miércoles, 16 de noviembre de 2016


UN PRINCIPIO DE CAUSALIDAD MÚLTIPLE


Hay muchas maneras de interpretar las cosas que nos acaecen, aunque una gran parte de la gente tienda a usar los términos de azar, casualidad, destino o fortuna. En realidad todas esas acepciones vienen a significar la misma cosa, hablan de la misma cosa, sin embargo siempre me ha parecido mucho más lógico, mucho más cercano a la razón, considerar que ciertos acontecimientos son sólo el producto del principio de causalidad múltiple.
Hace ya bastante tiempo que siento cómo el veneno dulce y extraño de la pasión de coleccionar objetos recorre mis venas. Soy, en eso, colega de Sigmund Freud y de Auguste Rodin. Ellos, mucho antes que yo, bebieron esa pócima que tal vez, para el común de los mortales, sea sólo eso, una pócima sin mayor trascendencia. Sin embargo, esos ilustres antecesores míos sabían muy bien lo que significa poseer objetos antiguos, atrapar instantes de tiempos pasados donde nuestros antepasados dejaron el rastro de la necesidad de expresar quizás lo más invisible y profundo de nuestro ser. Rodin, situado en primer lugar con más de siete mil piezas, detrás Freud con unas tres mil. El artista y escultor las tenía todas distribuidas por su casa-taller de Meudon, en las afueras de París. Freud, primero en las vitrinas y anaqueles de su estudio, y en la primera fila de su escritorio de la Berggasse 19 de Viena, después en Maresfield Gardens 20 en Londres. Las había hecho trasportar y salvar de la bestia nacional socialista, todas y cada una de ellas, y había reproducido, casi con exactitud, su estudio vienés en la casa londinense donde pudo exiliarse y morir poco tiempo después. A quienes, en cambio, no pudo salvar fue a sus cuatro hermanas, que murieron en los campos de concentración nazis, como tantos millones de seres humanos. Ellos coleccionaban arte antiguo, Babilonio, Griego, Egipcio, Romano. Ninguno de los dos podía dejar que su vida trascurriese sin esos objetos tan amados. Pero ninguno de los dos escribió nunca nada que explicase el por qué de esa pulsión de poseer objetos de la antigüedad. Seguramente, para la mayoría de los seres humanos, saber que el viejo judío vienés se hacía trasportar la mayoría de sus esculturas y objetos antiguos cada año por vacaciones, cuando salía de Viena, los deje fríos o indiferentes. Lo sé, es difícil llegar a comprender algo de esas características si no se ha probado ese veneno del que hablaba antes.
Pero no es el arte de la antigüedad lo que a mi me impulsa a poseer objetos bellos. Mi gusto está más cercano en el tiempo, está materializado en los objetos de los años Veinte y Treinta del pasado siglo, en ese estilo al que dio nombre la Exposición Internacional de Artes Decorativas e Industriales Modernas de París de 1925, el llamado Art-Déco. Son, para mí, los años dorados del diseño a todos los niveles, jamás superados. Los nombres de esos artistas resuenan siempre en mi cabeza; citaré algunos: Lalique, Hunebelle, Degué, Muller Freres, Etling, Sabino, Daum, Le Verrier, Le Faguais, Baccarat, Lemanceau, Robj... Dentro de las artes que desarrollaron, el vidrio es una de ellas. Y ahí es donde quiero llegar para contar una historia particular. 
Hace ya algunos años que, en el stand de unos anticuarios que conozco desde hace bastante tiempo, en una de las pocas ferias en las que ellos han llegado a participar, me encuentro de sopetón con una pequeña y coqueta lámpara de mesa. La tulipa, en forma de obús, tiene un diseño realmente interesante, diseños geométricos que reproducen frutas y plantas exóticas, está firmada por uno de los artistas que he señalado antes: Muller Freres, de Luneville. Así viene estampada, en relieve, en uno de los bordes del cristal. Me enamoro enseguida de ella. Sin embargo, algo incrédulo, pregunto a mis amigos anticuarios, Paco y Lola, cómo demonios no he visto antes la lámpara en la tienda que ellos tienen en la zona del Rastro madrileño. Una cierta sonrisa se dibuja en el semblante de Paco, que unos instantes después se materializa en una explicación precisa. No es, como yo había llegado a intuir, que se tratara de una nueva adquisición y por eso no la había visto en su tienda. La explicación es más, como diría, graciosa y prosaica. En realidad, la lámpara llevaba en las manos de los anticuarios hacía ya algunos años, aunque nunca había iluminado la tienda. La razón era una de aquellas que estos profesionales de la belleza y los objetos antiguos guardan con sumo celo. En sus periplos viajeros, a la búsqueda de objetos deseados y perdidos en el devenir del tiempo, recalan en distintos espacios donde pueden encontrar aquello que buscan, aunque no siempre suceda así. Una vez de vuelta, y antes de proceder a rellenar la tienda con los nuevos objetos adquiridos, se produce una criba, una selección particular, de la que nadie tendrá noticia jamás. Sustraen a la clientela aquellos objetos que los propios anticuarios seleccionan para su colección privada. Renuncian así a la conversión dineraria que esos objetos poseen. Eso es lo que a la lámpara en cuestión le había acontecido, había ido a parar a los fondos privados de ellos. No siempre es así, a veces, dicho por ellos mismos, al objeto le dan alguna oportunidad, un cierto tiempo de exposición en la tienda. Si pasado ese tiempo nadie se interesa por él, pasa a engrosar automáticamente la colección de los anticuarios. Eso sucedió con una maravillosa Esfinge de porcelana, de color verdoso, que tal vez representara, en la época, años veinte del pasado siglo, el reclamo para vender alguna marca de algún perfume determinado, no lo sabemos. La Esfinge estuvo algún tiempo en el escaparate de la tienda, sin que nadie se interesara por ella de manera precisa. Bueno, nadie, menos yo mismo, que enseguida mostré una particular atracción hacia ese rostro impenetrable. Sin embargo, un factor trivial, pero determinante, hizo que yo no pudiera soñar con adquirirla. La falta de liquidez monetaria me impedía proceder a su compra. Entonces sucedió lo irreparable, aunque es verdad que no siempre tiene porqué ser así, los propietarios, los anticuarios, una vez expirado ese tiempo que le habían dado a la Esfinge, decidieron que pasara, para siempre, a su colección privada, y nunca más he vuelto a tener noticias de ella. Sin embargo, en el caso de la obus lamp de la que estamos escribiendo, la cosa fue de la otra manera. Desde el principio, fue sustraída a la posibilidad de ser adquirida por cualquiera que pasara por la tienda. Pero hete aquí, que la liquidez monetaria también, en ciertos momentos, atraviesa la vida de esos profesionales de los objetos antiguos. Y esa es la razón por la que aquella tarde de otoño, de hace algunos años, la lámpara de Muller Freres aparecía colocada sobre uno de los muebles que ellos habían instalado en el stand de la feria en la que participaban. La habían sacado a la venta, así de simple, así de sencillo. Y allí estaba yo, dispuesto a no darle ninguna posibilidad de ser vendida a otro coleccionista o que volviera a la obscuridad de la privacidad de sus propietarios. Y eso es lo que hice, la adquirí para mi propio deleite, para que me acompañase en mi vida.
