lunes, 1 de octubre de 2018

MADRID, MARSEILLE Y LA CITÉ RADIEUSE

Viajar a través de Francia es siempre una experiencia. Y no sólo vital. Fundamentalmente cultural y estética. Sobre todo si uno vive en un país anómalo y reside en una ciudad cuyo patrimonio es sistemáticamente destruido y cuya habitabilidad es siempre más difícil. El país, es España, y la ciudad, su capital, Madrid.
Hace tiempo que lucho, sin apenas ya esperanza, acercándome a Espinosa, por hacer entender a los responsables políticos - o mejor dicho, gestores capitalistas -  que mi ciudad, Madrid, se está yendo al carajo. Último ejemplo, la destrucción de un edificio histórico, más de cien años, 1916, del viejo hotel Ritz. Me dan igual las razones empresariales de los nuevos propietarios que han acometido obras de remodelación integral para sus intereses espurios o no. La obligación política de la mediocre e inculta regidora del Ayuntamiento de Madrid, sobradas muestras hay de ello, habría sido impedir que dicho inmueble histórico quedase a la intemperie de especulaciones interesadas. Pero da igual, para dicha señora lo importante es que Madrid sea el cobijo de jovenes sucios y maleducados y de especuladores que van convirtiendo sin prisa, pero sin pausa, mi vieja ciudad en una metrópoli mercantilizada, cada vez más cara e invivible para sus ciudadanos, y ruidosa, tremendamente ruidosa, y sucia, muy sucia. La última ocurrencia de semejante "lumbrera" va a ser la de volver a meter un jardín con árboles dentro de la Plaza Mayor. ¿Pero es que el Ayuntamiento se empeña en desconocer la teorías y las demostraciones de tantos y tantos arquitectos y urbanistas que hace ya mucho que establecieron que una plaza es una plaza? Sí, una plaza es una plaza, y no es ni un parque, ni un jardín, ni un pequeño bosque que no permita disfrutar de lo diafanidad de una plaza. Incluso desconocen lo que el diccionario dice respecto a ese tipo de espacio.
En fin, olvidémonos de nuestra desventurada ciudad y volvamos a Francia, a una ciudad que ha sabido reestructurarse en el mejor de los sentidos posibles. Me refiero a Marseille. La ciudad fue dúramente castigada, incendiada, en 1943, por la barbarie nacional socialista y los colaboracionistas franceses. No obstante, como un ave fénix, renació de sus cenizas. Si bien, menos un inmueble, hoy conservado, toda la vieja ciudad medieval, lindante con el puerto, fue arrasada por los alemanes. Después de la guerra y gracias a arquitectos sensatos y con excelentes criterios estéticos, ese barrio destruido por los nazis fue, nuevamente, emergiendo a la luz.
Hoy en día, Marseille, ha sabido introducirse, de lleno, en un programa de rehabilitación conocido como Euroméditerranée, creado en 1996, que persigue una constante ordenación urbana que respete y rehabilite el casco antiguo de la ciudad, conjugándolo con construcciones más modernas y vanguardistas, siempre en armonia con la imagen de la ciudad. Fue declarada capital de la cultura europea en 2013, y aprovechó dicho evento para transformar y rehabilitar el viejo fuerte Saint-Jean, cuya torre cuadrada del siglo XV está ahora ocupada por el MuCEM (museo de las civilizaciones de Europa y del Mediterráneo). Ejemplo de la magnifica remodelación de una parte antigua de la ciudad. O la impecable conservación de unos de los barrios más emblemáticos de Marseille, le quartier du Panier, donde hay multitud de estudios, viejos talleres y galerías, y donde se halla enclavado el viejo hospicio de La Vieille Charité, imponente construcción del siglo XVIII destinada a encerrar a los pobres dispersos por la ciudad en un lugar limpio y adecuado.
Pero retrocedamos al final de la segunda guerra, estamos en 1947 y un arquitecto de origen suizo, aunque en ese momento ya esté nacionalizado francés, Charles-Édouard Jeanneret-Gris, y ya nadie le llame por ese nombre, sino por el de Le Corbusier, está poniendo la primera piedra de un nuevo proyecto que denomina Unité d'Habitation, o la Cité Radieuse. Esa idea arquitectónica va a revolucionar el mundo de la construcción, aunque desgraciadamente no haya tenido una continuidad en el tiempo.
En 1952, esa construcción vertical de nueve plantas y más rectangular que los denominados, por él mismo, como rascacielos románticos, los de New-York, está concluido. En él pueden tener cabida hasta mil doscientas personas, en los 337 apartamentos de diferentes tipos, dúplex llenos de luz, para parejas individuales o familias de hasta seis hijos, y está dotado de lugares comunes para la educación, el deporte y los juegos.
