viernes, 25 de julio de 2014

SPINOZA ESTÁ EN EL TOUR


Hace años que quiero escribir sobre esto, muchos años. Nunca lo hice cuando él estaba en activo, pero ahora, finalmente, quiero escribir sobre él. Mis amigos y conocidos saben de sobra de mi pasión por el ciclismo, de mi fascinación por el Tour de France, yo como tantos otros, como Roland Barthes, por ejemplo, pero no sólo. Una pasión que no cede, a pesar de tantas cosas, a pesar de todo. Los ciclistas son otra cosa, deportistas, sí, pero otra cosa...
No aparece regularmente en los medios de comunicación, mejor diría en los media, porque no creo que la prensa, en general, sea escrita, radiada o televisada, comunique, sino que mediatice la opinión de las masas. Lo escucho la otra tarde, en una de las etapas de montaña de este Tour de Francia diluido en la nada, tras las caídas y, consecuentemente, abandonos de Chris Froome y Alberto Contador. Escucho su contención, su inteligencia. Esa que tan poco gustaba a los comentaristas y a la mayoría de los aficionados cuando participaba en las carreras. A su lado el comentarista jefe, mediocre y falto de criterio a la hora de analizar las etapas del Tour. Oficia eso que tanto gusta a las élites, lo politically correct. Pero para que el trágala pase con suavidad cuenta con un histrión de excepción. Es otro corredor, un corredor simpático, chistoso, vamos que cae bien al público televisivo, o no televisivo. Sucedía cuando estaba compitiendo, en activo. Pedro Delgado, Perico, era el héroe de los aficionados a este deporte. A pesar de su poca concentración en lo que estaba haciendo, a pesar de su poca cabeza, de su escasa inteligencia a la hora de saber leer la carrera... Esa tarde, como casi siempre, habla sin parar, y cuenta chistes, chorradas y claro, éso vende, éso gusta a un público falto de criterios para expresar una mínima crítica.
El otro, ese que irradia inteligencia, serenidad, calma y contención, se llama Miguel Indurain. Lo escucho ahora y no puedo impedir que mi cabeza vuelva a esos primeros años Noventa del pasado siglo, esos años que fueron suyos, y esos años en los que yo disfruté tanto, y fui un poco feliz, con un corredor anómalo, un corredor español distinto a todos los demás. Un corredor serio, inteligente, único. Cada uno tiene sus héroes, y uno de los míos, aunque no sea ni mucho menos el único, es él, Miguel Indurain.
Lo pensaba cuando seguía las etapas, por aquellos años, ¡coincidencia!, cuando en un seminario en la facultad de filosofía me devanaba los sesos estudiando la Ética de Spinoza, o Espinosa, como me gusta a mí escribir, ya que era un judío descendiente de españoles, y el apellido se escribe así. Enseguida lo tuve claro, me era sencillo hacer esa, quizás, banal comparación, aunque no creo que lo fuese tanto. Impresionaba ver a cualquier corredor, a todos los corredores, no sólo en esos años, incluso en otros, cómo palidecían de miedo cuando en el horizonte se alzaban los colosos alpinos o pirenaicos. Cómo fiaban todo su porvenir a la esperanza, hipotecando su propia posibilidad material de imponerse sobre esas dos categorías, el miedo y la esperanza, que alejan a los seres humanos de la posibilidad de ser libres con mayúsculas. Pero él, él sí que frente a esas montañas jamás aparentó ni miedo ni esperanza. Su inteligencia, su cabeza, le hacían aparecer como lo que era, un corredor como la copa de un pino, uno de los grandes, quizás, junto con Eddy Merckx, el más grande de la historia de este deporte que tanto amo. Desde luego, el único que ganó sus cinco tours de manera consecutiva, igualando el palmarés del belga y de dos franceses geniales, Jacques Anquetil y Bernard Hinault.
Sus cualidades físicas eran destacadas, pero como lo son las de tantos corredores del pelotón internacional. Sin embargo, no son precisamente, y sólo ellas, las que hacen que un ciclista llegue a ser un campeón. Es la inteligencia, lo que le va a separar del resto, aunque en ciertos momentos pueda parecer que otros llegan a igualarlo. Amo la inteligencia en las personas, y por eso lo amo a él. Y no exagero si afirmo que tengo una gran deuda con Miguel Indurain, porque durante esos años que van del 1991 al 1995, casi cerrando el fascinante y terrible siglo XX, su elegancia, su clase y su comportamiento en la carrera, hicieron que pudiera alcanzar momentos de felicidad que nadie me podrá ya quitar. Suena fuerte, lo sé, pero querría gritarlo con fuerza. ¡Spinoza estaba en el Tour!  