Pasa algún tiempo, no demasiado. Un día, mientras estoy limpiando la tulipa, ese obús redondeado de cristal, se me escapa de las manos como un pez escurridizo y estalla contra el suelo, rompiéndose en varios pedazos, inservible, irreparable. Durante algunos minutos me quedo inmóvil, incrédulo, por lo que acaba de pasar. Casi ni mi atrevo a mirar hacia la tarima del pavimento, que no ha podido amortiguar la caída y preservar el cristal. Poco a poco, me voy dando cuenta de la pérdida irreparable que me acaba de acontecer. Sí, irreparable, porque no es que en el mercado circulan decenas o miles de obus lamp como la que acababa de perder. Sé, por Paco y Lola, que algunos objetos que ellos han encontrado, no los vuelven a encontrar nunca más. Se añade, además, otro factor importante. Poco a poco, en esos años, el interés por el Art-Déco ha ido decayendo, los objetos de los años Cincuenta y Sesenta del Siglo Veinte pasan a ocupar el puesto que antes ese arte ocupaba en el mercado de los objetos antiguos. Pero hay otra cosa que aumenta la dificultad de volver a encontrar ese precioso objeto que acababa de perder. Durante algunas décadas, el Déco se ha ido adquiriendo en el mercado mundial de antigüedades de manera bastante prioritaria, frente a los objetos de otros períodos. Eso hace que esos objetos vayan desapareciendo de la escena y que mis amigos anticuarios, como el resto de esos profesionales, tengan cada vez más problemas para encontrarlos. Así que empiezo a resignarme, y a pensar que nunca más volveré a tener en mis manos esa obus lamp tan bella. Sin embargo, siempre queda esa magia llamada Internet. Sí, ese mercado virtual que alcanza cualquier rincón del planeta. De hecho, las tiendas físicas, sobre todo en los Estados Unidos, han ido cerrando y pasándose a la red. La reducción de costes, en primer lugar, y la posibilidad de llegar a todas partes, en segundo, hacen que el mercado físico se vaya reduciendo poco a poco. Aunque en Europa las cosas vayan más despacio en ese sentido. 
Los años pasan, la búsqueda, física y virtual, no da ningún fruto. Hay que señalar, también, que el pie de hierro de la lámpara está intacto. Ahí siguen los diseños de círculos y semicírculos que pueblan todo el pie y los brazos que sujetaban la tulipa de cristal. En este punto es conveniente decir que esos pies no son intercambiables, es decir que la obus lamp tiene unas medidas que hacen que encaje perfectamente en los tres brazos que tiene ese soporte diseñado ex profeso para esa tulipa. Por lo tanto el pie queda huérfano, ninguna otra tulipa va a encajar en él. Así que lo deseable sería encontrar la tulipa sola, ya que el pie sigue con nosotros. De repente, una tarde, ya han pasado seis años desde que se hizo añicos, Roberta me sorprende con una inesperada noticia. Ella, incansable en su búsqueda por Internet, la acaba de encontrar. Pero existe una pequeña pega, no se puede adquirir, así, sin más. Hay que participar en la subasta en la que la tulipa se encuentra metida. Esto nos produce inquietud y preocupación. Hay que decir que las subastas en la red pueden deparar muchas sorpresas. Puedes llegar a adquirir un objeto, sea lo que sea, antigüedad o no, a un buen precio, mucho mejor que adquirirlo en una tienda, pero también puede pasar lo contrario, las pujas pueden ser muchas y pueden elevar el precio hasta un absurdo, haciendo así que las posibilidades de adquisición se vayan al garete. Los días que faltan para que la subasta termine pasan con lentitud, vamos observando que las pujas no elevan el precio de salida apenas y eso, lo sabemos, es un buen indicador. Sin embargo, también sabemos que en los últimos minutos pueden llegar pujas que eleven el precio y hagan inalcanzable el objeto que uno persigue. Apretamos los dientes, mantenemos la respiración y ¡¡¡zas!!! La obus lamp, de nuevo, es nuestra. El precio, completamente asequible, permite que hayamos podido apostar y que, por fortuna, nadie haya superado nuestra puja. No está lejos, en algún rincón de la vieja Europa, en Alemania para más señas. Eso hace que mi cabeza se detenga, por unos instantes, en ese país. Siendo el cristal un material tan frágil, me sorprende que haya podido llegar intacta hasta nuestros días, después de el vendaval y la guerra que arrasaron ese país y todo el continente, pero ese sería otro tema que podría distraer la atención en esta historia que estoy tratando de contar. 