Ahora, en el verano de 2018, tengo la suerte de recalar, por segunda vez en mi vida, en Marseille. Sin embargo, es ahora cuando realmente descubro qué tipo de ciudad es, y es ahora, también, cuando me maravillo con esta genialidad salida de la cabeza del viejo Le Corbusier, que es la Cité Radieuse. Mis viejos amigos arquitectos hace muchos años que me contaminaron, de manera positiva, con los grandes dioses de la arquitectura moderna, entre ellos él. Hace ya mucho tiempo que tuve la oportunidad de visitar, en la Ciudad Universitaria de París, el Pabellón Suizo, pero nada más había visto, in situ, del arquitecto en cuestión. Al bajar del taxi, cuyo trayecto desde el viejo puerto se me ha hecho larguísimo, me doy de bruces con esta delicada mole de hormigón armado y zonas coloreadas que se consiguen pintando algunas partes de las terrazas y utilizando toldos de distintos colores. El resultado, estéticamente hablando, es más que placentero. Pero, además, tengo la suerte de poder acceder, por dentro, a las entrañas de esta Ciudad Radiante. Los ascensores son rápidos y de mucha calidad estética. Cuando atravieso una de las calles interiores, que dividen los apartamentos de un lado y de otro, puedo darme perfecta cuenta de la calidad, sin lujos, de los accesorios, de los materiales, del juego del color con las maderas y el cristal, etc. etc. Todo es de lo más sugerente. Ni rastro de algún elemento que pueda producier esa ansiedad o zozobra que la negativa publicidad, esparcida incluso por algunos arquitectos, decía que la Cité Radieuse era insufrible, inhabitable, una cárcel, vamos. La luz entra a raudales a través de los paneles de vidrio, con sus bastidores de madera, por supuesto, en esas calles, corredores interiores, a dos niveles, que se alternan con las calles interiores donde están las puertas de entrada a los apartamentos. Hay talleres, librerías, despachos, que llenan de vida todo ese espacio.
Al subir a la terraza, la impresión aún es más fuerte. Aparte de las curiosas chimeneas que le dan un aspecto distinto a otras edificaciones, ahí está su viejo gimnasio, hoy un centro de arte contemporáneo, el estanque de poca profundidad, y la vista, la panorámica, con el mar al fondo, ese mar azul que apenas se distingue con el intenso azul del cielo. La experiencia es impactante, tanto como visitar una catedral gótica o románica, o un palacio renacentista italiano. No, no exagero, sobre todo porque, además, esto no es un monumento como los que acabo de citar. No, aquí se vive, y se vive bien, confortablemente, en paz. Un lugar donde poder reposar, crear, soñar. La luz y el color elevados a la categoría suprema.
Ya abajo, saliendo fuera del edificio, no me canso de recorrerlo. Es espléndido, parece que hubiera sido concebido hoy mismo. Pero no, que iluso, cómo puedo decir eso, sabiendo, como sé, cómo se construye hoy en día. Sí, y a eso quiero ir a parar. Hace tiempo que vengo dándole vueltas a eso de la vieja Ciudad Lineal de Arturo Soria, que los soviéticos en los años treinta trataron de materializar a través de "La ciudad Verde" de Ginzburg o Miliutin en su libro Sotsgorod. Propuestas que trataban de humanizar las ciudades o, al menos, de que los obreros, la mayoría de los ciudadanos, vivieran en espacios llenos de luz, higiénicos y tranquilos.
Pero como soy muy terco y porfiado, sigo pensando que hoy, sí hoy, en mi ciudad, Madrid, otra arquitectura y otra ciudad son posibles. A pesar del desvarío reinante y de la locura urbanística y arquitectónica imperantes, defendida por la actual administración municipal, con su regidora a la cabeza, afirmo con todas mis fuerzas y rotundidad, que otro Madrid aún es posible. Aunque tal vez, para ello, habría que dar un golpe de tuerca político e imponer directivas arquitectónicas y urbanísticas que chocarían con multitud de intereses, los capitalistas en primer lugar, evidentemente. Seguramente, eso sería mi programa máximo, pero me digo, ¿por qué demonios, en el interin, no se podrían construir miles de Cités Radieuses, bellas y confortables, donde miles de ciudadanos, trabajadores de todo tipo de sectores, gentes de ingresos reducidos, podrían disfrutar un poco más de su tiempo de vida no sujeto a la esfera de la reproducción capitalista? No sería tan difícil, ni costaría tanto. En la época de la Cité Radieuse, apenas salidos de la guerra mundial, las autoridades francesas, representantes de lo público, creyeron en Le Corbusier, e impulsaron estas magnificas soluciones para procurar viviendas públicas a miles de ciudadanos. Pero también, en nuestro país, hay ejemplos magníficos que se podrían retomar sin ningún tipo de problema. Me refiero a la "Casa Bloc" de los arquitectos Josep Lluís Sert, Torres Clavé y Subirana, bloque de apartamentos para obreros del barrio Sant Andreu de Barcelona, construido en los años treinta del pasado siglo. O la magnífica "Casa de las Flores" del arquitecto Secundino Zuazo, construida también en esos años de pensamiento y sensibilidad.
Sí, señora Carmena, apadrinen y financien cientos, miles, de Cités Radieuses, Casas Bloc, Casas de las flores, etc. Y paren la deriva, dejen de destruir el patrimonio de mi ciudad. Olvídense de lo mercantil, de lo especulativo, del capitalismo, de lo espurio. Y piensen más en la salud y el bienestar de sus conciudadanos. La vida y el reposo cotidianos no deben estar sólo al alcance de los pudientes, de los poderosos.