lunes, 19 de agosto de 2013

UGO RICCARELLI, UN AMIGO






Estoy en Italia, aunque todo ha sucedido ya. Hace unos días, todavía en Madrid, en las primeras horas de la tarde, he sentido la vibración de mi teléfono móvil que me indica que me acaba de llegar un mensaje. Cuando lo abro, las primeras palabras me inquietan sobremanera: "Una mala noticia..." y después, el final del mensaje: "Ugo acaba de morir esta mañana..." La remitente es mi amiga Roberta, su Roberta, la mujer de mi amigo Ugo Riccarelli.

Estoy en medio de las suaves colinas marquesanas, en la región de las Marcas, en el centro de Italia, y puedo divisar a lo lejos la silueta de la ciudad renacentista de Urbino. 
Siempre me han atraído estas colinas que se mueven en una continuada ondulación sin grandes desniveles, coloreadas por una paleta que se diluye en verdes, ocres y azules.

Mañana, muy temprano, en Madrid todavía no sería de día, pero aquí, tan al este, ya sí lo será, incluso el sol habrá empezado a despuntar, parto para Roma, quiero encontrar a Roberta, su Roberta, "Mi Roberta...", como siempre me decía bromeando, por si acaso la confundía con la mía, que también se llama Roberta. ¡Cuantas veces hemos reído de esta curiosa coincidencia, Ugo y yo!, los dos casados con dos Robertas, nombre que, por otra parte, en estos tiempos no abunda. No he podido acudir a sus exequias, y ahora quiero encontrarme, al menos, con ella, para  poder abrazarla y escuchar de sus labios qué es lo que ha pasado.

Viajo en autobús desde una pequeña ciudad enclavada en la garganta del Furlo que está rematada por la cara del Duce, Benito Mussolini, aunque la nariz aparece truncada debido al bombardeo, efectuado al final de la guerra, por los aviones aliados. Aunque todavía, al día de hoy, desde abajo, desde arriba nada se ve, se puede reconocer fácilmente la característica expresión del dirigente fascista. Pero Acqualagna, la pequeña ciudad de la que hablo, es también la patria chica de un italiano famoso fallecido, en un atentado, al desplomarse el avión en el que viajaba, en los años sesenta del pasado siglo: Enrico Mattei. Pero de eso hace ya mucho tiempo...

Mientras el autobús se desliza suavemente entre las laderas de los Apeninos antes de entrar ya en una zona más llana que deberá conducirme a la ciudad imperial, mi cabeza regresa a octubre del año pasado, la última vez que vi a Ugo Riccarelli, en ocasión de su participación en Madrid, en el Instituto Italiano de Cultura, en un acto-homenaje a su gran amigo, fallecido pocos meses antes, Antonio Tabucchi. Ya, en ese momento, no estaba nada bien, tenía algo de fiebre y se encontraba débil, según él mismo me contaba. Bueno, no estar nada bien creo que ha sido su condición en los últimos veintitrés años. Ugo había sufrido, entonces, un doble trasplante de los dos pulmones y del corazón. Eso ya lo dice todo. No sólo; a causa de la extrema medicación que debió soportar por el doble trasplante, debieron extirparle uno de los riñones que había desarrollado un tumor, así que en los últimos siete u ocho años tuvo que someterse a diálisis con el otro que le quedaba. Diálisis, tres veces por semana. Sólo escribirlo me produce más que escalofríos.

