lunes, 29 de mayo de 2017


EL SONIDO DE DIOS

La palabra Dios no me dice gran cosa, incluso me provoca rechazo cuando se generan explicaciones, justificaciones y teorizaciones al reparo de ella. Sobre todo para generar violencia y maldad. La actualidad rebosa de eso. Me atengo, sobre todo, a la explicación que Espinosa, el gran filósofo judío de origen español, da sobre ella. Podría decir, incluso, que siento simpatía por la figura histórica de Jesús de Nazaret, y que me atengo a lo que Ernest Renan, tras muchas investigaciones y estudios, volcó en su celebre Vida de Jesús, sobre él. Ese tipo, dotado de una inteligencia y de una intuición fuera de lo común, que afirmaba que no hacía milagros.
Preámbulos necesarios de lo que quiero escribir. Estoy en Toledo después de muchos años. La vieja ciudad medieval, árabe, judía y cristiana aparece imponente. Esta vez, ya que llego a las estribaciones en coche, y creo que es la primera vez en mi vida, puedo admirar la muralla de la ciudad en toda su enorme extensión. Me impresiona, me da una visión que antes nunca tuve. A veces, las cosas son así. Años y años pateando el interior, pero no el exterior, de una ciudad que transformaron los árabes en un laberinto de calles, callejas y callejones. Y la transformaron, porque la ciudad romana, un cuadrado bien estructurado, desapareció, incluido el enorme acueducto, mucho más alto que el de Segovia, como me cuenta mi amiga Mila.
Y estoy en Toledo, en esta tarde primaveral, para un par de cosillas, aunque lo que me va a sorprender y me va a dejar tocado, en el buen sentido de la acepción, es el concierto, la batalla de órganos, a la que estoy a punto de asistir en el interior de la Catedral.
Las iglesias, las catedrales góticas, siempre me han entusiasmado. Nunca he llegado a entender cómo demonios esos artistas medievales encontraron la luz y el color. En una época donde todo apuntaba hacia la obscuridad y la uniformidad cromática. Sin embargo, la arquitectura gótica iba a dar paso a ese descubrimiento. Con suponer ya, respecto al estilo arquitectónico precedente, un salto enorme, las iglesias góticas, elevándose hacia el infinito, contienen en su interior algo que debió dejar boquiabiertos, como sigue dejándome a mí, en pleno siglo XXI, a los moradores de las ciudades medievales. La cantidad de ventanas, ventanales y ventanucos que agujerean los muros pétreos de esas enormes estructuras haciendo que la luz entre por todas partes, debió impactarlos. Pero no son ventanas normales, cerradas con bastidores de vidrios blancos transparentes. No, son vidrios con dibujos coloreados, las llamadas vidrieras. En ellas, los artistas medievales dan un salto al vacío, situándose claramente, sin saberlo y sin darse cuenta, en la abstracción. Porque aunque representen escenas y motivos variados, que aluden a lo religioso y a lo sagrado, esos colores y esas composiciones están por delante de la arquitectura que las contiene. Y aunque parezcan figurativas, no lo son. En absoluto.
Todo está dispuesto ya, los cuatro enormes órganos de la Catedral están a punto de recibir a los organistas, que son cuatro, tres hombres y una mujer. Tres instrumentos del siglo XVIII, y uno, el órgano del Emperador, del siglo XVI. Pero además, a los pies del coro, han situado tres realejos, pequeños órganos transportables. Sin embargo, antes de que todo suceda, de que todo comience, acontece algo que yo no esperaba, ni tampoco algunos de los que están sentados a la espera de que comience la batalla, al menos eso quiero pensar. De pronto, un prelado, que viste como tal, todo de negro, empieza a soltar un discurso que está fuera de lugar. Comienza a hacer propaganda de su particular creencia, y trata de incluir en ella a todos los que allí estamos esperando a que dé inicio el concierto, como si fuésemos feligreses y no público que ha venido a disfrutar de la música. No estamos en una celebración o culto religioso, aunque el evento vaya a tener lugar dentro de un recinto que sirve, en muchas ocasiones, para eso. En fin, nada nuevo que no haya visto hacer en otras ocasiones a esos representantes de esa determinada fe o creencia. Pero no me gusta, sobre todo porque se manipula y se aprovecha la ocasión para hacer propaganda privada, porque eso es la religión, algo que pertenece al ámbito de lo privado, pero no al de lo público. Pero no es esto de lo que yo quiero escribir ahora. 
