martes, 18 de febrero de 2014


LA BANALIDAD, SIEMPRE LA MALDITA BANALIDAD



Siento, hace ya mucho tiempo, una gran admiración por Hannah Arendt. Desde que devoraba, con impaciencia, las páginas de su célebre ensayo, Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal, mi admiración iba en aumento. Aunque al día de hoy el ensayo sigue suscitando controversias y críticas, debido, con toda seguridad, a que la mayoría de las objeciones provienen de personas que no han leído jamás el texto. Sólo han entresacado párrafos aislados que no dan cumplida cuenta de la obra. Y esto es algo que ha dañado y daña la posibilidad de entender no sólo la historia, sino también la realidad. Bastaría enunciar aquí el ejemplo de uno de los clásicos, Karl Marx. ¿Cuantas tergiversaciones y falsedades se habrán hecho en su nombre? Infinitas. Se han dicho tantas imbecilidades sobre su obra, que, de nuevo, aparece claro que la mayoría de esas críticas provienen de gentes que jamás acudieron a los textos originales, mucho menos a su gran obra, El Capital
Pero volvamos a la Arendt. Porque es ella, una vez más, la que me alumbra sobre hechos que suceden en el devenir de la vida cotidiana en cualquier lugar de nuestro querido planeta.
Hace unos días ha tenido lugar algo que, a pesar de seguir a Freud, e intentar, como él, no ser optimista ni sorprenderme por la estupidez y la maldad humana, porque habría que darlas por supuestas, sigo quedándome estupefacto por algunos hechos que acontecen.

Zoo de Copenhague, hace tan sólo unos días. El director, un tal Bengt Holst, da la orden de abatir, con un disparo en plena cabeza, a la indefensa jirafa Marius. Después, ante un grupo de adultos y niños, que asisten impasibles, como si de un entretenimiento se tratara, un grupo de matarifes trocea al inerte animal cuyos trozos sirven, de inmediato, como manjar para los hambrientos leones del zoo. ¡¡¡Viva el espectáculo!!!
¿Qué crimen horrendo habría cometido Marius para merecer ese horrible final? Ninguno, tan sólo la posibilidad de poder reproducirse con otras jirafas de la misma parentela y dañar la pureza de la especie según el mismo individuo antes citado. Justificación más que espuria, porque a cualquiera le vendría enseguida a la mente la posibilidad, si el peligro era tan inquietante, de esterilizar a la pobre jirafa Marius. No, es mejor acabar con Marius y ahorrarse tiempo y dinero con ella.

Con toda certeza, muchos de ustedes caerán en la tentación de imaginar a Bengt Holst como un monstruo. Tal vez, se pregunten, ese individuo sea un maltratador de mujeres, o tal vez sea un pervertido sexual, o quién sabe qué. Si ha sido capaz de proceder a poner en pie ese lamentable espectáculo público, de qué no será capaz el eficiente director. Y tendría cierta lógica pensar en esa dirección. Sin embargo, estaríamos muy alejados de la realidad si catalogáramos a Bengt Holst como un engendro. Primero, con el maestro, Freud, cuyos ensayos de los años Veinte del pasado siglo aciertan a interpretar el origen del mal. Después, con Arendt, quien acuña, en su estudio sobre la causa contra Eichmann, el certero y rotundo concepto de la banalidad del mal. El eficiente director, ha tratado de emplear toda la eficacia posible en la resolución de un cierto problema que el zoo tenía con la jirafa Marius, y lo ha resuelto de la manera que ha considerado más acertada. No cabe, pues, pensar ni en un Bengt Holst monstruoso, ni en un asesino compulsivo. Simple eficacia administrativa. Simple actuación burocrática de un eficaz director de zoo. Sólo, solo tal vez, cabría considerar el mal gusto o lo poco apropiado a la hora de proceder a trocear a la inocente jirafa delante de todos. Podría habérselo ahorrado, seguro. Podría suceder que, aún, no es lo suficientemente eficaz para proceder en ciertos asuntos administrativos.

Pero en este horroroso espectáculo hay otro elemento que hay que analizar. El público. Los adultos y los niños. Las mamás y los papás que asistían acompañados de sus retoños, impasibles, al troceado de Marius. Y como, instantes después, aquello que fuera el cuerpo de la jirafa era lanzado a las fauces de los leones. Y aquí es donde es más fácil entender el concepto de Hannah Arendt. Ninguno de ustedes podrá imaginar que alguno de esas mamás o de esos papás es un monstruo que se esconde detrás de la fachada de su rostro. No. Pensarán en lo incomprensible que resulta que dejen que los niños contemplen la hórrida escena. Sí, así es. Pero nada de monstruoso hay en esa acción. Tan sólo, una vez más, la más absoluta y terrible banalidad. 







domingo, 9 de febrero de 2014

UNA LUZ DE CRISTAL




Los diseños de cristal de los Años Veinte y Treinta del siglo XX suponen un intento estético de negación de la muerte. Lalique, Muller Frères, Hunebelle, Degué, Sabino, Etling, Brandt, Verlys, Daum, Baccarat… La pureza de líneas y la intensidad de los objetos de estos maestros del vidrio se contraponen a la blandura negra de la muerte.
Cuando una lámpara de cristal opalescente se ilumina, la transparencia azulada y melada reconstruye el mundo que zozobra. Los vasos de vidrio blanco perspicuo o mate irradian y captan el lado puro de la vida.
Aunque algunos artistas como Lalique,  Muller Frères o Daum han hecho la experiencia del Art Nouveau, Liberty o Jugendstil, todavía ligada a la percepción romántica e idealista de la vida, bajo la consideración de una civilización madura culturalmente, cuando confluyen con los artistas que eclosionan al inicio de 1920 sus diseños cambian radicalmente.
La experiencia de la gran guerra de 1914-1918, y debido a ella el darse de bruces contra la muerte, ha hecho saltar salvajemente el decorado floral y sinuoso del Arte Nuevo, haciendo naufragar la idea de progreso humano continuo.
La exposición Internacional de las Artes Decorativas de París de 1925, supone la consolidación de una concepción de la geometría y la transparencia desconocidas hasta ese momento. Los vidrios del período 1925-1939 se sitúan en esa línea de fuerza que representa el Art Déco, que se verá truncada al final de la segunda guerra.


Dos siglos antes, en la primavera-verano del año 1788, un abandonado, y prácticamente olvidado por sus contemporáneos, compositor salzburgués, de nombre Wolfgang Amadeus, ha terminado de componer la última de sus sinfonías, la número 41. Su tercer y definitivo movimiento anticipa de modo brutal la estética de los años Veinte del siglo que lleva ese mismo nombre.

La rapidez y ligereza del movimiento proviene, sin lugar a dudas, de un fondo geométrico y transparente. Como sucederá con el diseño del cristal de esos años, las líneas se perfilan con fuerza y elegancia, desencadenando un haz de luz opalescente que alumbra la estancia. La música mozartiana traduce la felicidad de la conquista de la vida frente a la muerte que acecha siempre. La insistencia en el modo “molto allegro” es el intento para no ser atrapado por el fantasma doloroso y abstracto del no ser nunca más. Pero como los maestros del vidrio, Mozart se despide del mundo con un grito de vida, la luz, contra las tinieblas, contra la noche.