domingo, 26 de septiembre de 2021

 

REALIDAD NATURAL Y REALIDAD ABSTRACTA

Jesús Marchante Collado                      XI/IV/MMXX

 

Durante los años 1919-1920 (publicado por entregas en la revista De Stijl, que da nombre al grupo de artistas llamados neoplasticistas, como Piet Mondrian, Theo Van Doesburg y Gerrit Rietveld, entre otros ), Piet Mondrian da a la luz una serie de conversaciones, Realidad Natural y Realidad Abstracta, entre tres personajes ficticios: Y, aficionado a la pintura. X, pintor naturalista. Z, pintor abstracto-naturalista. Mondrian, trata de establecer las líneas maestras de un arte que equilibre lo exterior y lo interior. Lo que se ve y lo que no se ve. La sociedad vieja y la sociedad nueva. Sin dejar atrás a la razón como estaban haciendo (supuestamente) los dadaístas.

Ajenos (todos ellos) a la estética de la máquina y a la producción en masa, van a coincidir con los artistas encuadrados en la Bauhaus (escuela de arquitectura, diseño, artesanía, etc., que había fundado en 1919, en Weimar, Alemania, Walter Gropius) en una actitud y un método de enseñanza basados en el artesanado, pero sin renunciar (al final) a la producción industrial en serie.

Ante una pregunta que lanza el personaje Y: “¿Y de qué clase de sociedad será expresión la Nueva Plástica?, porque he oído decir que esta nueva plástica es una producción típica de la burguesía moribunda”. El personaje Z, le responde: “¡Eso sí que es sorprendente! No hay nada, precisamente, en la Nueva Plástica que tenga la menor característica de la burguesía. ¿No se encuentra ésta, justamente, marcada por el predominio del individualismo, por la estrecha vinculación con las cosas materiales?” Y a la pregunta del personaje Y: “¿Y la aristocracia?, Z, responde: “Lo mismo vale para ella, porque en la mayoría de los casos tampoco ella posee más cultura que la de las cosas materiales…” Vuelve Y: “¿Y el obrero? ¿Cabe esperar que surja un arte nuevo del trabajo manual?” Respuesta de Z: “No, eso era posible antes, en la Edad Media, por ejemplo. Hoy, el trabajo del obrero es para la masa y debe serlo. El obrero es demasiado semejante a la máquina y él mismo, como la burguesía y la aristocracia, se halla demasiado preocupado por el factor material. Del hombre nuevo, síntesis del obrero, del burgués y del aristócrata, pero muy diferente de ellos, es de quien puede venir la Nueva Plástica. Sólo él puede realizar el espíritu de los nuevos tiempos, tanto en la sociedad como en el arte”.

Valga toda esta larga digresión, para introducirnos en los dilemas que nos acucian sobre la situación social y económica que nos ha arrojado a la cara la pandemia vírica del covid-19. No sólo en la situación actual, sino (y sobre todo) en qué dirección tendríamos que ir una vez dejada atrás (no sé si superaremos del todo, y para siempre, las pandemias víricas a las que nos enfrentaremos) la que nos atenaza en este 2020.

Con toda seguridad, Piet Mondrian no ha podido llegar a leer el manuscrito que el Instituto Marx-Engels-Lenin de Moscú dio a conocer en 1939 con el nombre de Grundrisse. Cronológicamente, era imposible. De haberlo podido hacer, tal vez no se hubiese lanzado a decir que: “el obrero es demasiado semejante a la máquina…” Escribe Marx en los Grundrisse:

 “El medio de trabajo convierte al trabajador en ente independiente, lo pone como propietario. La maquinaria –como capital fijo- lo pone como ente dependiente, como ente apropiado. Esta acción de la maquinaria sólo tiene valor en la medida en que ésta está determinada como capital fijo, y sólo está determinada como capital fijo por el hecho de que el trabajador se relaciona con ella como trabajador asalariado, y el individuo activo en general se relaciona con ella como mero trabajador…”

 …”Aquí se presenta, por lo tanto, directamente la forma de trabajo determinada transferida del trabajador al capital en la forma de la máquina, y mediante esta transposición su propia fuerza de trabajo se devalúa. De ahí la lucha del trabajador contra la máquina. Lo que era actividad del trabajador vivo, deviene actividad de la máquina. Así la apropiación del trabajo por el capital…”

...”La máquina, por el contrario, que posee fuerza y habilidad en lugar del trabajador, es ella misma el virtuoso, que posee un alma propia en las leyes mecánicas que actúan en ella…”