La liturgia inmediata que va a dar inicio al concierto tiene también su interés, sobre todo cuando uno de los interpretes se dirige hacia el órgano del Emperador y desaparece, en cuestión de segundos, como tragado, emparedado, por las arterias del muro por donde debe ascender hasta el teclado del órgano. Unas luces rojas y amarillas en lo alto indican el lugar, aunque no se le ve, donde debe estar sentado el organista, a los mandos de ese enorme instrumento que exhibe hacia el exterior todo tipo de tubos, grandes y pequeños.
La trompetería atruena el interior de la Catedral. Un sinfín de sonidos empiezan a apoderarse del reducido público que asiste al concierto, a la batalla antes citada.
La música del único e irrepetible Wolfgang se cuela a través de los realejos, esa especie de alacenas con celosías, que producen sonidos, música. Después, la del cantor de Leipzig. Pero lo que hace enmudecer a todos los que estamos dentro de la Catedral son los órganos mayores, esos que exhalan ese sonido característico de los grandes instrumentos de ese tipo.
Apenas permanezco sentado. En un cierto momento, me doy cuenta de algo que está pasando, sin que la mayoría del público, con toda seguridad, se aperciba de ello. La luz que penetra, a través de las vidrieras, cambia y se transforma a medida que el tiempo pasa, a medida que la tarde va declinando. El sol aún penetra, con fuerza, a través de los rosetones de la Catedral. Sin embargo, en otras zonas de la misma, en las naves que van circundando el altar mayor, lo que se llama la Girola, las vidrieras aparecen más apagadas, opacas, como si la luz ya no llegase hasta allí. No obstante, no es así, porque la luz, aunque no tan directa, sigue llegando hasta esos ventanales, hasta esos ventanucos.
Voy de una zona a otra, recorriendo, casi por completo, la Girola. Eso me permite, cuando los otros órganos, que no son el del Emperador, situado a  espaldas de mi asiento, están en acción, poder percibir mejor el sonido que sale por los tubos y las trompetas de los mismos. Me detengo debajo de uno de ellos y siento cómo estoy siendo tragado por la música, literalmente absorbido por ese sonido maravilloso. La sensación es más que placentera. Sin embargo, lo que está haciendo que mi emoción se desborde, pudiendo incluso, en un determinado momento, echarme a llorar, incapaz de contenerla, es la maravilla que la luz y las vidrieras están produciendo. Todo cambia, por momentos, y continuamente. Los azules, claros y obscuros, que irradian las ventanas del ábside, contrastan fuertemente con la gama de colores que aún penetran por otras ventanas laterales y, sobre todo, por los rosetones.
Los minutos van pasando, y el sonido de Dios, ese que emiten los órganos, ha penetrado todas las zonas de mi cerebro. La luz se va apagando poco a poco, algunos ventanucos, con su correspondiente vidriera, se han apagado ya del todo. Cuando eso ocurre, es como si la vida se esfumase del vidrio. No obstante, aún así, esa abstracción que es una vidriera gótica, sigue produciendo sensaciones.
Todavía sigue habiendo bastante luz, por eso no he vuelto a sentarme en mi sitio. Hay una zona cerrada que impide el paso para dar la vuelta completa a la Girola. Puedo divisar, a unos veinte metros, la zona del transparente de la Catedral, ese óculo abierto en el ábside por donde entra la luz inundando toda la zona. La locura barroca contrasta con la pureza abstracta gótica. Lo puedo verificar cuando el vigilante me permite franquear la cinta que impide el paso a cualquier atrevido, y yo lo soy. Me quedo estupefacto, hace muchos, demasiados años, que no contemplo esa obra tan poco previsible. La luz sigue siendo maravillosa.