La lámpara, idéntica a la otra, con la firma de los artistas, Muller Freres, llega a Madrid. De nuevo, vuelve a acompañar nuestras vidas. Sin embargo, no acaba aquí la historia de la obus lamp. Sí, todavía el principio espinosiano de causalidad múltiple no ha completado su trabajo. 
Deben haber pasado casi cuatro años desde que la obus lamp vuelve a estar en casa. Y una mañana, como cualquier otra, sin pensarlo, la tulipa vuelve a hacerse añicos. ¡No puede ser!, me digo con enorme desazón. ¿Qué ha ocurrido? Muy fácil, una persona ajena a la casa, de modo accidental, la ha roto. Así de simple y de contundente. En todo este tiempo, una vez que la conseguimos en la subasta ya mencionada, he podido hablar con Paco y Lola, que se alegraron de saber que la habíamos vuelto a recuperar, y siempre me decían lo mismo, nunca la hemos visto. En ninguno de sus viajes, en todos esos años, se han encontrado con ella.
De nuevo, vuelta a empezar. Sí, pero mis dudas aumentan, ninguna esperanza atisbo en volverla a encontrar. Ya fue una inmensa casualidad que volviese a aparecer, otra vez, después de una larga espera de seis años. Esta vez, las palabras de mis amigos anticuarios resuenan con fuerza en mi cabeza. Si, como ellos dicen, a veces, casi todas, en muchísimos años, no vuelven a encontrarse con ninguno de los objetos que han vendido en alguna ocasión, que eso suceda, después de haber tenido la fortuna de haberla encontrado otra vez, de nuevo, destroza cualquier cálculo de probabilidad. No obstante, la resignación, para los que hemos probado ese veneno del que hablaba al principio, tal vez no exista, o mejor diría, que no debe existir. En eso, los dos insignes coleccionistas que he citado más arriba, Rodin y Freud, seguramente coincidían. Nada sé de cierto en ese sentido, aunque alguna historia de algún objeto que Freud perdió y volvió a recuperar, pueda sonarme, o tal vez la esté inventando en mi memoria.
El arte, tal vez sea eso, quiero pensar, es terco. Y tal vez los que creemos que en el arte y en la belleza de las cosas, y también de las personas, esté la posibilidad de sustraerse a la barbarie que nos acecha, estemos más propensos a toparnos con él continuamente. Tal vez por ello, una vez más, tan sólo dos años y medio después, la añorada obus lamp de esos artistas únicos, Muller Freres, como otros que ya cité, vuelve a aparecer, casi invisible, en la red de redes, Internet. Y de nuevo, una subasta de por medio, y de nuevo, sí, de nuevo, casi nadie, para nuestra fortuna, va a pujar por ella. Está en algún rincón de Francia, en el país donde la ciudad de Luneville, donde trabajaron esos artistas, resonaba con fuerza en esa época dorada del diseño, en esas dos décadas que como un mágico paréntesis se interponen entre dos enormes carnicerías, la Gran Guerra y la Segunda Guerra Mundial.
La obus lamp vuelve a encontrarse con su pie, como el zapato de cristal de Cenicienta, huérfano en dos ocasiones. El principio de causalidad múltiple ha completado, esperemos, su trabajo. Espinosa, como en otras ocasiones, de manera algo extraña en este caso, ha acudido en mi ayuda. Su principio, que rige los destinos de las cosas y de las personas, con un sinfín de pequeñas coincidencias que deben darse para que pueda completarse, vuelve a hacerse presente en esta pequeña historia que acabo de narrar. 

domingo, 13 de noviembre de 2016

ADVERSUS JUVENTUD



¡Vivimos en una sociedad capitalista!, esa es la realidad. Sin embargo, esta perogrullada no nos exime de profundizar en algunos aspectos que no dejan de procurarnos cierta desazón.
No pudo el Moro profundizar en comportamientos que se habrían de derivar del desarrollo y del perfeccionamiento continuado de ese modo de producción que todo lo atrapa en torno a sí como si de un gran vórtice se tratara. Los años y las décadas han ido pasando y la sociedad, toda en su conjunto, ha quedado atrapada en él. Sólo pequeños destellos, eso que de manera altisonante hemos querido llamar ¡Revolución!, han alumbrado por algunos instantes la obscuridad capitalista. Fuera de eso, nada que rascar. Las sociedades y los sujetos, masculinos y femeninos, han perecido y siguen pereciendo en esa tontuna consumista. Un consumismo que no es sólo material, también se consumen subjetividades, comportamientos y éticas.Y es en todo este ámbito de las subjetividades donde Marx no ha podido penetrar, porque su estudio era de índole fundamentalmente económica. No obstante, ha habido otros pensadores que sí han indagado en profundidad sobre el comportamiento humano. Sigmund Freud es uno de ellos. El judío vienés, con  fino y lúcido análisis, no sólo ha rastreado las zonas más umbrías de la psique humana, llegando a las profundidades del inconsciente, también ha podido alumbrarnos sobre los comportamientos colectivos, esos arquetipos comunes al género humano que definen un cierto tipo de sociedad. 
