martes, 1 de abril de 2014

EN LOS BRAZOS DE LA DECADENCIA 



En los últimos años del siglo XIX, en París, donde la efervescencia artística era ya una realidad que se imponía, los críticos acuñaron un nuevo término para describir los avatares del exceso, real o ficticio. Lo llamaron decadencia. Sin embargo, mientras el autobús avanza en medio de las últimas sombras del amanecer y los primeros rayos solares asoman detrás de las colinas, mi cabeza fantasea ya con la ciudad con la que voy a reencontrarme y ese término, el de la decadencia, se escurre entre los meandros de mis neuronas.

Han pasado muchos años, quince exactamente, desde la última vez que estuve en ella. En aquella ocasión no era la ciudad la única causa de la excitación en la que mi cuerpo naufragaba, el amor, esa extraña sensación que confunde la inteligencia, había hecho mella en mí. Mi nueva y flamante novia italiana y su hermano eran mis acompañantes. No obstante, la ciudad se nos imponía, no podía ser de otra forma. Incluso la residencia universitaria donde nos alojábamos iba a tener un papel destacado en aquel viaje. Había sido inaugurada por aquellas fechas y, como sucede en otros edificios, la madera era uno de los materiales que abundaban en los elementos que componían su estructura. Ya la primera noche tuvimos ocasión de experimentar que no sólo nosotros, y los otros residentes, éramos los únicos inquilinos de la residencia. Un sinfín de hormigas recorrían en procesión zonas del pavimento y del techo. Había tantas que uno temía, si finalmente se quedaba dormido, ser devorado por ellas. Pero lo que nos dejó bastante perplejos fue comprobar, al descender al piso de abajo, que aparecían por los techos de los pasillos y en las otras habitaciones. Como si se tratase de un chorro de agua y la estructura permeable permitiese que el fluido la penetrase, las hormigas fluían de arriba abajo en una interminable procesión que lo invadía todo.
Y no sólo la residencia. Recuerdo con absoluta claridad cómo los restaurantes de la zona del centro, donde el marisco ocupaba los enormes escaparates, eran devorados por un ejército inconmensurable de esos insectos insaciables.



El autobús hace rato que ha dejado atrás el territorio del Algarve. Un paisaje que no me resulta del todo desconocido, muy similar al que se puede ver en las inmediaciones de las Lagunas de Ruidera, que conozco muy bien, se impone y nos acerca cada vez más hasta la ciudad.

La infinita serpiente que se extiende placenteramente sobre el Tajo nos traga sin remisión. El puente de Vasco da Gama, con más de diecisiete kilómetros de longitud, no parece tener fin. Al fondo, Lisboa aparece como si estuviera sumergida en una laguna a la manera de Venezia. Es una visión que emociona. Recuerdo que aquel año de 1998, al que aludía al comienzo, acababan de inaugurarlo. Aparecía tan imponente que decidimos coger un taxi para adentrarnos en esa culebra que zigzagueaba hacia el infinito. Ningún coche seguía nuestros pasos. En un cierto momento, mandamos detener el coche y nos plantamos en medio del puente completamente solos. Dentro de sus aposentos, uno se sentía fuera de cualquier referencia conocida. Impresionaba sentirse en  medio de esa nada.