Todo se va apagando, la luz de un día azul intenso de primavera, que brillaba fuera, se va haciendo más opaca. El prusia deja paso al cobalto, el día da paso al atardecer y a la noche. La Catedral que no ha encendido las luces artificiales, empieza a ser envuelta en un manto satinado, los colores de las vidrieras se apagan completamente. Lo pétreo se antepone a la blandura luminosa del vidrio. La música, el sonido de Dios, aún resuena con fuerza y atraviesa mi corazón.  
        











domingo, 14 de mayo de 2017









LA POMPADOUR YA NO ESTÁ 
LA POMPADOUR GIÀ NON C'È 

Escribir es siempre un ejercicio de ajuste de cuentas con el mundo, y sobre todo con uno mismo. Escapar, minimizar la desazón que nos acompaña desde que empezamos a ser conscientes. Sin embargo, es un inmenso placer al que yo no podría renunciar jamás. A pesar de que ahora, cuando estoy sentado frente a mi ordenador, vaya a escribir sobre algo, de alguien,  del que no querría haber escrito todavía, porque el tiempo debería haber continuado de su parte.
Escucho jazz, para hacerlo más soportable, Oscar Peterson, para más señas, una música y un autor que también amaba él. Quiero escribir, si la tristeza y las lágrimas no me lo impiden, al final, sobre uno de los mejores amigos que he tenido en mi vida, Alessandro Pandolfi. 
Él en Italia y yo en España. Milán y Madrid. Ciudades que tanto él como yo hemos transitado juntos en ciertos períodos de nuestra vida. Aunque él, mi querido amigo, ya no podrá hacerlo. Y no podrá hacerlo porque se me ha ido, y se ha ido, seguramente, para siempre jamás, como tantos otros, en esa sucesión incesante y permanente que determina aquella que, cuando estamos, no está, y que cuando ella está, no podemos estar.
Conocí a Alessandro, lo vi por primera vez, una mañana de finales de noviembre del ya lejano 1991, si mi memoria, mis neuronas algo ya gastadas, y fundidas, no me engañan, en la Universidad Complutense de Madrid. Con algunos amigos, habíamos organizado un seminario en la Facultad de Filosofía denominado, de manera algo grandilocuente: "Reestructuración del capital, años 1960-1990", en el que participaban intelectuales italianos, franceses y españoles, acompañados de colectivos sindicales, de la SEAT y de la EMT, que estaban protagonizando luchas importantes en ese período. El seminario daba continuidad al que habíamos tenido un año antes en París, con Antonio Negri, Michael Hardt, Gian Carlo Pizzi, Maurizio Lazzarato, entre otros. Éramos jóvenes, aunque yo no tanto, deseosos de empaparnos de las experiencias políticas italianas de los años Sesenta y Setenta. Por indicación y recomendación del amigo Gian Carlo, quien se hizo indispensable para mi en aquel seminario parisino, Alessandro Pandolfi, viejo amigo de Pizzi, participó como ponente en aquel evento. Enseguida hubo feeling entre nosotros. De hecho, en los tres días que duró el seminario, nos vimos siempre, lo invité a casa, y compartimos horas maravillosas. A partir de entonces, Alessandro entró en mi vida para no salir nunca más. Coincidíamos en los seminarios internacionales de la rue Vaugirard, en París. Un año, en el que las cosas, en el plano sentimental, se habían ido al traste para mi, me invitó a su casa de Milán, vivía solo. Y conocí a su compañera, con quien compartía su vida desde hacía ya algunos años, Alessia. Una encantadora y risueña mujer que enseguida conquistó mi simpatía. Ya, entonces, Alessandro me enseñó algunas cosas sobre las relaciones humanas, en general, y sobre las relaciones entre hombres y mujeres, en particular. Descubrí a un cinéfilo como yo mismo ya lo era, aunque sus conocimientos sobre el cine evidenciaban una enorme erudición. Hablamos de un director que tanto él como yo amábamos hasta rozar casi la adoración, Stanley Kubrick. Él siempre iba por delante, y lo sabía todo.