Conocí a Ugo y Roberta en ocasión de la publicación y presentación de su segundo libro en España en la Editorial Maeva, Estramonio, allá por el año 2003. Recuerdo que después de la presentación, también en el Instituto Italiano de Cultura, fuimos invitados a compartir un pequeño refrigerio con la gente de la editorial y el autor. Enseguida me cautivó su enorme humanidad, su transparencia en la exposición de sus ideas y su fino humor. Al día siguiente, quedamos para desayunar con él y su Roberta, yo y mi Roberta. A partir de ese momento, los encuentros se produjeron a intervalos. O bien en Italia - todavía recuerdo con emoción un encuentro en la ciudad de Piero della Francesca, San Sepolcro, o en Perugia, donde también Piero está presente - o en Madrid. En una de sus visitas a Madrid tuve la oportunidad de acompañarlo al centro donde se tuvo que someter a la maldita diálisis que en los últimos tiempos lo estaba dejando sin fuerzas. Yo mismo había tratado de hacerle la gestión, porque era conditio sine qua non, para que él pudiera desplazarse. Y desplazarse, se desplazaba, vaya que si se desplazaba. Siempre incansable e inasequible al desaliento como si sus condiciones físicas fueran las de un Tarzán. Jamás le oí lamentarse, ni quejarse de su delicada salud. Porque Ugo no tenía una buena salud, pero al mismo tiempo era fuerte, muy fuerte, como si nada le aconteciese en su fisicidad. Es más, si intuía que algo te pasaba, ahí estaba él para insuflarte moral, como si él no necesitara nada de nada. 

El caudal del tráfico aumenta poco a poco. La circunvalación en torno a Roma empieza a hacer acto de presencia. Es la primera vez que voy a entrar en la ciudad a través de la carretera. Algunas señalizaciones que aparecen me empiezan a sonar: Foro Italico, Trastevere, Tiburtina... Ese es el final del trayecto. Mi amiga Roberta me ha dado indicaciones precisas para llegar hasta Termini desde Tiburtina y desde allí coger el autobús 64 para bajar hasta el centro. Menos mal, porque desde la última vez, ya va para cuatro años, Tiburtina se ha convertido en algo inmenso. Ahora es la estación ferroviaria más grande de Europa. En efecto, uno entra dentro y los pasillos parecen no tener fin, incluso las indicaciones no son del todo muy claras. No hay de qué extrañarse, estamos en Roma, en Italia, y un cierto caos es el escenario necesario para que nada nos sea ajeno.

El calor es excesivo; si pienso que esta mañana, esperando el autobús en Acqualagna, mis huesos, y no sólo, estaban congelados, casi no me lo puedo creer. El autobús, que pillo por los pelos en Termini, va atestado de gente. Podría haber bajado vía Cavour hasta las estribaciones de Piazza Venezia y desde allí hasta Piazza Navona para encontrarme con la iglesia de San Luigi dei Francesi, donde quiero ir a parar para poder ser acogido por Caravaggio. Pero he preferido seguir las indicaciones de Roberta y no perder tiempo, sobre todo porque no dispongo de mucho. Son las 11,30 de la mañana y a las 16 debo estar en la parada del autobús para volver a las colinas marquesanas. 

Antes de encontrarme con ella tengo el tiempo justo para deleitarme con los dos Caravaggios que hay en esa iglesia. Siempre que vengo a Roma, lo hago. Pero esta vez aún me son más necesarios. Sé, por Roberta, que a Ugo le gustaba venir a esta iglesia a contemplarlos. 
Tengo suerte, porque está abierta y no hay apenas turistas. Son deliciosos, como un bálsamo. Una quietud y una cierta paz me invaden cuando me dejo atrapar por sus imágenes. Una idea sacude mi mente: Caravaggio anticipa de manera salvaje los planos cinematográficos Kubrickianos. 

Pero todavía necesito algo más, necesito que la estructura clásica y perfecta del Phanteon de Agrippa me atenace en su extrema belleza. El sol brilla con fuerza, por eso, cuando entro dentro, un haz de luz, que viene de lo alto de la esfera, impacta contra el suelo llenándolo de luminosidad. Poder contemplar aún, en el siglo XXI, esta maravilla del mundo clásico, no deja de ser un extraño privilegio que nos permite conectar con tiempos que de otra manera parecerían sólo legendarios.