“…El desarrollo de la maquinaria sólo entra en juego, sin embargo, cuando la gran industria ha alcanzado un nivel muy elevado y todas las ciencias han sido puestas al servicio del capital. La invención deviene, en consecuencia, una actividad económica, y la aplicación de la ciencia a la producción inmediata un criterio que determina e incita a esta última…”

“…La ciencia se presenta en la máquina como algo ajeno, externo al trabajador. El trabajador aparece como algo superfluo, en la medida en que su acción no está condicionada por la necesidad del capital…”

“…En la medida en que además la maquinaria se desarrolla con la acumulación de la ciencia social, de la fuerza productiva en general, no es en el trabajador, sino en el capital, donde se expresa el trabajo general social. La fuerza productiva de la sociedad es medida por el capital fijo…”

“…Lo que se ha dicho de la maquinaria vale también para la combinación de las actividades humanas y para el desarrollo de las relaciones humanas…”

 Sin embargo, prosigue Marx:

 “…La máquina no pierde su valor de uso cuando deja de ser capital. De hecho de que la máquina sea la forma más adecuada del valor de uso del capital fijo no se sigue, en modo alguno, que la subsunción bajo la relación social del capital sea la relación social de producción más adecuada y mejor (última) para la utilización de la maquinaria.”

¿Por qué traigo hasta estas páginas algunos de los parágrafos de ese texto marxiano antes mencionado? Precisamente porque nos van a permitir poder reflexionar sobre la situación económica y social que transitábamos  al irrumpir la pandemia en nuestras sociedades, y también para no extraer conclusiones precipitadas o erróneas sobre qué va a pasar cuando ésta acabe.

Realidad natural, realidad abstracta. Sí. La realidad natural que se nos impone, que se nos ha impuesto siempre (hasta la crisis del covid-19), esa que dice que somos una sociedad de mercado globalizada, de voraces consumidores porque voraces son los poseedores de la enorme capacidad de producción de todo tipo de mercancías. Esa sociedad que parece ir, cada día, avanzando en la única dirección posible. Seguir produciendo con extenuantes jornadas de trabajo (legales o no) y salarios que a la mayor parte de la población le impide poder vivir con una cierta dignidad. No hay otro camino (se proclama desde las instituciones políticas, financieras y empresariales). Esa es la realidad natural (un mercado y una sociedad capitalistas basadas en la desigualdad y en la supremacía de una clase exigua, pero poderosa, que excluye al resto de la sociedad, que es la mayoría de la población). Sin embargo, existe otra realidad que no vemos, porque la ficción sobre la que descansa la realidad natural lo imposibilita, lo dificulta sobre manera. Realidad natural y realidad abstracta, como sugiere Piet Mondrian en su texto clásico sobre el arte moderno en los años veinte del pasado siglo.

Hablemos, entonces, de esa otra realidad existente, la realidad abstracta. Los párrafos entresacados del texto marxiano dan ya buena cuenta de lo que en 1857-1858, estudiando la Gran Industria, Marx ha descubierto. Que el desarrollo tecnológico se apropia de toda la producción humana, pero que si todo ese desarrollo se utilizara para producir bienes materiales (valor de uso, utilidad) destinados a todos los seres humanos del planeta (bien común), y no a producir plusvalía (valor de cambio) o beneficios empresariales, el mundo que habitaríamos sería bien distinto.

Hagamos, pues, el salto hasta nuestros días. Cualquiera que se pare a reflexionar, caerá rápidamente en la cuenta de que el desarrollo tecnológico y científico (a todos los niveles) ha sido enorme, inmensamente desmesurado desde aquellos años del siglo XIX en el que Marx hacía sus investigaciones y llegaba a ciertas conclusiones. No hace falta demasiada perspicacia e inteligencia para darse cuenta de lo fácil que resultaría (si quisiéramos) seguir el razonamiento marxiano y destapar la realidad abstracta que se esconde tras todo ese desarrollo material e inmaterial que la inteligencia humana ha llegado a conquistar. Hagámoslo, entonces.

No obstante, vamos a permitirnos (de nuevo) acudir al sabio de Trier para poder tener todos los elementos necesarios para desentrañar y desenmascarar la realidad abstracta que está escondida dentro de la esfera de la producción general de mercancías, de todo tipo, a nivel mundial. Y el tiempo de trabajo necesario para su producción.