A partir de ese momento, empezamos a frecuentarnos, salvando siempre la lejanía que nos separaba. Nuestra amistad fue creciendo. Viajé alguna vez más a Milán para encontrarme con él y con Alessia. La casa era otra, y Alessia y él vivían ya juntos. Y luego, ellos, vinieron a mi ciudad, a Madrid, una nochevieja, muy, muy especial, con otros amigos italianos, en una vieja casa de comidas, Carmencita, que yo había frecuentado durante más de veinticinco años, y a cuyas mesas se sentaron, en otros tiempos, bajo las tulipas que emitían la luz de gas, escritores como Ramón María del Valle Inclán o Federico García Lorca. Al final de la cena, Alessandro, dejándose llevar por la alegría que emanaba de aquel grupo, descorchó una botella de champán, disparando su preciado líquido contra todos y terminando por abrazar a la camarera que puso una cara de circunstancias. No lo he olvidado.
En 1999, me traslado a vivir a su ciudad, a Milán, porque un año antes había conocido a una chica italiana, Roberta, con la que había empezado a mantener una relación. En ese breve pero intenso período, de más de seis meses, que pasé en esa ciudad que de noche, y en algunos barrios, me recordaba a Moscú, las relaciones de amistad se incrementaron, lógicamente, porque vivíamos en la misma ciudad. Descubrí a un Alessandro que no era sólo el gran intelectual que ya sabía que era desde hacía algunos años, más cercano, entrañable, afectuoso, especial y único. En nuestras conversaciones, siempre aprendía algo nuevo, me hacía reflexionar sobre elementos que yo no había tenido en cuenta a la hora de enfocar éste o aquel asunto. Sonreía continuamente, mi carácter algo neurótico y obsesivo le hacían gracia. También mi hipocondría. Poco a poco, me iba dando cuenta hasta qué punto él iba conociendo mi carácter y mi manera de ser. Tal vez, él mismo tenía algo de eso. En cualquier caso, acudía siempre a él para recibir consejo sobre una y mil cuestiones. Y, por supuesto, lo quise tener conmigo, como testigo, como apoyo fundamental, cuando tomé en matrimonio a Roberta, cerca de Urbino, la ciudad en la que el era profesor en la Universidad. Donde, una mañana, de verano, ya no recuerdo en qué año, quise ir, estar presente, escucharlo, en una de sus clases, en los cursos de verano que impartía. Allí me di cuenta de lo grande que era, de la capacidad que tenía para transmitir el conocimiento, y también capté cómo esos jóvenes no eran conscientes de que estaban ante alguien muy especial, no sólo un profesor más. Supongo, como casi siempre sucede, que con el pasar del tiempo, ellos habrán caído en la cuenta de la fortuna que tuvieron de haberlo conocido. Aún conservo las notas, tomadas en italiano, no sé como, a esa velocidad, de esa clase, para mí memorable. 
Durante ese breve período de estancia en su ciudad, con verano incluido, en el que los mosquitos nos breaban continuamente, dentro y fuera del apartamento donde vivíamos Roberta y yo, tuve la fortuna de descubrir, gracias a él, una zona de Italia de la que me quedé prendado para siempre, la Costa de Liguria. Alessía y él nos invitaron a la casa de Santa Margherita, un rincón especial donde las actrices y actores de cine norteamericano, en los años Cuarenta y Cincuenta del siglo pasado, daban con sus huesos para ahogar penas y otras cosas en el alcohol que se derramaba en fiestas muy privadas. Aquella vez, en coche, con ellos, desde Milán, pasamos por Rapallo, lugar de resonancias Nietzscheanas, Freudianas, donde me hizo conocer una heladería, una especie de palacio con todos los gustos y posibilidades del mundo, que aún conservo dentro de mi.