Serpenteo por las estrechas callejas sabiendo que, al final, me daré de bruces con ese exceso que es la Fontana di Trevi. Siempre sucede, caminas y caminas, y cuando menos te lo esperas, al doblar una esquina, emerge exultante y magnifica, encastrada en una pequeñísima plaza que parece imposible que pueda acoger su grandeza. Los caballos alados tirados por tritones y el agua incitan a olvidarse del mundanal ruido que atruena nuestras sienes. 

Algo exhausto por el ir y venir de una parte a otra, aunque sin salir de un cierto perímetro, recibo la llamada de Roberta y quedo con ella en Campo dei Fiori, donde Bruno, Giordano, que Ugo y yo amamos, vigila todo lo que ocurre a su alrededor

Estoy tratando de sacar una foto con la cámara de mi teléfono a la imponente e inquietante estatua de Bruno cuando una voz conocida me devuelve a la realidad: "Podemos abrazarnos antes de hacer la foto..." Ha llegado Roberta a la que abrazo con fuerza durante unos segundos que son infinitos.

Hablamos, me cuenta que Ugo estaba ya mal desde hacía varios meses. Tenía una especie de infección rara en uno de los pulmones trasplantados y tuvo que ingresar en un hospital de Palermo donde pasó varias semanas; parecía que en el próximo otoño podrían resolverle el enésimo problema derivado de su estado precario, pero ya en el hospital, uno de esos virus que se hacen invencibles en ese medio lo castigó y lo debilitó con fiebre alta y debilidad generalizada. Aún así, mi amigo seguía luchando, y lo hacía de la única manera que sabía hacerlo, escribiendo y participando en uno y mil eventos, en presentaciones, conferencias y demás. La última, apenas una semana antes de tener que ingresar en el Gemelli para no regresar ya nunca más. Eso sí, con la absoluta certeza de no querer ser manipulado ni controlado por eso que ahora se llama protocolo hospitalario que a veces, más de las que los seres humanos se merecen, se convierte en una sinrazón tortuosa. Sin embargo, esta vez, incluso las monjitas del hospital romano, de las que no se fiaba ni un pelo, han respetado las ordenes precisas de Riccarelli: "Estoy ya muy cansado, dejadme andar..."