En los años treinta del pasado siglo se fue abriendo paso algo a lo que, al principio, no se le dio la importancia que merecía. Ese algo fue contaminando las conciencias de las masas, tanto las que defendían una ideología fascista, como una socialista. En los dos campos antagonistas, ese algo triunfó de manera absoluta. Me estoy refiriendo al culto a la personalidad. Todos sabemos, a estas alturas de la historia, las consecuencias bien trágicas que se derivaron de ello. Y aunque hay millones de muertos a las espaldas de ese culto, aunque no sólo, aún podríamos seguir su rastro en algunas pautas dentro de una determinada colectividad humana. 
Sin embargo, entremos ahora en otros aspectos. Está absolutamente interiorizado en nuestras sociedades modernas el asunto de la igualdad de género, la discriminación de la mujer en cualquier sentido. Nadie, que no sea un perfecto idiota, se atreve a poner en tela de juicio este asunto. La solidaridad frente a cualquier intento de conculcación de estos principios elementales es muy alta. También resulta indiscutible la empatía con principios tales como los derechos sexuales, los derechos étnicos u otros que suponen el bienestar de una comunidad humana cualquiera. No obstante, quiero poner sobre el tapete un asunto cuya sutilidad supone, tal vez, que sea invisible para una mayoría de la sociedad. Un asunto que conlleva una alta dosis de discriminación y de exclusión social, y sobre el cual todos y todas parecen mirar hacia otro lado cuando casualmente emerge a la superficie.
Hace ya muchos años, a la luz del inicio del conflicto de la gran guerra europea de 1914-1918, que el psicoanalista vienés dejó sentadas las bases materiales para entender el por qué de ciertas pautas de conducta que nos alejan de la cultura y de los derechos más elementales, arrojándonos en las manos de la barbarie. En un breve y lúcido ensayo: Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte, Sigmund Freud venía, en síntesis, a poner en pie una tesis desgarradora, esa que viene a sacar a la luz el origen del mal, esto es: "El enemigo es el otro, y ese otro, en última instancia, es todo aquel que no sea yo mismo". Escaso consuelo y pocas esperanzas quedan esperar después de esa afirmación tan tajante. Es cierto que Freud trata de explicar el estallido del mal, así de repente, en medio de las sociedades que se pensaba habían alcanzado ya un grado de cultura que les preservaba de esa pulsión originaria de muerte que anida en los sujetos humanos. Traigo a colación esta referencia freudiana para intentar explicar que cuando se discrimina y se excluye de una comunidad a alguien, como individuo o colectivo, se le criminaliza. Ya sea por ser mujer, persona de color, homosexual o pobre, por citar algunos de los ejemplos más clásicos.
Pues bien, digamos ya de qué se trata. Muy fácil, hablamos del mito de la juventud, del culto a esa fase del desarrollo humano ligado, de manera inocente, con el mito de la inmortalidad, del bienestar permanente. Es bien sabido que los jóvenes exhalan una insultante superioridad sobre el resto de la sociedad que no pertenece a esa fase genealógica en la que están ellos instalados. No obstante, podría incluso asumirse la comprensibilidad de ese sentimiento que los hace sentirse únicos, invencibles e, incluso, inmortales. Sin embargo, el problema no proviene de ellos. El problema se hace problema, valga la redundancia, cuando el resto de la sociedad queda atrapada en esa especie de ilusión trascendente que eleva a la juventud a un mito, y hace de él un culto. Se instaura, así, de manera bastante subliminal una adoración que implica consecuencias bastante negativas para quien no está dentro de esa lista privilegiada. Lista, no obstante, que todos y todas van abandonando en un momento u otro de la vida. Nadie permanece, por imperativo categórico, de manera ilimitada e infinita en esa categoría, si así quisiéramos definirla.
Desarrollemos, pues, cuál es el problema. Ese culto, y esa elevación a los altares de todo lo joven, arroja a las tinieblas al resto de la sociedad que no lo es. ¿Qué significa esto? Significa que en todos los ámbitos de la vida y en todos los apartados de la sociedad, se produce una flagrante discriminación y exclusión que inviste a una gran parte de la sociedad.
Retrocedamos unos años en la historia política y social de Europa. Durante la revolución de mayo de 1968 en París, entre los estudiantes, descendiendo a las asambleas, en las aulas, y fuera de ellas, algunos "viejales" como Sartre o Foucault participaban de tú a tú, en igualdad de condiciones, sin ningún atisbo de discriminación por edad, con esos jóvenes desairados que habían irrumpido en la escena política francesa y europea. Su dirección, incluso, del movimiento, en ciertos aspectos, no era puesta en cuestión. Sin embargo, si volvemos a nuestros días, a nuestras sociedades, nos damos cuenta de un hecho harto evidente, aunque no se analice ni se diga nada de él. Todos los partidos políticos, incluso los emergentes, acusan esa ilusión a la que aludíamos antes. Aunque me resulta más deplorable verla materializarse en una organización "de nuevo tipo", como gusta llamarla a los propios dirigentes, como Podemos. Basta echar un vistazo a toda su dirección, nacional, local y autonómica, para darse cuenta que son los jóvenes quienes mandan y quienes llevan la batuta, cerrando el paso a otras personas de más edad. Pero no es éste un fenómeno reciente en la política que podríamos llamar, radical y de izquierdas. Si echamos la vista sólo cinco años atrás, cuando la revolución del 15 M y la acampada en la Puerta del Sol de Madrid, ya podíamos atisbar los primeros indicios de ese culto a la juventud. Aunque en las miles y miles de asambleas que tuvieron lugar en los meses sucesivos participaban un sinfín de personas, de aquí y de allá, jóvenes, medianos y mayores, con posiciones políticas que podrían calificarse de transversales, era más que evidente que era la gente más joven quien dirigía el movimiento y el desarrollo de las asambleas; bastaba descender a las plazas para verificarlo. No sólo, se podía advertir fácilmente cierto desdén cuando alguien "de una cierta edad", trataba de intentar acaparar para sí cierto protagonismo en la dirección de cualquier evento.