Viajé otras veces, en tren, hasta Santa Margherita, y recuerdo cómo temblaba de emoción al entrar en el andén, cuando el convoy saliendo del túnel se detenía y leía el rótulo escrito con pintura blanca sobre las piedras de uno de los laterales de la estación. Como aquella vez que acababa de venir al mundo Gabriele, una pequeña ranita, tranquila, que mi amigo alzaba hasta el cielo con sus brazos, lleno de felicidad.
Las imágenes, los recuerdos, su voz, su cálida acogida, siempre que nos veíamos, se imponen, de manera clara, sobre el teclado aséptico sobre el que escribo.
Algunos años después, llegó Alma, cuatro años menor que Gabriele, y a medida que pasaban los años, y los dos se iban haciendo grandes, una especie de deseo no pronunciado, auguraba que tal vez los caminos de esos dos niños podrían llegar a cruzarse, ¿Quién sabe?.
De hecho, hemos estado juntos las parejas y los niños, en más de una ocasión. La última, también la última en la que vi a mi querido amigo, fue cuando estuvieron los tres en Madrid, en diciembre de 2015. Alessia y Alessandro estaban en un hotel, pero Gabriele se quedó en nuestra casa, y Alma no hacía otra cosa que andar detrás de él, continuamente, sin darse cuenta que esa pequeña diferencia de edad, ahora, en la tierna infancia, es como un siglo.
Recuerdo, cada vez que nos encontrábamos, normalmente, cada año, en verano, cuando nosotros viajábamos a Italia, a pasar algunos días, que encontrarme con Alessandro y hablar con él, debatir y reflexionar sobre lo divino y lo humano, me hacían avanzar, progresar, dar un salto. Él me enseñó muchas cosas, me descubrió autores, libros, cineastas ocultos. Me hablaba de Stephen King, de Philip Dick, porque yo estaba, lo sigo estando, obsesionado con el tema de la fusión fría, de la inmortalidad, de esa posibilidad de trascender la finitud decretada con antelación a nuestro nacimiento. Le hacía gracia, le divertía verme entusiasmado por algo tan banal e imposible como eso. Sin embargo, ese fuerte convencimiento que advertía en mi le hacían tomárselo, tomarme, en serio. Debió de ser en alguno de aquellos momentos cuando decidió llamarme, denominarme, La Pompadour. Sí, su amigo Jesús se había convertido en Madame la Pompadour. ¿Por qué? Pues no lo sé, tal vez por lo que decía hace un rato, eso de ser algo neurótico, demasiado sensible, poco acomodaticio, nada adaptable, ni a la sociedad, ni a las cosas de la vida cotidiana. A mí, esa denominación me hacía reír un montón, y también me hacía sentirme orgulloso, porque eso demostraba hasta qué punto mi amigo pensaba en mí. Creo que me conocía bastante bien, e intuía, o sabía algo, de los fantasmas que están en torno mío. 
De la misma edad, algunos meses mayor yo que él, hemos transitado un mundo que ya nada tiene que ver con el que vivimos hoy. Su sabiduría política, sus consejos, nunca dictados como tales, me han hecho tener un punto de vista, frente a los procesos históricos que estoy viviendo en mi país, alejado de cualquier tentación endogámica o de carácter nacionalista. Al final, él y yo, creo que somos algo libertarios.
En estos instantes, mi pensamiento vuela hacia Alessia y Gabriele, que han sido lo más importante para Alessandro. Ellos son, desde ahora, nuestra referencia, y nos sentimos completamente unidos a ellos.
No puedo seguir escribiendo, las imágenes y los recuerdos se me agolpan y me lo impiden, sabiendo que hoy te has convertido sólo en un puñado de cenizas. Eso me revienta, y también el haberme sido imposible ir a despedirte, que es lo que hago ahora, como buenamente puedo. Me vienen a la cabeza las estrofas de la vieja canción que empieza a sonar al final de una película que Alessandro y yo amamos, Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, de Stanley Kubrick, claro, como no podría ser de otra manera. Algo así como: " Volveremos a encontrarnos, no sé dónde, no sé cuando..."  En cualquier caso, mi querido amigo, para siempre, Alessandro, La Pompadour ya no está, se ha ido contigo.







