viernes, 27 de diciembre de 2013

¡ESTOY PILLADA!

El viento que sopla a ráfagas hace que las hojas caídas de los árboles, en este inicio de invierno, se acumulen en las aceras. Me gusta caminar entre las hojas y no me molesta que se queden así días y días. Además, en lugar de inhalar otro tipo de olores, aún llega hasta mi pituitaria la última bocanada de la esencia de cuando todavía eran verdes y poseían por entero toda su fragancia.

Acabo de subirme al autobús. No voy lejos, es un corto trayecto, acudo a una cita y tengo el tiempo justo. Me he sentado en esa zona, casi al final, donde hay cuatro asientos, dos en la dirección en la que viaja el vehículo y otros dos en dirección contraria. Frente a mí está sentada una joven bastante atractiva y algo exuberante. Lleva una falda tan corta que cuando se cruza de piernas deja al descubierto todo el muslo y el inicio de la nalga. Aunque lleva medias tupidas, la visión no deja de resultar interesante. Pero no es ésto lo que atrapa mi atención. En absoluto. Al otro lado, a mi derecha, en el otro grupo de cuatro asientos, viajan dos jóvenes, chico y chica, a cuya conversación asisto de manera involuntaria. Sí, involuntaria, porque mis pensamientos vuelan en otra dirección, más bien en la de la cita a la que estoy llegando. Sin embargo, no sé muy bien por qué, el discurso de la muchacha empieza a interesarme. Los oía, dada la cercanía de sus asientos con respecto al mío, pero la blandura de los colores de los colgantes navideños me penetraba a través de los ojos produciéndome una cierta somnolencia. De repente, ese ensimismamiento perdido se hace trizas y mis pabellones auditivos no dejan escapar el más mínimo rumor que va saliendo de las bocas de esos dos jóvenes.
¡Estoy pillada! Una y otra vez la chica pronuncia esa frase, mientras su acompañante trata de entender lo que ella trata de explicarle. Y no es nada fácil, por lo que trato de colegir. En seguida me doy cuenta que el argumento de fondo es ése del que todo el mundo se atreve a hablar con inusitado atrevimiento, como si se tratase de algo simple o bien sabido. La chica habla del amor. Por eso repite continuamente lo de ¡estoy pillada! Mientras trata de hacer entender, a quien parece ser su amigo o su confidente, el meollo del asunto, su rostro, el de la muchacha, empieza a entrarme veloz por los ojos. Su pelo es laceo, aunque aparece mitad oculto debido al gorro de piel con el que cubre su cabeza. Tiene unos ojos grandes y muy expresivos, realzados con un buen toque de rímel que lanzan sus pestañas hasta el infinito. Resulta muy elegante, aunque intuyo que aún podría serlo mucho más sin el piercing que devora uno de sus carnosos labios. Pero tal vez ésto sea sólo una apreciación estética mía. Lleva puesto una especie de dos cuartos azul marino y una falda corta sobre unos leotardos negros bastante corrientes y botas bajas, unos centímetros por encima de los tobillos. 
Pero, siendo interesante su presencia, lo que realmente me sobrecoge es la historia que desgrana ante la mirada atenta de su vecino. Habla del objeto amado y lo describe como una especie de sujeto extraño, ansioso y con problemas psicológicos. Ella afirma que todos los problemas del que, en algunos momentos, llama novio, provienen de la madre. Que ya desde los doce años, más o menos, el chaval sufría de crisis de ansiedad y de ataques de pánico. 
Aunque le comenta a su acompañante que es cínico, mentiroso y otras lindezas, al mismo tiempo afirma, ante cierta perplejidad de su amigo, o lo que sea, que no se comporta mal del todo con ella. Ante los peros y dudas que expresa su vecino de asiento, ella insiste: ¡Es que estoy pillada! "He tratado de dejarlo, incluso hemos llegado a cortar", afirma, "pero el otro día, mientras se lo decía, se echó a llorar delante de mí". El acompañante trata de terciar, como si quisiera dejar traslucir, aunque en modo alguno con claridad, una cierta querencia hacia la chica. "Mira", le dice. "Si lo que te cuenta es mentira y trata de engañarte, significa que es un esquizofrénico, pero si lo que te dice es verdad, entonces significa que está loco o que está pasado". Oír este tipo de razonamiento sobre el sujeto descrito por ella, no deja para mí lugar a dudas. Se trata simplemente de una estrategia, por parte del chico que la acompaña en el autobús, para llevarla a su terreno, porque en su digresión trata de romper el hilo conductor que la muchacha ha tratado de poner en pie de manera continuada. Sin embargo, el leitmotiv se repite una y otra vez, ¡estoy muy pillada!