Siguiendo en los Grundrisse:

“…Tan pronto como el trabajo en forma inmediata ha dejado de ser la gran fuente de la riqueza, el tiempo de trabajo deja y tiene que dejar de ser su medida y, en consecuencia, el valor de cambio tiene que dejar de ser la medida del valor de uso. Con ello se derrumba la producción basada sobre el valor de cambio, y el proceso de producción material inmediato pierde la forma de la miseria y del antagonismo. Aquí entra entonces el desarrollo de los individuos, y por lo tanto, la reducción del tiempo de trabajo necesario no para crear plustrabajo, sino la reducción en general  del trabajo necesario de la sociedad a un mínimo, al que corresponde entonces la formación artística, científica, etc., de los individuos gracias al tiempo devenido libre y a los instrumentos creados para todos ellos. El capital es la contradicción en movimiento, porque tiende a reducir el tiempo de trabajo a un mínimo, mientras que por otra parte pone al tiempo de trabajo como la única medida y fuente de riqueza. El capital reduce, en consecuencia, el tiempo de trabajo en la forma de trabajo necesario, para aumentarlo en la forma de trabajo suplementario; pone, por lo tanto, el trabajo superfluo en medida creciente como condición – question de vie et de mort – del trabajo necesario…

Una nación es realmente rica, cuando en lugar de trabajar 12 horas, trabaja 6. Riqueza no es poder de disposición sobre el tiempo de plustrabajo (riqueza real) sino tiempo disponible al margen del necesitado para la producción inmediata, para cada individuo y para toda la sociedad…”

Más claro, si hacemos un pequeño esfuerzo de entender lo que Marx nos quiere decir, no se puede escribir.

La realidad abstracta, la ficción que esconde la “supuesta” realidad empírica, es enorme, de proporciones gigantescas. Como un frondoso bosque que nos impide ver lo que hay al final de la arboleda.

Ni el tiempo que se invierte en producir cualquier tipo de mercancía (física, unos zapatos, un coche, unas medias, un ordenador, etc., inmaterial, el arte, los valores financieros, la informática, la inteligencia artificial, la comunicación, en general, etc.) es ya el que se tenía que poner para producir todas esas mercancías, por el nivel de desarrollo tecnológico alcanzado, ni la jornada laboral en cualquier sector (no digamos ya en el terciario) responden a una realidad natural objetiva. Ni tampoco (por consiguiente) el salario. Tiempo de trabajo necesario y horario de trabajo descansan sobre esa ficción que Marx descubre  en 1857-1858 y que nosotros hemos denominado realidad abstracta. Además, también sabemos (gracias a él) que, el desarrollo tecnológico, la automatización, la informatización y la ciencia han sido tan enormes que podríamos (si quisiéramos) ponerlos al servicio de todos (la población mundial) y no al servicio de unos pocos (los capitalistas, los poderosos), porque además, como decía el sabio alemán, no es el único, ni el mejor modo de utilización de toda esa tecnología, la supeditación al modo de producción capitalista, la subordinación a la llamada economía de mercado globalizada.

Si queremos (como escribía Piet Mondrian en 1920) alcanzar ese espíritu de los nuevos tiempos para conquistar una sociedad de seres iguales, con un grado de bienestar que podamos definir como humano, tendremos que luchar para destruir esa ficción que se nos impone cotidianamente (a través, fundamentalmente, de los mass-media) y denunciar que la realidad natural no es la verdadera realidad, ni siquiera una nueva realidad, como se dice en los últimos días.

Soy bastante escéptico (pesimista) para creer que una vez que salgamos de esta utopía negativa (el covid-19), vamos a ir en la buena dirección. Que vamos a aprovechar este tiempo de confinamiento para luchar contra el cambio climático y abandonar los malos hábitos contaminantes y de explotación indiscriminada del planeta dislocando el hábitat de tantas y tantas especies, y a hacerlo más habitable. No creo, tampoco, en el exagerado optimismo de Stiglitz (y de una mayoría de la izquierda) que creen que después de esta crisis pandémica el capitalismo y el neoliberalismo tienen poco que hacer. Que todas sus mentiras van a quedar al descubierto y que todos sus encantamientos van a ser revertidos por una suerte de varita mágica general.

No ha sido arbitrario (por mi parte) tratar de reflexionar en estas páginas con algunos textos de Marx. En ellos está la clave y la llave para abrir la puerta hacia una nueva sociedad. Sin embargo, soy muy consciente que estando dadas (y lo están sobradamente, y desde hace mucho tiempo) las condiciones objetivas para abrir esa puerta, para nada están maduras las condiciones subjetivas (los sujetos, la sociedad) para poder tomar en nuestras manos esa llave maestra.

El capital (por el momento, que se sepa) no está en las últimas. Ni tan siquiera ha entonado su canto del cisne. Saldrán de esta crisis echando mano de los pactos sociales interclasistas, de las políticas fiscales de clase y torpedeando lo poco de público que queda en las iniciativas políticas de izquierda a nivel internacional. El capital no se rinde nunca. Salvo que nosotros (en algún momento) hagamos que esto suceda.