El tiempo, poco para lo que hubiese deseado, pasa deprisa, demasiado  deprisa. Miro el reloj y sé que tengo que volver a Tiburtina para coger el autobús que me llevará de vuelta a las colinas marquesanas. Roberta se ofrece a acercarme hasta la estación de metro de Cavour, tiene aparcado en las cercanías el pequeño coche de 50 cc. que le había regalado en diciembre Ugo para que pudiera desplazarse de un lado a otro de la ciudad. Reímos porque le digo que ese coche estaría a mi alcance, ya que no necesita el carnet de conducir que yo nunca he llegado a sacarme. Me doy cuenta ahora, cuando estoy escribiendo estas líneas, que Ugo y yo teníamos más de una coincidencia como decía al principio. No he dejado de pensar, desde que me llegó el fatídico sms, que Riccarelli, usando el argot italiano, era classe 1954, es decir, que era de ese año, el mismo año del que soy yo. Recuerdo también, en una de las primeras ocasiones en la que nos encontramos en Italia al poco de conocernos, una afirmación suya: "En estos tiempos que corren, sólo se puede ser pesimista, ser de izquierdas o ser revolucionario, y la coherencia que se sigue de ello implica serlo...Aquellos que se proclaman optimistas son unos perfectos reaccionarios, no han entendido nada..." Afirmación que compartía de principio a fin. La reacción está preñada de optimismo, sólo desde un sensato pesimismo se puede hacer una verdadera autocrítica.
Caminamos en dirección a donde nos espera su pequeño vehículo. Roberta me hace una señal y me dice: "Ven, quiero que pasemos por aquí para ir hasta el coche..." Dejamos la avenida y entramos en una estrecha calle en suave descenso que reconozco enseguida al leer el rótulo: Via Caetani. En mi cabeza se impone la voz de Valerio Morucci, el militante de las Brigadas Rojas, que efectúa la llamada al amigo personal de Aldo Moro para comunicarle donde pueden encontrar el cuerpo sin vida del político democristiano. Mientras el interlocutor no puede dar crédito a lo que está oyendo, y estalla en un llanto incontenible, la voz impertérrita y casi insolente del brigadista continúa insistiendo: "...En vía Caetani, ha entendido, Caetani..."
Acude a mi recuerdo también algo que ya he contado en alguna ocasión. En la semana santa de 1978, cuando Moro estaba aún en las manos de las Brigadas Rojas, me encontraba en Moscú. Una noche, en compañía de mi amigo José Ángel, sin el resto del grupo, decidimos hacer una incursión hacia la Plaza Roja. Recuerdo perfectamente que se acercaron a nosotros un grupo de tres o cuatros chavales rusos ofreciéndonos hachís de Afganistán. En un determinado momento, así, sin venir a cuento, farfullando  una especie de italiano, quizás porque interpretaron nuestra lengua como similar, uno de ellos nos dice: "Aldo Moro está en nuestras manos, lo tenemos nosotros..." A lo que mi amigo y yo no supimos qué decir ante la delirante afirmación que acabábamos de escuchar... Siempre que el caso Moro sale a escena, recuerdo aquel extraño encuentro en la Plaza Roja y no dejo de interrogarme qué sentido tuvo aquello y sobre todo por qué unos rusos, que sólo por una enorme casualidad podrían haber escuchado algo de ese secuestro en su televisión oficial, hicieron aquella afirmación. Pero eso sería otra historia que ahora no tiene sentido contar.

Avanzamos despacio hasta llegar al muro donde se encuentra la placa en recuerdo del político asesinado. No dejo de notar la belleza de algunos palacios, mientras una cierta emoción me embarga al recordar todo aquello, que se encuentran en esta pequeña calle que la historia no permitirá borrar jamás de la memoria. Giramos la calle y nos encontramos con el coche de mi amiga; nos dirigimos hacia el metro Cavour atravesando los foros imperiales, donde puedo entrever, al fondo, fugazmente, la mole del Coliseo. Nos despedimos y hacemos votos para vernos muy pronto, quizás en Madrid.

Me sumerjo dentro del oscuro y sucio metro romano. Mis pensamientos vuelven hacia mi amigo Ugo Riccarelli, sé que se ha ido y que  no volverá nunca más. Como tantos otros, como todos... pero en esta tarde calurosa, en Roma, el rechazo que siempre me produce la muerte me lleva al relato de Ernest Renan, en su Vida de Jesús, al final, cuando escribe: "El domingo por la mañana, muy temprano, María de Magdala, María Magdalena, acudió al sepulcro. La piedra estaba separada de la abertura, y el cuerpo no se encontraba en el lugar en que lo habían puesto...Salió corriendo gritando: "¡Ha resucitado!" Para el historiador el relato acaba aquí, y nada podemos decir porque carecemos de documentos contradictorios que aclaren lo que ocurrió con el cuerpo de Jesús. Esto es lo que ignoraremos siempre..."
Siempre que lo leo, por unos instantes, quiero creer que el cuerpo no estaba porque verdaderamente había resucitado, y para un materialista como yo ya es mucho creer.

Volviendo al terreno de la vida real, siempre nos quedarán las novelas y los relatos de Riccarelli: Un hombre que acaso se llamaba Schulz, Estramonio, Un helado para la gloria, El dolor perfecto, Comalllamore, Le scarpe appese al cuore, Un mare di nulla, Ricucire la vita, Pensieri Crudeli, Diletto, L'amore graffia il mondo..., historias narradas con inteligencia y con una gran imaginación, características de un gran escritor como es él.