Me sorprende, me sorprendo a mi mismo, como ya ha sucedido en otras ocasiones, frente al paradigma amoroso. Ella habla con tanto énfasis, con tanta fuerza y convicción, que parece que nada hay al otro lado de la frontera, de esa sutil experiencia que de manera tan rotunda abate a los seres humanos. No obstante, a pesar de una cierta incapacidad, por mi parte, de comprender eso que llaman enamoramiento, ¡estar pillado!, no dejo de sentir cierta simpatía, y me inspira una gran ternura, la posición empecinada que mantiene el acompañante-confidente de la muchacha. Tal vez, porque hace mucho, mucho tiempo, quizás yo he jugado ese papel de confidente con alguien que me interesaba pero cuyo interés, como en el caso de esta pasajera del autobús, era depositado en otro. O tal vez no. Tal vez es que ella, con esos ojos y esas pestañas infinitas, y esa inseguridad camuflada en el ¡estoy pillada!, me intimida en esta noche de Navidad en la que la fugacidad de un encuentro fortuito enciende mis atolondradas neuronas.    



sábado, 21 de diciembre de 2013

RESISTENCIAS INTERRUMPIDAS


La noche es fría, bastante fría, pero una calma absoluta se adueña del paisaje. Los árboles parecen espectros, inmóviles y mudos. Ni el más leve balanceo mece las hojas. Estamos en la calle de Genova, una noche más, una vez más. La sede del Partido Popular, ese enjambre que contiene todos los aguijones de la derecha, aún está iluminada. Tal vez quieren ser los primeros en festejar la Navidad. 

La Ley de Seguridad Ciudadana va a ser aprobada en Consejo de Ministros. Las medidas que comprenden el proyecto que el gobierno autoritario de Rajoy presentará al Parlamento, no dejan lugar a dudas. El ataque a los derechos y libertades de reunión, manifestación y expresión es contundente.

Somos pocos, hay poca gente concentrada, como si la medida, una vez que sea aprobada, fuera a afectar sólo a los radicales y a esos que el gobierno y cierta prensa llaman antisistema. Sin embargo, la realidad es muy otra. La peligrosidad de la Ley no sólo radica en las desorbitadas disposiciones que contiene, propias de un régimen delirante y represivo. La gravedad proviene del hecho de que la Ley desplaza a los jueces como los principales garantes que pueden determinar la culpabilidad o no de los ciudadanos, como sucede en cualquier democracia. Aquí no, el Gobierno y la Policía van a determinar quien o quien no cumple la legalidad.
Pero España, en estos dos últimos años en los que gobierna el Partido Popular, camina por una pendiente que nos despeña hacia el abismo fascista.

Avanzamos, decidimos movernos, hay que caminar. Avanzamos por la calle Santa Engracia. A una cierta altura, mirando hacia la calle Covarrubias, diviso el hotelito de lo que fue la vieja Clínica España, donde estuvo confinado el fascista Serrano Suñer y de la que se evadió gracias a la complicidad y generosidad de sus guardianes y al apoyo del Doctor Marañon. Pero volvamos a la realidad de esta noche. Caminamos, primero con un cierto paso tranquilo, rodeados en ambos extremos de la marcha por dos cordones de policías, que se mueven hacia adelante y hacia atrás tratando de no perdernos de vista. No parecen fuera de sí como en otras ocasiones. Aunque puedo observar cómo pierden los nervios con algunos chicos de la prensa.

