jueves, 29 de noviembre de 2012




EL MIEDO HACE LIBRE






La vida sucede en otra parte... Ese es el pensamiento que recorre mi cerebro mientras avanzo a través del Barrio de Salamanca, esa zona privilegiada de Madrid donde todo transcurre con normalidad, como si nada estuviera pasando. Pero pasar, pasa; vaya si pasa. Es miércoles, 14 de noviembre para ser exactos. Una nueva huelga general barre de norte a sur y de este a oeste la península ibérica.

Ha dejado de llover; un cielo azul intenso hace pensar, no sólo hoy, que la ciudad es azul. Pero mientras sigo avanzando, la tozudez postfranquista de ese barrio madrileño parece querer imponerse a la realidad. Y la realidad es que la sociedad española está harta. Harta de una crisis que se ha quitado la máscara y deja ver su rostro auténtico, ése que vocifera la guerra de ricos contra pobres. Harta de un sistema político a cuya cabeza figura un rey obsoleto e innecesario. Harta de una representación política caduca y ajena al ansia de vivir de la mayoría de la población. Harta de una democracia que no lo es.

El tráfico fluye como cualquier otro día. Los comercios y los bares están abiertos. Los rostros de los transeúntes que vienen y van expresan indiferencia. Nada indica, mientras me voy acercando a las inmediaciones del hospital de la Princesa, que estemos en una jornada de revuelta, de lucha, de hartazgo.

El hospital, a lo lejos, da la impresión de un enorme tenderete en medio del asfalto. Decenas de dazibaos, de tela o de papel, envuelven el viejo edificio de ladrillo y granito. La lucha prosigue con fuerza y determinación desde que el pasado 31 de octubre  la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid dictara un bando con la pretensión de acabar con uno de los hospitales punteros de la capital. Acabar con una gestión de carácter público y empezar a crear enjambres privatizadores para que la reina madre pueda volar hacia la colmena y depositar sus huevos.

El ambiente fuera y dentro del hospital es frenético, como todos los días desde que se pusieron en pie de guerra frente al dictado del PP. No obstante, teniendo en cuenta la jornada de huelga general, no hay demasiada gente. Ningún piquete se ha acercado hasta aquí esta mañana. Seguramente, como ha sucedido en otras ocasiones, el centro de la ciudad acaparará la atención de los huelguistas. Grandes almacenes, edificios gubernamentales y bancos atraerán de manera inmediata la mirada rabiosa de los ciudadanos.

No es una huelga general más. No hay reivindicaciones laborales concretas. Es una huelga casi política. O del todo. Las medidas que empieza a imponer el gobierno autoritario de Mariano Rajoy desde el primer consejo de ministros del pasado 26 de diciembre de 2011, implican una declaración de guerra generalizada. El ataque, sin precedentes, a la clase media es total. Y clase media, en esta primera década del siglo XXI, somos ya todos: Asalariados, parados, precarios, estudiantes, amas de casa...La guerra es total. De unos pocos contra todo el resto.

No son buenas las sensaciones cuando regreso a casa para tomar un mínimo refrigerio. El tráfico sigue fluyendo y todos los comercios exhiben exultantes sus mercancías. Las noticias de la canalla mediática proclaman abiertamente el fracaso de la convocatoria. Incluso los sindicatos paran la cifra del seguimiento en torno al 80%. Y sé, de sobra, que eso significa reconocer que el paro está afectando a un 50% más o menos.

¿Qué sucede? ?Dónde está toda esa masa desocupada? ¿Acaso el hartazgo no ha superado ya todos los límites? ¿No deberían estar produciéndose escenas como las que hemos visto ya en Atenas? Buenas preguntas. Trato de darme alguna respuesta. Es cierto que es una huelga distinta a las que estamos acostumbrados, como decíamos antes. No son los trabajadores los únicos afectados. Las medidas salvajes y los recortes de este gobierno pseudodemocrático invisten a todos y cada uno de nosotros. Es, tal vez, por ello, que la falta de experiencia esté haciendo que en ciertos sectores de la producción, ya sea material o inmaterial, el paro no afecte de manera generalizada.



El paisaje ha empezado a cambiar. Mientras el metro avanza, devorando una a una las estaciones, los vagones se atestan de gente. Algo va a pasar, me digo.