lunes, 21 de julio de 2014

UNA DULCE DERROTA


Esta tarde estoy empeñado en encontrar cosas raras, poco usuales, o que casi nadie busca. Me muevo con cierta ligereza a pesar de que el calor ha vuelto, aunque no excesivo aún. Tiempo al tiempo. El pleno verano, aún sin sus sacudidas más bruscas, nos hace sentirnos distendidos, la tensión baja y la libido es un fantasma. Busco una bovina de hilo para un paraflex, vieja palabra casi en desuso, e incluso viejos manuales que ya nadie utiliza o estudia. Las obras completas de Sigmund Freud. No, yo las tengo hace tiempo y he disfrutado y disfruto de ellas. Busco uno de los manuales donde se aloja uno de los ensayos más lúcidos del judío vienés. Es un regalo que quiero hacerle a una amiga pianista.
La ciudad tiene todas esas posibilidades y muchas más. Y, como siempre, la sorpresa te asalta cuando menos te lo esperas.
Estoy en el metro, en una de las puntas de una de las líneas. Me siento. A mi lado tres chiquillas, no creo que pasen de los quince, ríen, se divierten, se sienten importantes, únicas, inmortales. Enfrente, un señor de los de antes, tal vez en torno a los ochenta, vestido con un traje azul marino cruzado de botones escandalosamente dorados. Clásico, elegante, tocado con unas gafas de carey, redondas, como las de Pessoa, o las de Azaña, o las de tantos otros, que más da. Me produce sudor, aunque soy de los que necesita una buena calefacción o un sol más que tórrido para comenzar a sentirme asfixiado. Sin embargo, esta tarde me llega la calorina mientras observo cómo el anciano con suma vivacidad no para de seguir los movimientos de las tres infantas. 
Se mueven, se cambian de sitio, hasta que en un determinado momento están las tres juntas, arracimadas, casi pegaditas al señor de las gafas redondas. Yo llevo pensando algo desde hace ya unos minutos. Pienso en él y en mí, en su ancianidad y en mi no juventud. En que tanto él como yo hemos sido ya un poco derrotados en el terreno del amor. O tal vez no, quién sabe.
Aunque hay una cierta distancia cronológica entre él y yo, me vienen a la cabeza las palabras que me dijo en su casa el poeta Marcos Ana cuando lo estuve entrevistando. Le hablaba de lo bien que le veía pasados ya los noventa y me decía él, al decirle yo que no era tan joven como él pensaba, que sí, pero tú eres un chaval a mi lado...
Pienso en el poeta mientras miro la presencia elegante y distinguida del señor que tengo enfrente. Lo veo nervioso, dubitativo, agitado. Y sucede, lo que tenía que suceder. Sucede lo que yo pensaba que tendría que suceder. Se arranca y se pone a hablar con ellas. Aunque la distancia que me separa es corta, los vagones modernos son pequeños y estrechos, no logro descifrar las palabras que con tanto interés escuchan ellas. Ríen un montón, están felices, son guapas, están llenas de vida. Son la vida, diría yo. Pero en mi interior me atrevo a sospechar que no les está largando una perorata insufrible...Diana. Sí, hago diana en mis apreciaciones, cuando oigo decir a una de ellas, dirigiéndose con cierta ternura al señor que estoy describiendo, "Pero usted ha sido más que un rompecorazones...". Claro, me digo, es lo que había fantaseado yo en mi cabeza. Observaba su meneo constante de cabeza, su mirada ansiosa. Intuía, sabía, que se le iban los ojos detrás de las jóvenes florecillas. Su cara irradiaba la satisfacción de poder contemplar esa belleza inocente y natural. 
Aunque ellas se habían despedido ya en el vagón, no podían imaginar que al abrirse las puertas él también iba a apearse. Las puertas se quedan abiertas durante unos segundos, y puedo escuchar cómo vuelven a despedirse, sin embargo vuelve a detenerlas y vuelven a juntarse como en círculo. Les sigue hablando mientras ellas bajan sus cabezas de largas melenas para escuchar mejor las palabras que pronuncia el elegante anciano. El tren penetra veloz en el túnel y yo sonrío con complacencia.






Jesús Marchante, "L'autre rive II"