LA POMPADOUR YA NO ESTÁ 
LA POMPADOUR GIÀ NON C'È 

Scrivere è sempre un regolamento di conti, soprattutto con sé stessi. Scappare, minimizzare il malessere che ci accompagna dal momento in cui cominciamo a essere coscienti. Eppure è un piacere immenso al quale non potrei mai rinunciare. Anche se adesso, nell’istante in cui sono seduto di fronte al mio computer, sto per scrivere di qualcosa, di qualcuno, del quale non avrei voluto ancora scrivere, perché il tempo avrebbe dovuto continuare a stare dalla sua parte.
Ascolto jazz, per renderlo più sopportabile, Oscar Peterson, per essere più precisi, una musica e un autore che anche lui amava. Voglio scrivere, se la tristezza e le lacrime non me lo impediscono, alla fine, di uno dei migliori amici che ho avuto nella mia vita, Alessandro Pandolfi.
Lui in Italia e io in Spagna. Milano e Madrid. Città per le quali sia lui che io siamo transitati insieme in certi periodi della nostra vita. Per quanto lui, il mio caro amico, ormai non potrà più farlo. E non potrà più farlo perché se n’è andato, e se n’è andato, sicuramente, per sempre, come tanti altri, nella successione incessante e permanente che determina quella che quando noi ci siamo non c’è, e quando c’è noi non possiamo esserci.
Conobbi Alessandro, lo vidi per la prima volta, un mattino di fine novembre del già lontano 1991, se la mia memoria, i miei neuroni un po’ logori, e fusi, non mi ingannano, all’Università Complutense di Madrid. Con alcuni amici avevamo organizzato un seminario nella Facoltà di Filosofia intitolato, in modo un po’ magniloquente, “Ristrutturazione del capitale, anni 1960-1990”, al quale partecipavano intellettuali italiani, francesi e spagnoli, accompagnati dai collettivi sindacali della SEAT e della EMT, che in quel periodo stavano portando avanti lotte importanti. Il seminario dava continuità a quello che avevamo tenuto un anno prima a Parigi, con Antonio Negri, Michael Hardt, Gian Carlo Pizzi e Maurizio Lazzarato, tra gli altri. Eravamo giovani, anche se io non così tanto, desiderosi di impregnarci delle esperienze politiche italiane degli anni Sessanta e Settanta. Su indicazione e raccomandazione dell’amico Gian Carlo, che per me fu indispensabile in quel seminario parigino, Alessandro Pandolfi, amico di Pizzi di lunga data, partecipò a quell’evento come conferenziere. Ci fu subito feeling tra noi due. Tanto che nel corso dei tre giorni in cui si tenne il seminario ci vedemmo di continuo, lo invitai a casa mia e condividemmo ore meravigliose. Da allora Alessandro entrò nella mia vita per non uscirne più. Ci incontravamo in occasione dei seminari internazionali della rue Vaugirard, a Parigi. Un anno in cui le cose, sul piano sentimentale, per me erano andate a monte, mi invitò a casa sua a Milano, viveva da solo. E conobbi la sua compagna, con la quale condivideva la sua vita già da alcuni anni, Alessia. Una donna incantevole e allegra che conquistò subito la mia simpatia.  Già allora Alessandro mi insegnò alcune cose sui rapporti umani, in generale, e in particolare sui rapporti tra uomini e donne. Scoprii un cinefilo come lo ero già io, anche se le sue conoscenze in campo cinematografico mettevano in evidenza un’erudizione enorme. Parlammo di un regista che sia lui che io amavamo fino a sfiorare l’adorazione, Stanley Kubrick. Alessandro era sempre avanti, sapeva sempre tutto.
