lunes, 18 de febrero de 2013

PERECER EN LA MEMORIA


Madrid es extremadamente radical. Se pasa de los catorce grados a los cuatro o cinco en un abrir y cerrar de ojos. Aunque hacer esta afirmación es de perogrullo para alguien que viva en la ciudad, uno no deja de hacerlo una y otra vez como si quisiese conjurar dicha radicalidad. 
Es un día gris, demasiado gris. Reconozco que aborrezco ese color gris que anula los contrastes y la geometría en la arquitectura y en las cosas. Pero podría atenuarse en esta mañana, en la que una marea de batas blancas abiertas y cerradas disimulan el colorido caprichoso que cada cual elige a su libre albedrío, en la que la sanidad pública se bate de nuevo contra la sinrazón privatizadora de los ineptos y corruptos gestores de la administración pública de la ciudad y de la comunidad.
Sin embargo, hoy, mi cabeza se deja llevar por lo que mis ojos observan a un lado y a otro de la calle Alcalá y la Gran vía. El edificio de Antonio Palacios, el Círculo de Bellas Artes, emerge de manera oscura y algo trágica frente a mi lógica adormilada. Sobresaliendo en lo alto de la azotea, como una gran mancha negra, Atenea o Minerva observa fijamente la Iglesia de San José aunque de reojo clave sus ojos malignos en el rascacielos de la Telefónica.
Mi memoria empieza a naufragar en una extremada tristeza. No me resulta difícil viajar en el tiempo. Me sucede en muchas ocasiones cuando paseo por esta zona de la capital. Ahora que la Gran Vía está vacía de coches y pocos transeúntes suben y bajan por ella, en mi cabeza aparecen las imágenes reales, extremadamente reales, de una calle adoquinada donde unos pocos coches y limusinas se deslizan elegantemente hacia arriba y hacia abajo. También algunos transeúntes, vestidos con una inequívoca estética, atraviesan la calzada tratando de sortear el paso veloz de las voitures...

Alzo mi vista, mientras la manifestación avanza con pesada lentitud, y observo la figura de la Victoria Alada que corona la cúpula del edificio Metrópolis. No es la original que se asomaba al cielo cuando fue construido, pero su rutilante erotismo me excita. Con los brazos abiertos, aparece completamente desnuda, exhibiendo unos potentes pechos y un pubis descarnado enmarcado entre dos muslos prominentes.

Hay algo, no obstante, que siempre me ha sorprendido, y que hoy, cuando vuelvo a pensarlo, lo sigue haciendo. Esta parte de la ciudad está enraizada en mi cabeza con la memoria. Con la memoria de una época en la que España podía considerarse un país culto y civilizado. Una nación alzada en las urnas que en pocos días logra elaborar una constitución que empieza diciendo: "España es una república de trabajadores..." Y que, en muchos aspectos, aún hoy podría servirnos como ejemplo de sabiduría política. 
Era un 14 de abril de 1931, y aunque al escribirlo uno tiene la tentación de pensar que eso ya sucedió hace mucho, mucho tiempo, y que ahora la vida y la historia son bien diferentes, sigo pensando que está a la vuelta de la esquina, que pasó hace un rato. Y eso es lo que me sorprende. Porque ni siquiera la dictadura pudo cancelar de mi cabeza las imágenes fotográficas, tantas veces vistas, de esos paisajes urbanos con gentes que expresaban una alegría desbordante. 

