lunes, 21 de julio de 2014

UNA DULCE DERROTA


Esta tarde estoy empeñado en encontrar cosas raras, poco usuales, o que casi nadie busca. Me muevo con cierta ligereza a pesar de que el calor ha vuelto, aunque no excesivo aún. Tiempo al tiempo. El pleno verano, aún sin sus sacudidas más bruscas, nos hace sentirnos distendidos, la tensión baja y la libido es un fantasma. Busco una bovina de hilo para un paraflex, vieja palabra casi en desuso, e incluso viejos manuales que ya nadie utiliza o estudia. Las obras completas de Sigmund Freud. No, yo las tengo hace tiempo y he disfrutado y disfruto de ellas. Busco uno de los manuales donde se aloja uno de los ensayos más lúcidos del judío vienés. Es un regalo que quiero hacerle a una amiga pianista.
La ciudad tiene todas esas posibilidades y muchas más. Y, como siempre, la sorpresa te asalta cuando menos te lo esperas.
Estoy en el metro, en una de las puntas de una de las líneas. Me siento. A mi lado tres chiquillas, no creo que pasen de los quince, ríen, se divierten, se sienten importantes, únicas, inmortales. Enfrente, un señor de los de antes, tal vez en torno a los ochenta, vestido con un traje azul marino cruzado de botones escandalosamente dorados. Clásico, elegante, tocado con unas gafas de carey, redondas, como las de Pessoa, o las de Azaña, o las de tantos otros, que más da. Me produce sudor, aunque soy de los que necesita una buena calefacción o un sol más que tórrido para comenzar a sentirme asfixiado. Sin embargo, esta tarde me llega la calorina mientras observo cómo el anciano con suma vivacidad no para de seguir los movimientos de las tres infantas. 
Se mueven, se cambian de sitio, hasta que en un determinado momento están las tres juntas, arracimadas, casi pegaditas al señor de las gafas redondas. Yo llevo pensando algo desde hace ya unos minutos. Pienso en él y en mí, en su ancianidad y en mi no juventud. En que tanto él como yo hemos sido ya un poco derrotados en el terreno del amor. O tal vez no, quién sabe.
Aunque hay una cierta distancia cronológica entre él y yo, me vienen a la cabeza las palabras que me dijo en su casa el poeta Marcos Ana cuando lo estuve entrevistando. Le hablaba de lo bien que le veía pasados ya los noventa y me decía él, al decirle yo que no era tan joven como él pensaba, que sí, pero tú eres un chaval a mi lado...
Pienso en el poeta mientras miro la presencia elegante y distinguida del señor que tengo enfrente. Lo veo nervioso, dubitativo, agitado. Y sucede, lo que tenía que suceder. Sucede lo que yo pensaba que tendría que suceder. Se arranca y se pone a hablar con ellas. Aunque la distancia que me separa es corta, los vagones modernos son pequeños y estrechos, no logro descifrar las palabras que con tanto interés escuchan ellas. Ríen un montón, están felices, son guapas, están llenas de vida. Son la vida, diría yo. Pero en mi interior me atrevo a sospechar que no les está largando una perorata insufrible...Diana. Sí, hago diana en mis apreciaciones, cuando oigo decir a una de ellas, dirigiéndose con cierta ternura al señor que estoy describiendo, "Pero usted ha sido más que un rompecorazones...". Claro, me digo, es lo que había fantaseado yo en mi cabeza. Observaba su meneo constante de cabeza, su mirada ansiosa. Intuía, sabía, que se le iban los ojos detrás de las jóvenes florecillas. Su cara irradiaba la satisfacción de poder contemplar esa belleza inocente y natural. 
Aunque ellas se habían despedido ya en el vagón, no podían imaginar que al abrirse las puertas él también iba a apearse. Las puertas se quedan abiertas durante unos segundos, y puedo escuchar cómo vuelven a despedirse, sin embargo vuelve a detenerlas y vuelven a juntarse como en círculo. Les sigue hablando mientras ellas bajan sus cabezas de largas melenas para escuchar mejor las palabras que pronuncia el elegante anciano. El tren penetra veloz en el túnel y yo sonrío con complacencia.






Jesús Marchante, "L'autre rive II"

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