Pero volvamos a situarnos en día de hoy y prosigamos con el ejemplo del partido Podemos, pero repito que lo podríamos extender a otros sin ningún tipo de variación en lo que trato de demostrar. Me importa el paradigma de Podemos porque está más cerca de la subjetividad política que me interesa analizar al hilo del culto a la juventud. Como decíamos antes, su dirección política no deja lugar a dudas. Es más, una persona, por ejemplo, de sesenta o sesenta y cinco años está ya "quemada" para poder ejercer la política de manera activa y efectiva. Esa es la actitud que se desprende de todas sus actuaciones. Y eso es lo que permite que se produzcan exclusiones, por activa o por pasiva, de consecuencias nefastas para la prosecución de una cierta línea política con elementos mínimos de coherencia. Citaría sólo un nombre para que se entienda qué diablos estoy tratando de decir. Joan Garcés, personalidad política con mayúsculas, asesor personal del presidente Salvador Allende durante el gobierno de la Unidad Popular. Lo sabe, sin querer tampoco exagerar, casi todo de la política. Pues bien, apenas traspasada la barrera de los setenta años, este "animal político" es ignorado y carece de influencia política en el devenir político que nos afecta a todos  en los dos últimos años, por no ir mucho más allá. Y se nota, su ausencia, y seguramente también la de otros que, quizás, no conozca tanto. Y cómo se nota, bastaría con analizar lo que está aconteciendo en estas últimas semanas. Se queda uno perplejo viendo el sinfín de errores tácticos y estratégicos que, de nuevo, van a permitir que la derecha fascista de este país siga hundiendo sus sucias manos en la vida de todos. Pero sigamos adorando la sabia joven que todo lo sabe y todo lo hace. Quizás algunos recuerden lo que significó en la política, décadas atrás, la entronización de la subjetividad juvenil, en esas ocasiones con resultados más que cruentos, en detrimento del resto de la sociedad: La revolución cultural china y la experiencia de los jemeres rojos en Camboya.
Un último apunte sobre este asunto. Aún se sigue hablando en Podemos del sector juvenil, que hay que incentivar, los problemas de los jóvenes, y el sector de los llamados "mayores" que tienen sus particularidades específicas. Como si lo políticamente sensato fuese separar en compartimentos estancos dichas franjas sociales. Ridículo, cuando no obsceno.
Pero salgamos ahora del terreno político y fijémonos, por un instante, en el terreno resbaladizo y evanescente de los artistas. Si un pintor, escultor o fotógrafo tuviera la intención de pasear sus obras o sus proyectos por una galería o espacio expositivo, ya se cuidará de no haber traspasado una cierta barrera cronológica, o una "línea roja", por utilizar una expresión muy de moda en la actualidad. Esa línea roja podría determinarse, más o menos, en torno a los sesenta añitos. Vana ilusión de quien tuviera ese atrevimiento, porque la discriminación y la exclusión serán las tarjetas de visita con las que será obsequiado. Sí, ¿cómo demonios alguien de esa edad va a tener la pretensión de ir a una galería, por ejemplo, con una carpeta debajo del brazo, dispuesto a enseñar su trabajo, como si nada? Muy mal, acaso ese artista no sabe que los que deciden en ese sector, pero también en otros, quede claro, piensan que si alguien de "una cierta edad" trata aún de pasear su trabajo, magnífico o mediocre, por esos lares, significa que es "un don nadie", alguien a quien no se puede tener en consideración, alguien a quien no se puede hacer mucho caso. No, no eres joven y, por lo tanto, tu carrera está ya concluida, estás "quemado" como en el caso de la política, para poder ejercer como artista. Tu trabajo, sea bueno o malo, ya no entra en la valoración social que ellos imponen de manera excluyente. Dejo, de manera intencionada, fuera de este análisis el terreno de las relaciones amorosas que daría mucho, pero que mucho juego. Queda un cierto consuelo. Al menos, al día de hoy, estas exclusiones de las que hemos hablado no tienen como colofón final una salida cruenta. Y no es poco. Marginado, excluido, sí, pero no abatido o fusilado. 


  

sábado, 2 de julio de 2016

UNA NOCHE QUE DECIDE

Es domingo, aunque es un domingo algo particular. El verano, aunque no hemos entrado todavía en el mes de julio, se hace sentir de manera contundente. La jornada viene cargada de política, política con mayúsculas. No es para menos, se celebran nuevas elecciones generales, decisivas, cuando sólo han pasado seis meses de las últimas del mes de diciembre. Arrastramos un gobierno en funciones, pero no cualquier gobierno, el del Partido Popular, el de la derecha reaccionaria y franquista española, con Mariano Rajoy al frente y otros secuaces mucho peores que él. Sí, un gobierno que representa a esa parte de mi país que lleva queriendo pasar página de la historia desde 1977, pero la historia no se deja pasar, ni tampoco "sorpassare". Antes o después, como decía el Presidente Salvador Allende, "Se abrirán las alamedas...", la dictadura franquista se acabará sentando en el banquillo y pagará sus crímenes, sus torturas y su intento de borrar la memoria colectiva.