viernes, 18 de julio de 2014

EL ORIGEN DEL MAL





Contemplo la foto y no dejo de pensar en algo que resulta evidente. Cómo es posible que esos cretinos, esos catetos, que aparecen en ella, tuvieran en sus manos el poder de dirimir el principio o el fin de tal carnicería. ¿Quiénes eran esos tipejos con pinta de mequetrefes? Hace muchísimo tiempo que me interrogo sobre esta catástrofe histórica que para mi supone el inicio del mal.
Es un lugar común afirmar que si el serbio de Bosnia, Gavrilo Princip, no hubiese asesinado al archiduque Francisco Fernando, heredero del Imperio Austrohúngaro, el estallido no hubiera tenido lugar. Vana consolación que no logra explicar nada del por qué de la Gran Guerra de 1914-1918. Hay historiadores que para mí tienen un gran crédito, es el caso de Eric Hobsbawn, que  apuntan como una posible causa la equivocación política y el error de cálculo. Bien, puedo pensar que estos elementos que señala el historiador inglés puedan formar parte de una posible explicación política, que sin embargo en nada colma mi ansia por entender qué demonios sucedió aquel mes de julio de 1914 para que la civilización occidental decidiera suicidarse de manera tan brutal. Hay otra visión, fuertemente pesimista, que incide aún mucho más en esa visión lúgubre de los acontecimientos. Me refiero a lo que Joseph Conrad afirma en su inquietante relato El corazón de las tinieblas, poniendo, tal vez, al mismo nivel la verdad con el mal.
No obstante, aún no siendo algo definitivo, vengo sosteniendo hace ya algunos años, que la más lúcida explicación, o, mejor, el más lúcido análisis sobre lo que aconteció en Europa en aquellos años terribles, es el diminuto ensayo, poco más de quince páginas, que apareció por primera vez en 1915, por entregas, en un periódico vienés, y que llevaba la firma de Sigmund Freud. El artículo, que así se podría también llamar, lleva el título de Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte, y a mi juicio acierta de pleno a la hora de enumerar las causas que llevaron a los hombres a esa enorme carnicería. Sin embargo, si tengo que ser completamente sincero, ni siquiera Freud consuela del todo la desazón que me embarga cada vez que me documento, a través de fotografías o de filmaciones, sobre la Gran Guerra.
Incluso, hace algún tiempo, yo mismo he tratado de reflexionar sobre ello atreviéndome a trabajar sobre una serie de diez dibujos que llevan precisamente el nombre del encabezamiento. 
Qué es lo que hizo que millones de hombres caminaran como autómatas hacia aquellas trincheras en las que tuvieron que soportar tan enormes calamidades y de las que tantos y tantos nunca volverían.
Vivimos una época en la que frente a los desastres y a la represión que nos impone el poder, salimos a las calles y gritamos "¡Sí se puede!". ¿Acaso en aquel verano de 1914 no se podía?
Desde luego, gracias al trabajo de un grupo de activistas e intelectuales de gran altura, que estaban encuadrados en un partido llamado bolchevique, sí que demostraron que se podía, ya que lograron que durante el penúltimo año de la guerra, los soldados de Rusia desertaran en masa de esas cloacas llamadas trincheras, y de los campos de batalla, donde la carne humana no valía más que la de cualquier alimaña que vagase por esos campos de la muerte.
Somos hijos del mundo que se abre con la caída del muro de Berlín, pero estamos también prisioneros de lo que inaugura esa terrible guerra. La tentación, en algunos, que luego por diversas causas históricas, contamina al resto, de pensar que el enemigo es el otro. Y la terrible conclusión de que el otro es cualquiera que no sea yo mismo...



  
Jesús Marchante, "El origen del mal III"

martes, 1 de julio de 2014

ÉRASE UNA VEZ...


Érase una vez una ciudad, Madrid. Érase una vez una calle, la Gran Vía... Una ciudad donde una cierta arquitectura tenía sentido y tenía utilidad. Sin embargo, hoy, ya no. Ahora, hecha trizas la resistencia ciudadana, las autoridades, despojos de despotismo barato, deciden sobre el bien y sobre el mal. Sobre lo divino y sobre lo humano. Ahora, la cultura, palabra completamente vaciada de contenido real, ha sido ya destruida.

Una calle, la Gran Vía, paradigma de las calles europeas, decorado absoluto del iluminismo más sobresaliente. Espacio que conjuga todas las direcciones. Ahora, castrada de manera brutal. Sus cines pertenecen al mundo de nuestros sueños. Apenas quedan dos en pie. Capitol y Palacio de la Prensa. Los demás, han desaparecido tragados por la contemporaneidad capitalista, aunque sus nombres resuenan en nuestra memoria. Palacio de la Música, Coliseum, Avenida, Gran Vía, Lope de Vega, Rex, Rialto, Pompeya, Azul, Coliseum... seguro que me dejo alguno.

La Gran Vía, en los inicios de la década de los años Treinta del pasado siglo. Portal de una modernidad que encontrará su acoplamiento durante la brevedad política de la Segunda República. Sin embargo, todo suena ya demasiado lejos, como en los cuentos, como en el ayer de un pasado remoto que sabemos que ya nunca va a volver.

Es duro subir y bajar la Gran Vía, sin poder contemplar las grandes carteleras que anunciaban las películas, soporte de la materialidad de los sueños jamás arrebatados por el poder ciego y frío de la sociedad capitalista. No obstante, quizás, en algún momento, podamos volver a reconstruir la razón tras los restos de la tormenta.