Me adentro en la calle de Alcalá. Hileras de gentes que reclaman algo que es suyo, la sanidad, siguen avanzando. Pero hoy mi cabeza está en otra parte, en otro tiempo. Y la arquitectura hace de mediación obligada. El antiguo edificio del Banco de Bilbao, coronado por esas espectaculares cuadrigas que parecen querer dar el salto al vacío en cualquier instante, se trasmuta en esa imagen del Madrid sitiado durante la guerra civil, en el que los vanos entre las columnas de la fachada están ocupados por enormes telas que reproducen la hoz y el martillo del Partido Comunista y los logotipos de la Confederación Nacional del Trabajo y de la Unión General de Trabajadores, rompiendo brutalmente el carácter mercantil de la construcción..
La perturbadora ave oscura que extiende sus alas hacia arriba en lo alto del extraño edificio Déco  de la compañía de seguros de la Unión y el Fénix me inquieta y eriza los pelillos de mis brazos. Me viene a la cabeza en este preciso instante que otros dos edificios Déco que he dejado atrás: El antiguo Banco de Vizcaya, más abajo, y el Círculo de Bellas Artes, casi enfrente, algo más arriba, diseñados cuando ya ha eclosionado totalmente el Art Déco en Europa, y ha tenido lugar la legendaria Exposición de 1925 en París, no dejan de ser tímidos intentos que no llegan nunca a eliminar los elementos decorativos clásicos para entrar de lleno en ese estilo moderno y contundente. Quizás porque la tradición local se impone todavía sobre el estilo internacional.
Pero lo que me impresiona es pensar que todos estos elementos y todas estas arquitecturas están ya presentes en la vida de las personas de esa época que se adueña de mi memoria. Y que las bombas arrojadas por la canalla fascista e infrahumana sobre la capital durante la guerra no lograron romper su exultante belleza.

Creo en la inteligencia colectiva. Esa que no ha parado de expresarse en plazas y en calles desde el 15 de mayo de 2011. Lo hace de nuevo hoy, por enésima vez. Esta enorme masa que avanza con contundencia me seduce, aunque sé que no es suficiente para estrangular al ancien régime. Y pienso en esa otra inteligencia donde mi memoria me lleva en esta mañana ensuciada por un cielo demasiado gris: la inteligencia de las gentes que vivieron y experimentaron la Segunda República, cuando la cultura no era un mero valor de cambio, ni la educación estaba al servicio de los intereses empresariales.


martes, 12 de febrero de 2013

LAS MASAS SE DIVIERTEN



Una cierta templanza acompaña el anochecer de este último día de enero. La temperatura, en torno a catorce grados, así lo corrobora. Sin embargo, los acontecimientos que el periódico de la mañana relata en primera página están muy alejados de esa quietud que el clima invernal señala esta noche. Lo que se ha publicado denota bien a las claras la gravedad de la situación. Si todavía existía una franja, pequeña o grande, de ciudadanos bien pensados o incautos, habría que pensar que dicho sector ha dejado de existir.
Las redes echan humo, se incendian. Una convocatoria espontánea penetra en todos los aparatos electrónicos. La cita está clara: ¡A las 20 horas en Génova! Sí, delante de la sede del partido que nos gobierna. Todo parece indicar que la reacción de la población va a ser contundente. Motivos de sobra hay para ello. El periódico lo confirma, nos roban con premeditación y alevosía. Todo un elenco de ministros y altos dirigentes del partido que dirige el timón de la nación, con el presidente del gobierno a la cabeza, han robado y se han enriquecido a lo largo de los últimos años como si nada. Dentro de la zozobra que provoca en mi cabeza algo que de sobra había previsto, no deja de resultarme curioso un pensamiento que me llega veloz y automáticamente: "Riff Raff", la vieja peli de Ken Loach del inicio de los noventa del pasado siglo, se me impone. Sobre todo las palabras del actor que hace de albañil en el film, en una entrevista a un medio inglés. La periodista le pregunta: "¿Qué piensa usted de su país, Inglaterra?" Indiquemos, antes de escribir la respuesta del entrañable y tierno actor, que el viejo país imperial está conducido aún por la dama de hierro, Margaret Thatcher. El albañil, sin ningún tipo de duda, responde: "Inglaterra es un país de mierda dirigido por fascistas..." Pues bien, aún a riesgo de aparecer como alguien politically incorrect, me digo que por fin puedo hacer mías las palabras del albañil inglés y proclamar a bombo y platillo que: "España es un país de mierda dirigido por fascistas..." Finalmente, el círculo se cierra. Para ser sinceros, diré que ninguna ironía se esconde detrás de mis palabras. En realidad, me habría gustado no tener que llegar a hacer mías dichas palabras. Pero la doctrina del shock, ensayada con profusión en Chile por los Chicago Boys de Milton Friedman, una vez destruido el gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende con el golpe de Estado de los militares al mando de Augusto Pinochet, y posteriormente en la América de Ronald Reagan y en la Inglaterra de Margaret Thatcher, es la doctrina que, finalmente, se nos está imponiendo a los ciudadanos de nuestro país.