Da quel momento iniziammo a frequentarci, superando sempre la lontananza che ci separava. La nostra amicizia andò in crescendo. Feci altri viaggi a Milano per incontrare lui e Alessia. La casa era un’altra, lui e Alessia ormai vivevano insieme. E poi furono loro a venire nella mia città, a Madrid, una fine dell’anno, molto, molto speciale, con altri amici italiani, che passammo in una trattoria, Carmencita, dove io andavo a mangiare da oltre venticinque anni, e ai cui tavoli si erano seduti, in altri tempi, sotto i paralumi che emettevano luce a gas, scrittori quali Ramón María del Valle Inclán o Federico García Lorca. Alla fine della cena, Alessandro, lasciandosi andare all’allegria che quel gruppo sprigionava, stappò una bottiglia di champagne, lanciò il suo liquido prezioso su tutti e finì abbracciando la cameriera che assunse un’espressione di circostanza. Non me lo sono dimenticato.
Nel 1999 mi trasferii a vivere nella sua città, Milano, perché un anno prima avevo conosciuto una ragazza italiana, Roberta, con la quale avevo iniziato a mantenere una relazione. In quel periodo breve ma intenso, di oltre sei mesi, che trascorsi in quella città che di notte, in alcuni quartieri, mi ricordava Mosca, i rapporti di amicizia si fecero più stretti, com’è logico, perché vivevamo nella stessa città. Scoprii un Alessandro che non era solamente il grande intellettuale che sapevo che era, già da alcuni anni, scoprii un Alessandro più vicino, caro, affettuoso, speciale e unico. Nelle nostre conversazioni, imparavo sempre qualcosa di nuovo, mi faceva riflettere su elementi che io non avevo tenuto in considerazione al momento di mettere a fuoco questo e quell’argomento. Sorrideva continuamente, il mio carattere un po’ nevrotico e ossessivo lo divertiva. Così come la mia ipocondria. A poco a poco iniziavo a rendermi conto fino a che punto stava incominciando a conoscere il mio carattere e il mio modo di essere. Forse lui stesso era un po’ così. A ogni modo, mi rivolgevo sempre a lui per ricevere dei consigli su un’infinità di questioni. E naturalmente volli averlo al mio fianco, come testimone, come appoggio fondamentale, quando sposai Roberta, vicino a Urbino, dove lui era professore all’università. E dove una mattina, d’estate, non ricordo di quale anno, volli andare, volli essere presente, ascoltarlo, a una delle sue lezioni, in occasione dei corsi estivi che impartiva. Lì mi resi conto di quanto fosse grande, della capacità che aveva di trasmettere la sua conoscenza, ed ebbi pure la sensazione che quei giovani non erano coscienti di stare di fronte a qualcuno molto speciale, che non era uno dei tanti professori. Immagino, come succede quasi sempre, che con il passare del tempo si saranno resi conto della fortuna che hanno avuto ad averlo conosciuto. Conservo ancora gli appunti, presi in italiano, non so come, a quella velocità, di quella lezione, per me memorabile.
Nel breve periodo in cui abitai nella sua città, estate inclusa, in cui le zanzare non smettevano di assillarci, dentro e fuori dall’appartamento in cui vivevamo io e Roberta, ebbi la fortuna di scoprire, grazie a lui, una zona dell’Italia dalla quale rimasi affascinato per sempre, la Costa Ligure. Lui e Alessia ci invitarono nella loro casa di Santa Margherita, un angolo speciale dove le attrici e gli attori del cinema americano, negli anni Quaranta e Cinquanta del secolo scorso, andavano a finire per annegare le loro angosce e altre cose nell’alcol che veniva versato in feste molto private. Quella volta in macchina, con loro, da Milano, passammo per Rapallo, luogo di risonanze nitzscheane e freudiane, dove mi fece conoscere una gelateria, una specie di palazzo con tutti i gusti e le possibilità del mondo, una memoria che conservo ancora dentro di me.
Viaggiai altre volte, in treno, a Santa Margherita, e ricordo come tremavo per l’emozione arrivando al binario, quando il convoglio, uscendo dal tunnel, si fermava e leggevo il cartello scritto con la pittura bianca sulle pietre di uno dei muri laterali della stazione. Come quella volta che era appena venuto al mondo Gabriele, un piccolo ranocchio, tranquillo, che il mio amico sollevava fino al cielo con le sue braccia, pieno di felicità.