 

 

 


EN LA UTOPÍA NEGATIVA

Jesús Marchante Collado                              XXI/III/MMXX

 

 

Es difícil escribir ahora mismo, cuando una cierta primavera grisácea se cuela por el balcón de mi apartamento y me permite disfrutar de una fugaz puesta de sol tardía (sin su presencia), que sin embargo produce una infinidad de telarañas anaranjadas que irrumpen en la bóveda celeste de azules obscuros profundos, originando una luz extraña y perturbadora.

Pero no estriba en esta descripción la dificultad de la escritura. Ésta proviene de una razón, la mía, que intenta sobreponerse a este sueño negro. “¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son”.

El monólogo del príncipe Segismundo, cautivo como nosotros, lo aclara de manera brutal. Calderón, ya se había adelantado en 1635 en su obra La vida es sueño, sin dejar escapatoria a ninguna vana ilusión. No obstante, seguimos viviendo en la prolongación de un sueño del que, tal vez, no quisiéramos despertar.

En estos días de “cautiverio”, impuestos por algo abstracto y sin entidad, (un tal covid -19), vidéo, como diría el Alex de la Naranja mecánica Kubrickiana, dos pelis antiguas: Pasión, de Ingmar Berman, con una Liv Ullmann muy joven e inquietantemente bella y Blow Up, de Michelangelo Antonioni, con una Vanessa Redgrave también joven e irremediablemente guapa y sexy en su delgadez. En esas películas, profundas y densas en diálogos e imágenes, me digo que todo es posible, conducible, negociable, a pesar de los pesares emocionales de los seres humanos involucrados en esas historias. Es una realidad admisible, soportable. Sin embargo, cuando mi cabeza vuelve sobre mí y me asomo al balcón, me estalla el absoluto hegeliano. Y como siempre sucede, la realidad supera a cualquier ficción, por muy bien que esté construida ésta.

Casi nada me consuela, ni siquiera recorrer con Jenny y Karl Marx, el París de 1849 invadido de una epidemia de cólera asiática, desde el que K. le escribe a Engels: “París es deprimente. El cólera está haciendo estragos. Pese a todo, nunca la colosal erupción del volcán revolucionario ha sido tan inminente como en este París…” No, ni siquiera él (al que tanto amo) puede consolarme en estos días surrealistas y absurdos. ¿O no lo son?

Hace tan sólo unos meses, cuando las campanadas del último día de 2019 nos lanzaban a esta nueva década, quería pensar en aquella otra del siglo pasado, que daría paso a una explosión de creatividad plasmada en 1925 en la Exposition Internationale des Arts Dècoratifs et Industriels Modernes, en París (donde el pabellón ruso de Melkinov, supuso una dura bofetada en el rostro burgués bien pensante). Pensaba (con extrema ingenuidad) que íbamos a entrar en una década prodigiosa en este siglo XXI algo errático. No obstante, mira por donde, yo también (todos nosotros) íbamos a recibir una sonora  y particular “bofetada” en forma de virus. El planeta entero naufragando (con su modo de producción capitalista incluido) en un mar espeso que nubla la razón.

Y aquí estamos, menos libres que nunca. Sujetos pasivos, dominados por los “afectos” espinosianos, con mucho miedo y cargados de esperanza. Sin embargo, el viejo judío (de origen español) materialista sabía perfectamente que “sólo el hombre sin miedo y que nada espera…”, puede ser libre. Casi un imposible, porque estamos constituidos (y atravesados) por esas dos premisas, o al menos por una de las dos. Los revolucionarios lo sabían perfectamente. Sin miedo, pero con la esperanza en la revolución.

La línea del horizonte, pues, se desdibuja, desaparece. No hay futuro. O si lo hay, la razón no es capaz de atisbarlo. Las ciudades vacías y fantasmales son como un enorme cristal opaco que se interpone en el precario deambular. El absoluto hegeliano destruye esa línea de progreso ascendente en el que las sociedades del planeta entero han confiado durante muchas décadas. Nada tiene ya sentido. El principio de placer vírico derrumba el principio de realidad humano.

Ni siquiera el arte, en estos días sombríos, puede alzarse contra la precisión matemática de un enemigo invisible que se materializa cada día en miles y miles de contagiados, y también de muertos, donde podemos atrapar el rostro cruel del covid-19.  

La utopía revolucionaria se nubla y algo negativo se apropia de la vida del planeta. Se me impone la música y la voz femenina del final de la película de Stanley Kubrick: ¿Teléfono Rojo? Volamos hacia Moscú, en medio de imágenes de explosiones nucleares y un sol radiante en blanco y negro con la voz al fondo que dice algo así como: “Volveremos a encontrarnos, no sé dónde, no sé cuándo…”