Sin embargo, antes de que las votaciones concluyan y se abran las urnas que decidirán si la noche será azul prusia o negra como la peor pez, voy a tener el privilegio de asistir a un concierto dentro de uno de los museos que más amo, el museo del Prado. El concierto va a tener lugar dentro de la celebración del quinientos aniversario de la desaparición de uno de los pintores más peculiares y extraños de la historia del arte: Hieronymus Bosch. Tiene además un aliciente añadido, porque dentro de las composiciones de música antigua de la época del pintor, música que se piensa que podría haber escuchado alguna vez en su vida, hay tres pequeñas composiciones de mi amigo, compositor y artista, José María Sánchez-Verdú. Además, el grupo Tasto Solo que va a interpretar esas músicas, está compuesto por músicos conocedores de los instrumentos de la época, reproducidos, ahora, claro está, que no dejan de sorprenderme cuando puedo contemplarlos de cerca, una vez que ha finalizado el concierto: un clavisimbalum de martillos, una vihuela de arco, un organetto que sostiene el artista apoyado en sus piernas, o un arpa renacentista. No obstante, me siento inquieto, intranquilo, siento ese desasosiego Pessoiano antes de comenzar el concierto, las siete de la tarde. Es tan así que escribo por el WhatsApp de mi grupo de colegas, ese del Aula de Historia Social de Lavapiés, con quienes he compartido ya tantas emociones políticas y no sólo, que estoy seguro que vamos a quedar terceros, detrás del PP,  y del PSOE. Sí, esos malos augurios transmito a mis queridos amigos, antes de sumergirme en la música antigua y contemporánea, respecto a los resultados de UP en las elecciones de este domingo caluroso. Una hora antes de cerrarse las urnas. ¿Pero por qué diablos tengo yo ese palpito tan negativo? No lo sé, pero alguien ha notado ya mi semblante serio y demudado. Ya, por la mañana, dirigiéndome a mi colegio electoral, he tenido una extraña sensación. No percibo en la gente, con quien me cruzo en mi deambular, esa emoción que me ha golpeado,de manera suave, en otras ocasiones electorales. No, algo raro percibo en el ambiente, aunque no sé decirme qué tipo de rareza es esa. Bueno, me consuelo pensando que, tal vez, sean cosas mías. Pero faltando dos minutos para que de inicio el concierto, ese concierto con músicas que tal vez hayan resonado en los oídos del artista del Jardín de las Delicias, escribo ese mensaje que temo vaya a ser premonitorio.
La música, sin embargo, tiene la virtud, como el arte en general, pero más la música, pienso yo, de anular la duración del tiempo real, e incluso de hacerme pensar y reconciliarme con los sujetos humanos que tengo delante, que extraen sonidos y melodías maravillosas de esos instrumentos tan peculiares que mencionaba anteriormente. De hecho, mientras los escucho, pienso que los seres humanos, cuando están atrapados por ese hilo invisible y mágico de la creación artística que los hace eso, humanos, demasiado humanos, son adorables, al margen de la contingencia histórica.
Una vez finalizado el concierto, abandono, casi sin despedirme, y a toda prisa, aunque por supuesto he felicitado a mi amigo José María, el auditorio, camino de mi casa para seguir el escrutinio. Por el móvil, son ya casi las 20,30, empiezo a ver la tendencia de voto, y visualizo la gran abstención que se ha producido, más del 30%. Los temores invaden mi cerebro sin apenas obstáculos. Pero hay algo que, de manera definitiva, y mucho antes de llegar a casa, me hace ser pesimista, muy pesimista. Y es algo que quizás, para otros, pueda parecer que no tiene mayor importancia, aunque para mí siempre la haya tenido. Escruto con determinación los semblantes y las actitudes de los cuerpos de las gentes, que me encuentro de frente, mientras avanzo cada vez más deprisa, casi corriendo. Y no me gusta lo que me trasmiten, porque lo que dejan traslucir sus rostros, y el movimiento de sus cuerpos, no es otra cosa que dejadez, desinterés, autismo. Incluso me cruzo con un grupo numeroso de chicas y chicos jóvenes que parecen querer decirme que todo da igual, que todo es lo mismo. Pero no, están errados. Podréis deciros, me digo, que lo que nos jugamos esta noche no va con vosotros, que no se decide nada, que vuestras vidas no van a cambiar. Sin embargo, puedo aseguraros, escucho en mi cabeza, como si me estuviera dirigiendo a ellos, que la historia os va a atravesar como una flecha fría y dolorosa. Vuestra vida no va a ser igual, gane quien gane esta noche. Ese nihilismo infantil y nefasto os hará daros de bruces contra el suelo, tiempo al tiempo.
Estoy ya en casa, enciendo el televisor. Apenas hay un 25% escrutado, pero la tendencia que marca ese porcentaje empieza a ser devastadora: victoria, con importante subida, del PP, mantenimiento y, por lo tanto, ningún tipo de "sorpasso" a cargo de UP, extraña palabreja italiana que hemos adoptado como si tal cosa, y que se ha repetido sin cesar en todos los medios durante días y días, y que seguramente una parte importante de la población ignora su significado exacto, pero esa sería otra historia. Hundimiento, por fin, de Ciudadanos, ese partido, con un muñeco con corbata y perfumado al frente, creado por las élites poderosas para tratar de restar seguidores a las nuevas fuerzas emergentes de la izquierda española.