Ahora, en esta mañana calurosa, bajo un cielo azul, y con decenas de vehículos recorriendo sus entrañas en ambas direcciones, lo que va penetrando en nuestros ojos hasta cegarnos es esta ciudad maravillosa, varada, al sur de un continente que poco a poco va precipitándose en el abismo al que le abocan un sinfín de políticas suicidas.
Cuando subimos las escaleras del metro para salir al exterior, en este viaje me acompañan dos mujeres especiales, la flamante novia italiana de antaño y mi hija, me reconforta la sensación de sentirme como en casa al encontrarme en pleno Chiado. A pesar de haber pasado tantos años, reconozco enseguida el lugar, donde me doy de bruces con el café A Brasileira. Me encanta ese local, me enloquecen los viejos cafés europeos, conozco unos cuantos. Entro en estampida y me encuentro con un grupo de gente en animada charla ocupando dos mesas. Nadie más, a esa hora de la mañana, casi las diez, se encuentra dentro. Observo que hay focos y una cámara. Espero unos minutos y, sin pensarlo dos veces, me siento con ellos. Es un grupo de artistas, de cierta edad, cuya tertulia es la última que queda en A Brasileira. Por eso mismo, una televisión los ha estado entrevistando. Una rara avis en un mundo donde el frenesí del modo de producción capitalista reduce a la más mínima expresión la comunicación real entre sujetos. 
Aunque no hablo, muy a mi pesar, la lengua portuguesa, les digo que les entiendo perfectamente, que pueden expresarse en su lengua y yo lo haré en la mía. Después de intercambiar puntos de vista sobre la situación del arte, que ellos califican de trágica y yo redundo diciendo que en la otra parte de la península ibérica es catastrófica, uno de ellos insiste diciendo que, a pesar de que yo hable de que la situación general en España es de extrema gravedad, la situación en Portugal lo es aún más. Nada de lo que pueda parecerme lo que vea en la calle, al otro lado de los ventanales del café, tiene que ver con la realidad. "Verdaderamente, estamos al borde del precipicio", asienten todos.
Pero no todo es tristeza y melancolía. Volviendo sobre la península ibérica, les digo que yo siempre he considerado a los dos países como uno solo. Lisboa como Madrid, o Madrid como Lisboa. Planteo la posibilidad de una república de los pueblos ibéricos, a lo que manifiestan su total acuerdo. " A ver si os quitáis, de una vez, a la monarquía de encima...", claman. Están perfectamente al corriente de los últimos escándalos que competen a la familia real. Quizás olvidan que ellos, al menos, hicieron una revolución. Aquí, en cambio, se negoció con los restos del franquismo a la muerte del general y se aseguró la continuidad con el régimen. No hubo ruptura y así nos lucen estos pelos.

Aunque tenemos casi todo el día por delante, volveremos hacia el Algarve entrada ya la noche, el ansia y el nerviosismo por tragarme a la ciudad me invade. Mientras paseamos y recorremos sus calles vuelve a mi cabeza ese término, la decadencia, y pienso en lo que no hace mucho me decía alguien que conozco, en el sentido que habla el diccionario de la Real Academia. Observo, desde dentro y desde fuera, cómo los tranvías, viejos juguetes que siguen funcionando, mantienen su verticalidad a pesar de las innumerables curvas y vaivenes de sube y baja, y esa idea de declinación y menoscabo no me incumbe. Ni siquiera la sombra silenciosa de Fernando Pessoa, ni sus palabras ascépticas y descorazonadoras lanzadas desde su Libro del Desasosiego, me infunden un sentido de debilidad mientras contemplo la arquitectura de esta ciudad. El Bairro Alto, la Praça do Rossio, la Praça do Comercio que se precipita sobre el estuario del Tajo, son sólo algunos ejemplos de lo lejos que está Lisboa de ser débil, de decaer. Muy al contrario, todo sube, todo se sublima y todo excede subiendo o bajando en el Elevador da Bica. 

La luz, el resplandor que invade la ciudad en verano, ahuyenta cualquier tentación de nostalgia, de decadencia, de derrumbe. El sosiego que se desprende de ese azul infinito que todo lo tinta, es más que una vivencia. 
París, Berlín, Amsterdam o Milán, pueden expresar esa sensación de crisis europea que invade a los ciudadanos comunitarios. Ciudades, como otras muchas, del viejo continente, que en nada conjugan con la ciudad del Tajo. Lisboa, en cambio, se me antoja a mi como el bastión desde donde poder resistir, al menos estéticamente, los ataques continuados de la corrupta clase política europea y de un capitalismo que juega a romper sus propias reglas, que de modo tan lúcido analizara Karl Marx.

Las personas pueden llegar a atraparnos, podemos llegar a amarlas por lo que hacen y por lo que son, pero puedo asegurar que ciertas ciudades, y Lisboa es una de ellas, quizás la única, enamoran hasta perder la estabilidad.

Recuerdo, mientras escribo, a esa persona a la que citaba más arriba, y en su insistencia en la sensación de decadencia, de declino, que había experimentado, tan sólo unas semanas antes de mi visita, recorriendo las calles de esta bellísima ciudad. Me sorprende esa percepción, sobre todo porque ella, como yo, vive en una ciudad, Madrid, que sí tiene signos evidentes de debilidad, de caída, de decadencia, en la peor acepción de esta palabra. Pero las percepciones son muy nuestras y responden a un pálpito hondo.

Quisiera que el día no acabase, permanecer en las tripas de esa ciudad llena de fuerza. Quisiera que una vía rápida uniese Lisboa y Madrid, Madrid y Lisboa, y poder ir de una a la otra en un pis pas, como en el metro. Quisiera, ahora más que nunca, cuando Madrid está asediada por los cuerpos represivos, que Lisboa invadiese la decadencia fascista que nos ahoga poco a poco.