Nos vamos tragando Santa Engracia, ahora con un paso más firme y decidido. Miro hacia atrás y observo que el grupo ha crecido. Somos algunas docenas más que en la concentración de Alonso Martínez. Pero siempre somos pocos. Vamos en dirección hacia la Plaza de Castilla, concretamente. Se nos ha comunicado que están a punto de salir algunos de los detenidos en días pasados en alguna de las refriegas que en los últimos tiempos tienen lugar en distintos puntos de la capital.

Estamos en Cuatro Caminos y el ritmo sigue creciendo. Parecemos maratonianos, nadie se interpone en nuestro incesante caminar. Gritos y eslóganes despiertan la curiosidad de algunos vecinos que abren ventanas y balcones para saludar a la marcha. Alguien, una voz femenina, nos jalea para que avivemos, aún más, el paso. "Los detenidos ya han salido", grita en voz alta. Cuando intuyo que debemos estar ya muy cerca me doy de bruces con el rótulo de la salida del metro de Tetuán. "¡Todavía estamos en Tetuán!", digo alzando la voz a los que tengo a mi alrededor. La verdad es que  la calle Bravo Murillo no parece tener fin.

Las piernas empiezan a estar duras. Llevamos algunos cuantos kilómetros en plan marchadores olímpicos. Se respira una cierta alegría en los rostros de los manifestantes. A nadie le importa que no seamos demasiados en esta noche fría en la que, poco a poco, estamos entrando en calor. Llegamos a Valdeacederas, subimos la pequeña inclinación y ya divisamos las torres de la Plaza de Castilla. Estamos llegando, lo hemos conseguido.

A medida que nos acercamos se oyen algunos gritos. Allí, al fondo, un pequeño grupo aparece arremolinado en torno a los juzgados. Llegamos y nos fundimos todos. Una pequeña masa desordenada inunda los aledaños del horrendo edificio que da cabida a los tribunales. Todavía permanecen algunos medios con nosotros, sobre todo internacionales. También la policía. Alguien, a través de un pequeño megáfono, dirige unas palabras a los allí presentes. En pocos minutos el acto concluye.

Lo de esta noche tiene su importancia, quizás más de lo que alguno de nosotros puede intuir. Tal vez, como en la época del régimen franquista, tendremos que habituarnos a este tipo de manifestaciones, poco numerosas, pero de gran valor simbólico. La actitud de unos pocos sirve siempre para despejar las dudas que asaltan al poder establecido. No importa demasiado que las masas no inunden las calles. A veces, los pocos, representan la punta del iceberg del enorme bloque de hielo que, antes o después, acabará derritiéndose, provocando una inundación de imprevisibles consecuencias.

Sí, esta noche gélida somos un pequeño grupo. Pero no estamos tan solos como la apariencia quiere indicar. Con nosotros están otros, Federico García Lorca, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Miguel Hernández, Manuel Azaña, Pier Paolo Pasolini, Salvador Allende, Andreu Nin, Alberto Giacometti, Vincent Van Gogh, Marilyn Monroe, Stanley Kubrick, Franz Kafka, Karl Marx, León Trotsky, Sigmund Freud, Wolfgang Amadeus, The Beatles, los artistas del paleolítico superior, la Pantera Rosa y tantos y tantos otros...


  

viernes, 20 de diciembre de 2013

ENSAYO GENERAL


9,36...Boooooommmm!!!!!!! Un estruendo sordo y seco atruena el centro de Madrid. Pero no es hoy, es un día, como hoy, de hace ya cuarenta años. Nuestra historia, la de nuestros días, arranca aquella mañana gris y fría, pero no es de eso de lo que quiero escribir ahora.


Es casi la hora de la comida, aunque yo ya he comido hace casi una hora. Llueve, toda la mañana ha estado diluviando, con fuerza, con inusitada fuerza. El metro, como sucede en los últimos tiempos, desde que la administración municipal decidió reducir de manera drástica el número de trabajadores de la compañía metropolitana, renquea, se para, y eso hace que suba las escaleras con la lengua fuera y el corazón a mil por hora. Están dando las dos cuando llego a la puerta de la sala sinfónica del Auditorio Nacional de Música. Me esperan dos amigos músicos: la pianista Isabel Puente y su marido, el compositor José María Sánchez Verdú. Entramos raudos, y casi inesperadamente nos encontramos en la zona por donde acceden los músicos al escenario. Decidimos, tras dudar unos segundos, entrar. Cruzamos el escenario, mientras los músicos están a punto de comenzar el ensayo, y nos situamos cómodamente en una de las filas de la pequeña sala sinfónica. Las notas llegan ya hasta nuestros oídos.