Unidos Podemos, UP, siglas que me traen a la memoria aquellas otras de la experiencia chilena de los años setenta del pasado siglo, la Unidad Popular de Salvador Allende. Pero no, estas de ahora, están lejos, muy lejos, de aquel programa de mínimos, socialista, anticapitalista, que defendían con el imprescindible Allende a la cabeza como su máximo dirigente. Ni siquiera desde un punto de vista del apoyo social puede compararse a estas con aquellas. Allende, y la Unidad Popular, estaban en minoría en el Parlamento, y aunque la derecha trataba de echar abajo todas las iniciativas institucionales del Presidente con sus votos mayoritarios, contaba con un enorme apoyo popular, suficiente para que su voluntad política nunca hubiese estado sujeta a eso que, en estos tiempos, dicen que tiene que ver con mayorías o minorías políticas. Pero no estamos en esa coyuntura política e histórica, lo que no significa que el programa de mínimos de la Unidad Popular Chilena no sea actual y pueda ponerse en pie por esta nueva UP, adaptado a la situación real de la sociedad española, por supuesto. Pero no me engaño, la única referencia, en el ultimo tramo de la campaña, a todo eso ha sido la de nominar a Allende, nada más. Sin embargo, no dejo de darle vueltas a todo esto, sobre todo porque sé de la existencia y de la presencia en Madrid del que, quizás, o no tan quizás, con toda seguridad, fue el más importante asesor personal de Salvador Allende, Joan E. Garcés, Juan Enrique, como gustaba llamarle, cariñosamente, el Presidente. Conozco a Garcés desde hace ya algunos años, podría incluso atreverme a decir que me considero su amigo. Sé, sabemos los compañeros del Aula de Historia Social, cómo Juan Enrique participó de manera activa en toda esa experiencia, incluso en las últimas semanas antes del golpe militar, cuando Allende de madrugada llama a consulta a ministros y militares, incluido en alguna ocasión al mismo Pinochet, en su residencia privada de Tomás Moro, el único asesor presente es siempre el mismo, Joan Garcés. No sólo, en la mañana aciaga del 11 de septiembre cuando los militares sublevados asaltan el Palacio de la Moneda, Allende se dirige a Garcés y le hace salir del edificio, a pesar de su negativa, para que pueda contar lo que ha sucedido en Chile. Es el único que sale con vida del Palacio poco antes de que todo haya acabado. Pero además, Garcés que se ha exiliado en Paris, llegará a formar parte del equipo personal del Presidente Miterrand en las elecciones que tratan de llevarle a la presidencia, con el programa común de la izquierda, en las elecciones de 1974, que perderá en segunda vuelta por menos de cuatrocientos mil votos. Es por todo eso, que me resulta extraño, e incluso paradójico, que la nueva UP no se haya planteado en ningún momento contar con él.
El escrutinio crece y crece, y la tendencia no cambia. La victoria de la derecha va a ser casi total. A pesar de los pesares, de toda la corrupción, del robo a manos llenas, de los ataques a las libertades y mil cosas más, el PP de Rajoy y Sáenz de Santamaría, pero también de Aguirre, Aznar y Botella, van a sacar catorce diputados más que en las pasadas elecciones de diciembre. El desconcierto es enorme por las redes sociales. Las compañeras y los compañeros están perplejos, no dan crédito a lo que ven y oyen. Tengo claro, muy claro, que a pesar de los malos resultados, sólo dos diputados más que en diciembre, hay que ir al Reina Sofía y estar ahí con los compañeros de la dirección. Tenemos que dar la cara y no refugiarnos, solitarios y deprimidos, en casa. No me lo pienso ni dos segundos, me lanzo hacia el metro donde los túneles se van tragando el convoy que me lleva hasta la estación de Atocha. Pasan ya las once de la noche, pero el tren va bastante cargado de pasajeros. Gentes que denotan una ausencia total de la realidad que se está imponiendo esta noche veraniega del veintiséis de Junio.
La plaza está a rebosar, el diálogo y los comentarios fluyen entre las gentes que están ahí, pese a las malas noticias que se han consolidado ya definitivamente. Sí, los resultados no son los esperados, pero también hay algo que hay que analizar detenidamente. En apenas cinco años, después de la acampada de Sol, tras la irrupción del 15 M, está claro que un nuevo sujeto político ha emergido de esa experiencia con todas las consecuencias que ello implica. Me encuentro con mis colegas, con mis amigos del Aula, aprovechamos para abrazarnos, para cuidarnos, para darnos cuenta de que, por encima de todo, nos queremos. Estamos junto al grupo de Anticapitalistas, ese sector crítico que trata de discutir y de hacer política dentro de Podemos, con sinceridad, con espíritu democrático, libertario diría yo, y con el que nos identificamos de muchas maneras, porque nosotros también lo somos, críticos, inconformistas, renegados, irredentos. Y empiezan a oírse las primeras voces de fraude, de tongo, de trampa electoral. No casan mucho las cosas que han sucedido esta noche. Se habla, se comenta, de numerosas irregularidades. Pero hay un dato que nos extraña sobremanera. Aunque hemos obtenido dos actas de diputados más que en diciembre, hemos perdido un millón de votos. ¿Cómo puede ser posible, si además vamos con IU en esta ocasión, que sacó ya ese millón de votos en las pasadas elecciones? Preguntas e interrogantes que no tienen respuesta a esas horas de la noche, en las que un cierto viento fresco ha empezado a soplar. Cuando saltan a la palestra, al escenario, los dirigentes de la coalición electoral: Errejón, Montero, Garzón, Iglesias, Bescansa, etc. nada de esto sale de sus bocas. Ellos, como es lógico, tratan de insuflar ánimo en una noche en la que eso es lo más necesario. Iglesias vuelve a nombrar a Allende, bueno, no está mal, me digo. El acto acaba con la música de Quilapayún, El pueblo unido jamás será vencido, que me parece de lo más oportuna, aunque algún preboste del partido, al día siguiente, la califique de vieja cultura. No ha entendido nada, seguro.
Damos con nuestros huesos en una terraza, al borde del Paseo de las Delicias, desde donde puedo divisar perfectamente la espléndida fachada de la vieja estación de Atocha. Ahora el viento es incluso algo más frío, tengo que protegerme con la rebeca que, oportunamente, he traído conmigo. El grupo no está demasiado triste, aunque ha acusado el golpe. La cerveza, el vino y los bocatas recorren las mesas.