El día empieza a abandonarnos, las primeras luces hacen su aparición y el cielo se embadurna de un tenue azul cobalto que va dejando paso al azul de Prusia de la noche. La plaza de Legazpi está abarrotada. Una marea de gente intenta moverse hacia la Beata Ana. Desde allí, puedo observar la infinitud de puntitos que salpican el Paseo de las Delicias. Hay gente, mucha gente. Avanzo hacia adelante y hacia atrás. Una alegría inmensa me invade por dentro. Los pelos se me erizan. En un determinado punto que conozco muy bien echo una ojeada. No puedo dejar de hacerlo cada vez que paso por aquí. Los viejos pebeteros de la portada de hierro fundido han sobrevivido el paso del tiempo. Sólo tengo que descender unos metros por la calzada de adoquines para encontrarme con ella: La Estación de las Delicias. El triangulo obscuro de hierro y vidrio se impone a cualquier mirada. Su negritud exhala una belleza elegante.

Sigo avanzando y dejo atrás esa serpiente que va engordando poco a poco con miríadas de gentes de todo tipo. En la glorieta de Atocha está comenzando a moverse aún la cola de la otra manifestación: la que han convocado los sindicatos mayoritarios, cuya cabeza seguro que hace ya un buen rato que habrá entrado en la Plaza de Colón. Pero no sólo. No. Hay más, mucho más. Veo columnas de gentes que avanzan por el Paseo de María Cristina. Pelotones que bajan por Atocha y otros que lo hacen por la Cuesta de Moyano. ¡Esto es la leche!, me digo. ¡Impresionante! Me faltan vocablos para definir lo que mis ojos no paran de ver.

Camino a duras penas por el Paseo del Prado. Riadas de gente vienen y van en un continuo e infinito devenir que no cesa. Me encuentro con amigos frente al antiguo edificio de los sindicatos, hoy Ministerio de Sanidad, exultante y moderna construcción de ladrillo visto que habla de un tiempo donde el diseño y la arquitectura eran algo serio más allá de las ideologías.

Hablamos y reflexionamos sobre lo que estamos viendo. Es casi imposible pretender avanzar hacia Neptuno o Cibeles. Así que decidimos convertirnos en una especie de espectadores que contemplan el flujo continuo de manifestantes. En un cierto momento, después de mucho, muchísimo rato de ver pasar y pasar a un sinfín de ciudadanos, me atrevo a disparar una cifra: Yo creo que hoy, en Madrid, porque no sólo en Madrid hay manifestaciones, hay más de 600.000 personas en la calle.

Empiezo a pensar que la lectura que la gente ha hecho es una lectura acorde con las últimas manifestaciones del 25-S y las que planteaban rodear el Congreso de los Diputados; es decir, que no se ve tanto la huelga, ligada en el inconsciente a ciertas reivindicaciones laborales, pero sí manifestarse contra el estado de cosas que hace irrespirable el ambiente cotidiano.

El ambiente es sobrecogedor. La masa impone siempre su razón. Su presencia no da lugar a dudas. Pero ahí comienza el problema. Son ya demasiadas veces, en este último año y medio, que la gente, después de manifestarse, ha regresado a casa con las manos en los bolsillos. No hemos conseguido todavía, al día de hoy, rascar bola. No hemos conseguido que el ejecutivo eche marcha atrás en ninguno de los criminales decretos que han salido de sus garras. Y esta constatación supone que tenemos un auténtico problema.

Tenemos una fuerza y no podemos dilapidarla así, sin más. No basta con que esa fuerza se presente en sociedad, debe usarse. En algún sentido, en alguna dirección: "Entre dos iguales, decide el más fuerte...", escribía Karl Marx. Y nosotros, en estos momentos, podemos ser el más fuerte. El siguiente problema estriba en que si no usas esa fuerza que te hace ser el más fuerte, al final todo se vuelve contra ti y el resultado siempre es trágico y destructivo.



La noche avanza, y la marea humana permanece. A eso de las nueve de la noche, cuando observo el reloj que encuadra uno de los edificios en torno a la plaza de Neptuno, se empiezan a oír las primeras detonaciones de la policía. La gente corre en todas direcciones. Un pequeño amago y todo se desparrama. El miedo, como siempre, o como casi siempre, hace su aparición. Ninguna coordinación: no hay nadie que ponga un poco de orden en esta desbandada a la que ya estamos acostumbrados. La represión y los golpes se enseñorean de la noche.
Me viene a la cabeza  el letrero cínico y despiadado que los nazis colocaban en la entrada de los campos de concentración: "Arbeit macht frei", es decir: "El trabajo hace libre". Mientras corro y veo correr en todas las direcciones a la gente despavorida, imagino otro letrero en miles de entradas invisibles que dice: "El miedo hace libre".

Pero no quiero dejarme apresar en esa frase paralizante. No estoy preso en ningún Lager. Ha llegado el momento de poner en pie una mínima organización, una estructura que pueda dirigir ese derecho hacia un objetivo concreto. La masa no puede soportar una frustración permanente. Los resultados tienen que empezar a llegar, ya.