Estamos solos. En la penumbra de la sala, sólo mis amigos y yo. Y el ensemble, claro. Hay nueve músicos y el director. Percusión, piano, viento y cuerda. La obra que nos envuelve es una composición reciente del músico austriaco Georg Friedrich Haas, AUS.WEG. Me sorprende  el contraste entre la percusión y el resto de los músicos, tal vez porque los instrumentos que utiliza el percusionista, que es también pianista, no son los que habitualmente están presentes en otras obras donde la percusión tiene un papel destacado.
Sin embargo, mis ojos se van hacia la cuerda. Me sorprende el choque estético que evidencian el violín y la viola. Pero no me refiero a los instrumentos en sí, sino a las instrumentistas que tocan dichos instrumentos. Mientras la música sigue desgranando los acordes, empiezo a fijarme en las dos mujeres que dominan esos instrumentos de cuerda. La violinista, una rubia seguramente venida del este, impone una elegancia contundente. Viste un traje de chaqueta con falda ajustada, gris petróleo, y zapato de tacón sin complejos. Se sienta con elegancia, como una modelo. Coloca las piernas con movimientos estudiados, y no descompone la figura ni una milésima de segundo. Frente a ella, está la viola. Es también rubia, aunque desde mi asiento no podría afirmar si es natural o de bote. Aunque he apostado conmigo mismo que es natural. Su torso está embutido en una de esas camisetas de lycra que se ajustan tanto que todo queda marcado. Luce una falda vaquera de vuelo y calza botas altas, por debajo de la rodilla. Enseguida me atrapa su figura. Su rostro de esfinge, cuya mirada perdida en el infinito pasa por encima de los demás, incluido el director, me intimida. Sus ojos miran desde un decidido nihilismo. Me hace gracia cada vez que el director, alemán, interrumpe el ensayo para dar alguna indicación, y se dirige a los músicos en su lengua o en inglés. La violinista responde en esas dos lenguas sin ningún problema. Pero ella, la esfinge, elude la comunicación en esos idiomas. Aunque está claro que entiende, más o menos, las sugerencias o las correcciones que parten del director, me hace reír que ella conteste en su lengua, en castellano, sin ningún rubor, sin mostrar la más mínima displicencia. Esa ausencia de reparos la muestra claramente a la hora de situarse en su asiento. Me llama la atención sobremanera su actitud. Como si de un violonchelo o contrabajo se tratase, ella abre las piernas como si alguno de esos instrumentos invisibles se acunara entre ellas. Pero no, la viola la maneja perfectamente con sus brazos. Sin embargo, el juego que establecen sus piernas son de lo más inusual. Tiene una figura rotunda, fuerte. Sus muslos son redondeados en oposición a lo finos que son los de la violinista, que apenas se descubren cuando cruza las piernas en un movimiento preciso.
El sonido que arranca con su arco a la viola es delicado, muy delicado, infinitamente modulado. Me fascina. Pero sigo observando su mirada aséptica y neutral.

El ensemble ha aumentado sus miembros. Aunque la viola ha abandonado el estrado, otros instrumentos de viento completan hasta un número de doce los músicos en escena. Tria ex uno, del mismo compositor que hemos señalado antes, se adueña ahora de la sala que ha aumentado en dos espectadores, que son dos músicos del conjunto que ahora no intervienen.
La composición, que juega con la obra de un compositor flamenco del alto renacimiento llamado Josquin Desprez, traspasa las neuronas anulando la distancia en el tiempo. Estoy descubriendo, para mi propio disfrute, a Haas. 
Mientras mis oídos se dejan seducir por el juego entre el renacimiento y el hoy, una cierta inquietud me inunda. ¿Habrá desaparecido para siempre la rubia esfinge de la viola? También un cierto nerviosismo. Sobre todo cuando miro el reloj y sé que no voy a poderme quedar hasta el final del ensayo general. ¡Pero yo también he venido a escuchar a Schönberg! Sí, así es. En realidad, cuando mis amigos me propusieron la posibilidad de asistir al ensayo, pensaba que se trataba de un monográfico dedicado a la figura del músico judío y vienés. No obstante, agradezco un montón la oportunidad de descubrir nuevos músicos contemporáneos. 