Le immagini, i ricordi, la sua voce, la sua affettuosa accoglienza, ogni volta che ci vedevamo, si impongono, in modo chiaro, sulla tastiera asettica su quello che sto scrivendo.
Alcuni anni dopo arrivò Alma, quattro anni più piccola di Gabriele, e mentre passavano gli anni, e tutti e due crescevano, una specie di desiderio non detto faceva sperare che magari un giorno le strade di quei due bambini avrebbero potuto arrivare a incrociarsi, chi lo sa...
Di fatto siamo stati insieme, le due coppie e i due bambini, in più di  un’occasione. L’ultima, che è stata pure l’ultima volta in cui ho visto il mio caro amico, fu quando vennero tutti e tre a Madrid, nel dicembre del 2015. Alessia e Alessandro dormirono in un hotel, ma Gabriele rimase a casa nostra, e Alma non faceva altro che andargli dietro, di continuo, senza rendersi conto che quella piccola differenza d’età, adesso, nella tenera infanzia, è come un secolo.
Ricordo, ogni volta che ci incontravamo, più o meno ogni anno, in estate, quando noi andavamo in Italia per alcuni giorni, che incontrare Alessandro e parlare con lui, dibattere e riflettere sul divino e l’umano, mi faceva avanzare, progredire, fare un salto. Lui mi ha insegnato molte cose, mi ha fatto scoprire autori, libri, cineasti nascosti. Mi parlava di Stephen King, di Philip Dick, perché io ero, e continuo a essere, ossessionato dalla questione della fusione fredda, dall’immortalità, da quella possibilità di trascendere la finitezza decretata con anticipo alla nostra nascita. Gli piaceva, lo divertiva vedermi entusiasta per una cosa così banale e impossibile come quella. Eppure quella forte convinzione che avvertiva in me faceva sì che prendesse l’argomento, che mi prendesse, sul serio. Dovette essere in uno di quei momenti quando decise di chiamarmi, di soprannominarmi, La Pompadour. Sì, il suo amico Jesús era diventato Madame La Pompadour. Perché? Ma... non lo so, forse per quello che stavo dicendo poco fa, il fatto di essere un po’ nevrotico, troppo sensibile, poco accomodante, per niente adattabile, né alla società né alle cose della vita quotidiana. A me quel soprannome mi faceva ridere un sacco, e mi faceva sentire anche orgoglioso, perché dimostrava fino a che punto il mio amico pensava a me. Credo che mi conosceva molto bene, e intuiva, o sapeva qualcosa dei fantasmi che mi stanno intorno.
Della stessa età, io più grande di alcuni mesi, siamo transitati per un mondo che già non ha nulla a che vedere con quello in cui viviamo oggi. La sua saggezza politica, i suoi consigli, mai dettati come tali, mi hanno fatto avere un punto di vista, di fronte ai processi storici che sto vivendo nel mio paese, lontano da qualsiasi tentazione endogamica o di carattere nazionalistico. Credo che io e lui, alla fine, siamo stati un po’ libertari.
In questi istanti, il mio pensiero vola verso Alessia e  Gabriele, che sono state le persone più importanti per Alessandro. Sono loro, d’ora in avanti, il nostro riferimento, ci sentiamo vicini a loro e a loro ci stringiamo. 
Non posso continuare a scrivere, le immagini e i ricordi si vanno ammassando e me lo impediscono, sapendo che oggi, Alessandro, sei diventato un pugno di cenere. E questo mi ammazza, e anche il fatto che sia stato impossibile per me salutarti per l’ultima volta, che è quello che faccio adesso, come meglio posso. Mi tornano in mente le strofe della vecchia canzone che inizia a suonare alla fine di un film che io e Alessandro amiamo, Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, di Stanley Kubrick, chiaro, come non potrebbe essere altrimenti. Che dice più o meno così: “Torneremo a incontrarci, non so dove, non so quando...” A ogni modo, mio caro amico, per sempre, Alessandro, La Pompadour ormai non c’è, se n’è andata con te.

(traduzione di Roberta)