se está imponiendo esta noche veraniega del veintiséis de Junio.
La plaza está a rebosar, el diálogo y los comentarios fluyen entre las gentes que están ahí, pese a las malas noticias que se han consolidado ya definitivamente. Sí, los resultados no son los esperados, pero también hay algo que hay que analizar detenidamente. En apenas cinco años, después de la acampada de Sol, tras la irrupción del 15 M, está claro que un nuevo sujeto político ha emergido de esa experiencia con todas las consecuencias que ello implica. Me encuentro con mis colegas, con mis amigos del Aula, aprovechamos para abrazarnos, para cuidarnos, para darnos cuenta de que, por encima de todo, nos queremos. Estamos junto al grupo de Anticapitalistas, ese sector crítico que trata de discutir y de hacer política dentro de Podemos, con sinceridad, con espíritu democrático, libertario diría yo, y con el que nos identificamos de muchas maneras, porque nosotros también lo somos, críticos, inconformistas, renegados, irredentos. Y empiezan a oírse las primeras voces de fraude, de tongo, de trampa electoral. No casan mucho las cosas que han sucedido esta noche. Se habla, se comenta, de numerosas irregularidades. Pero hay un dato que nos extraña sobremanera. Aunque hemos obtenido dos actas de diputados más que en diciembre, hemos perdido un millón de votos. ¿Cómo puede ser posible, si además vamos con IU en esta ocasión, que sacó ya ese millón de votos en las pasadas elecciones? Preguntas e interrogantes que no tienen respuesta a esas horas de la noche, en las que un cierto viento fresco ha empezado a soplar. Cuando saltan a la palestra, al escenario, los dirigentes de la coalición electoral: Errejón, Montero, Garzón, Iglesias, Bescansa, etc. nada de esto sale de sus bocas. Ellos, como es lógico, tratan de insuflar ánimo en una noche en la que eso es lo más necesario. Iglesias vuelve a nombrar a Allende, bueno, no está mal, me digo. El acto acaba con la música de Quilapayún, El pueblo unido jamás será vencido, que me parece de lo más oportuna, aunque algún preboste del partido, al día siguiente, la califique de vieja cultura. No ha entendido nada, seguro.
Damos con nuestros huesos en una terraza, al borde del Paseo de las Delicias, desde donde puedo divisar perfectamente la espléndida fachada de la vieja estación de Atocha. Ahora el viento es incluso algo más frío, tengo que protegerme con la rebeca que, oportunamente, he traído conmigo. El grupo no está demasiado triste, aunque ha acusado el golpe. La cerveza, el vino y los bocatas recorren las mesas.
Sobre las dos de la madrugada, el grupo se va disolviendo. Yo voy a volver a casa andando, aunque hay una tirada, no me importa. Me gusta caminar por la ciudad, sobre todo en verano, y sobre todo, también, de noche, cuando el tráfico apenas invade las calles y sólo pocos seres deambulan por la ciudad. Mientras, voy dejando atrás el Jardín Botánico, el Museo del Prado, el Ritz, Neptuno. En ese punto diviso, a lo lejos, en lo alto, por lo empinado de la Carrera de San Jerónimo, el Parlamento, el Congreso de los Diputados, solitario, gris, extraño. Me sobrecoge una cierta sensación que no acierto bien a interpretar. Dejo atrás a la Cibeles, a la Puerta de Alcalá, y vislumbro al otro lado de la calle, por donde avanzo, la verja del Retiro y la arboleda obscura e inquietante dentro de ella. Los parques, de noche, son otra cosa. Sigo avanzando, con paso rápido y decidido. Mi cabeza, a estas horas, en la profundidad de la noche, se va hacia otros lugares, se adentra en cuestiones que nada tienen que ver con la política, pero de eso no voy a hablar ahora, en esta noche, extraña, rara, que decide.