Se produce una pequeña pausa cuando un señor con aspecto desaliñado y figura oronda atraviesa el escenario para dirigirse a una de las butacas. Habla con el director en alemán, por lo tanto deduzco que también lo es. Mi amigo José María me saca enseguida de la duda. Se trata del compositor austriaco Richard Dünser, que también tiene una obra en el concierto que tendrá lugar por la tarde. Es música austriaca la que suena en este ensayo general. Bueno, por hablar en términos geográficos, porque en realidad la música, como el arte en general, son universales y sin patria. El arte es la manifestación más elevada de la humanidad, y por lo tanto nada debe a patrias ni a patriotas.A pesar de que en la década de los años treinta del pasado siglo, un compatriota de estos músicos intentase demostrar, después de aniquilar a millones de seres humanos, lo contrario.

Ahora sí, ahora finalmente Schönberg se adueñará de nuestros espíritus. Y ahora también reaparece, finalmente, la viola. La esfinge de rotundos muslos trata de ubicarse dentro del espacio habilitado para los músicos. Su número ha crecido considerablemente. Aunque El libro de los jardines colgantes, obra de 1907/1908, está compuesta originariamente para voz y piano, Richard Dünser ha hecho un arreglo, orquestándola. 
Inconfundible esta música que amo desde hace tanto tiempo. La orquesta suena a él. La orquestación se atiene, como no podría ser de otra manera, a las notas que el compositor vienés vertió sobre los pentagramas. La voz de Noa Frenkel suena increible. 
El director, sin saberlo, me impide una visión completa de la sugestiva viola. Así que, cuando la obra ya se está desarrollando en toda su extensión, decido abandonar la cercanía de mi amiga Isabel y me desplazo algunas butacas dentro de nuestra fila desde donde puedo, ahora sí, divisar a la esfinge rubia. 
Una pequeña interrupción, a causa de las sugerencias que hace Dünser, relaja la tensión de los músicos. Aunque ella, la viola, sigue presentando esa mirada que indica que la cosa no va con ella. Nada va con ella. Ella es más que ella. Hace alguna anotación con el lápiz en su partitura, eso sí. Pero su mirada no denota la más mínima debilidad. 
La música habla de la dificultad de las relaciones amorosas. Por un momento, una vez que los compases se reanudan, trato de fantasear con qué tipo de relaciones amorosas se las tiene que ver en su vida real la viola. Partiendo del supuesto de que el amor es algo bastante inexplicable, poco o nada verbalizable, plantearse la dificultad  en ese tipo de relaciones es, cuando menos, bastante optimista. Sí, porque evidencia que se trata de un compromiso, de una conexión o de una comunicación. Y yo no tengo tan claro que en ese terreno que, comúnmente, se denomina como terreno amoroso, enamoramiento o amor, se pueda hablar, en sentido fuerte, de relación. Pero dejemos esta digresión. Me interesa mucho más imaginar cómo se expresa en términos eróticos la esfinge. Mientras sus brazos manejan con energía y decisión su instrumento, sus muslos se abren generosamente. Da la impresión que esa apertura de noventa grados es la que le proporciona el impulso necesario para arrancar ese sonido delicado a su viola. O tal vez no.
Estoy ensimismado, no sé si más por la música o por la contemplación de la esfinge rubia. Algo ha debido captar mi amiga Isabel, porque cuando miro hacia ella de reojo capto una especie de guiño de complicidad.
Aprovechando la pausa que se establece, una vez concluido el ensayo general de esta pieza fantástica, me escurro hasta una de las puertas laterales hacia donde me acompaña Isabel. Aún tengo tiempo durante unos segundos, mientras me enfundo el abrigo, de dirigir la última mirada hacia el lugar donde la viola, con la mirada ausente, permanece inmóvil en su asiento.