No voy a redundar en palabras y argumentos que se han repetido hasta la saciedad para demostrar que la crisis es la palabra que esconde el enriquecimiento de unos poquísimos esquilmando y robando a la mayoría de todos nosotros. Pero si me interesa señalar que en unos pocos, poquísimos meses, todas las caretas y todo el escenario se han venido abajo. Podríamos estar entrando, como en la ópera Wagneriana, en "El ocaso de los dioses" y la destrucción del Valhalla. Aunque los dioses se hayan trasmutado en capitalistas y el Valhalla en el Capital. O más modestamente, en el gobierno que padecemos de ineptos y ladrones, y en la   Monarquía obsoleta y corrupta que da cobertura a toda esta farsa.

Apenas un cuarto de hora para que las manecillas del reloj marquen las ocho de la tarde, y ya pulula gente en los alrededores de la glorieta de Alonso Martínez. La policía, en ese momento, está comenzando a usar su fuerza de trabajo al servicio del Estado. Decenas de vallas metálicas impiden ya el tránsito hacia la calle de Genova. Los minutos van pasando y, enseguida, tengo la impresión que no va a pasar gran cosa, que ningún tipo de reacción contundente va a tener lugar. Hay pequeños grupos de gentes que gritan con fuerza su rabia y su indignación, pero sólo eso. El escenario tampoco cambia demasiado en el otro extremo de la calle, a la altura de Colón. Los cuerpos represivos sobreabundan para la pequeña concentración que tiene lugar, nada que no hayamos visto en otras ocasiones parecidas.

El tiempo sigue pasando, pero la masa no crece. Un millar de personas sigue aullando como si nada. Ningún aspecto del escenario que yo había imaginado tiene lugar. Tampoco es que mi imaginación hubiese volado hacia grandes cotas, pero si que había llegado a pensar que las masas de trabajadores y parados de la periferia de Madrid, de esas barriadas infames donde se apiñan en viviendas de metros escasos familias enteras, habrían decidido, por fin, descender a riadas hasta el centro de la ciudad decididos, sin mucho más que perder, a ir a por todas.

Regreso a casa sin sospechar que todavía me aguarda alguna que otra sorpresa. Ciertas indumentarias me hacen comprender que al otro lado de la ciudad, junto al río, un estadio de fútbol contiene varios miles de personas que juegan a evadirse de una dura realidad que les explota en la cara cada día...Avanzo por una zona de la ciudad donde las terrazas, esas que permiten a los fumadores seguir siéndolo, a costa de dilapidar y consumir energía, a través de esos artefactos que los mantienen calentitos, aparecen llenas. El bullicio en la calle haría pensar a un extraño del lugar que la vida es maravillosa y que el país está que se sale...
Más adelante, en otro espacio que sirve para eventos de todo tipo, un partido de baloncesto también entretiene a otras masas haciéndoles creer que todo sigue igual...
Recuerdo, en ese momento, que días atrás unos jóvenes anarquistas griegos, con extrema sensatez, nos decían que, a pesar de todo lo que estaba cayendo en Grecia, la situación no hacia pensar para nada en una rebelión popular que diera al traste con el orden establecido. Tal vez, eso explique el por qué la gente sigue prefiriendo quedarse en casa cómodamente sentados, como si nada les fuera a pasar. En los movimientos se repite la famosa frase: "Vamos despacio, porque vamos lejos..." Sí, suena bien. Desde otros lugares también se proclama que hay que ir con pausa, con cuidado, con calma, y tener mucha, mucha paciencia...Sí, seguramente se dice con toda la sensatez del mundo, con toda la sabiduría e inteligencia acumuladas durante décadas. Sin embargo, tengo la impresión que nos olvidamos de algo. Parafraseando a mi querido Luis Cernuda, pienso: ¿no estaremos confundiendo la realidad con el deseo? Porque una cosa es que todos queramos hacer las cosas con tiempo, con calma, con precisión, con límpida geometría. Y otra es que el tiempo histórico concreto nos permita hacerlo. Soy de los que piensan que se nos acaba el tiempo, que tenemos muy poco tiempo, que no podemos esperar a que las cosas maduren... No, las cosas están ya maduras: "El día está a las puertas, hay ya viento nocturno: no vendrá otra mañana...", como decía el gran escritor alemán Bertolt Brecht. No, no hay tiempo que perder. O actuamos o perecemos.