Sobre las dos de la madrugada, el grupo se va disolviendo. Yo voy a volver a casa andando, aunque hay una tirada, no me importa. Me gusta caminar por la ciudad, sobre todo en verano, y sobre todo, también, de noche, cuando el tráfico apenas invade las calles y sólo pocos seres deambulan por la ciudad. Mientras, voy dejando atrás el Jardín Botánico, el Museo del Prado, el Ritz, Neptuno. En ese punto diviso, a lo lejos, en lo alto, por lo empinado de la Carrera de San Jerónimo, el Parlamento, el Congreso de los Diputados, solitario, gris, extraño. Me sobrecoge una cierta sensación que no acierto bien a interpretar. Dejo atrás a la Cibeles, a la Puerta de Alcalá, y vislumbro al otro lado de la calle, por donde avanzo, la verja del Retiro y la arboleda obscura e inquietante dentro de ella. Los parques, de noche, son otra cosa. Sigo avanzando, con paso rápido y decidido. Mi cabeza, a estas horas, en la profundidad de la noche, se va hacia otros lugares, se adentra en cuestiones que nada tienen que ver con la política, pero de eso no voy a hablar ahora, en esta noche, extraña, rara, que decide. 

domingo, 28 de febrero de 2016

EN EL LABORATORIO



Siempre he sentido una admiración sin limites por la ciencia, por la investigación, por las gentes que dedican su vida a tratar de entender el por qué de las cosas, por qué suceden unas y otras no. Tal vez, mi pasión por la filosofía y todo lo que aprendí cuando acudía, emocionado, por libre, sin ninguna pretensión de hacer ningún examen, ni aspirar a ningún título, a la vieja facultad de la complutense en los últimos años de la dictadura, tratando de escapar del pensamiento uniforme y gris que imponía el régimen franquista, ese deseo de conocer y de hacerme preguntas sobre todo esté en el origen de esa admiración por los científicos. En cualquier caso, poco o nada sé sobre esta materia, aparte de haber leído artículos de divulgación general, haber visionado documentales y alguna que otra película. Sin embargo, conociendo a alguna de esas personas que tienen la inmensa suerte de trabajar con la vida y sus misterios, me he permitido siempre, medio en broma, medio en serio, a modo de boutade, el atrevimiento de hacerles preguntas sobre esto o sobre aquello, incluso haciéndoles entender que igual no estaban yendo por el camino más adecuado en la búsqueda de remedios contra esos virus letales y casi inmortales, como el AIDS o el Ébola, en el sentido de que igual no habría que tratar a esos entes abstractos, y casi metafísicos, como enemigos y que a lo mejor habría que unirse, como en el viejo refrán, a ellos. Divagaciones por mi parte y, con toda seguridad, fuera de lo que debe ser la lógica y el método de trabajo científico. Ciertamente imbuidas por esa ansia de inmortalidad que siempre me ha atravesado desde que tengo uso de razón. Inmortalidad no tanto en oposición al miedo atávico humano a la muerte, que también, sino a la duración, a la temporalidad de la vida. Al instante ínfimo que representa nuestra exigua aparición en el teatro del mundo.
Pero el otro día, sin esperarlo, como las sorpresas, se me presenta una oportunidad que no voy a dejar escapar por nada del mundo. Después de haber comido en compañía de amigos varios, donde está también mi amiga María, tengo la suerte de que está sentada a mi lado, justo a mi izquierda, y la conversación, por lo tanto, se hace más fluida con ella. Varios temas se ponen sobre la mesa. María es una apasionada del arte y de la estética, y en eso también coincidimos ella y yo, en mi caso, por mi propio trabajo como pintor. En un cierto momento, como no podía ser de otra manera, hablamos de su trabajo, de lo que está haciendo como bióloga molecular que es. Y ahí surge la sorpresa, la posibilidad. Cuando me hace saber que se le está haciendo tarde y que es hora de que vuelva a su puesto de trabajo a hacer algunas "cosillas", me sorprendo. "¿Cómo, trabajas también el sábado por la tarde?", le digo con asombro. Ella, esbozando una cierta sonrisa cómplice, me responde: "No, es sólo que debo mirar unas células embrionarias de ratón que corren el peligro de morirse, y no pueden esperar al lunes". En medio de sus explicaciones, María se da cuenta, seguro que mis ojos, aunque no puedo verme, chisporrotean llenos de expectación, de que ardo en deseos de visitar el laboratorio. Aunque de entrada ya me ha ofrecido la posibilidad de que eso ocurra en cualquier momento, las cosas se van a precipitar cuando de sus labios oigo: "¿Quieres venir ahora, me acompañas?" A lo que yo, sin dudarlo ni una milésima de segundo, respondo con un "Sí, por supuesto", con los ojos abiertos de par en par, al menos esa es la sensación que tengo tras exprimir mi respuesta más que afirmativa.

Estamos ya en su coche, camino del CSIC, en la Universidad Autónoma, donde dicho centro tiene algunas de las dependencias que también hay en otras zonas de la ciudad. Afuera, el tiempo ruge. La lluvia, el viento y las nubes bajas de distintas tonalidades grises me hacen pensar, por un instante, en el cuadro de Rousseau el Aduanero, "Surprise", donde un tigre de ojos sorprendidos trata de avanzar en medio de un temporal que desagarra todo el cuadro. Hay tráfico en esta tarde de sábado, de perros. La carretera se la tragan las ruedas de su coche. No tengo ni idea dónde me encuentro, sé en que dirección está la Autónoma pero me siento tan emocionado que tengo la impresión de estar viajando en dirección a un sitio completamente desconocido.
Cuando descendemos frente al busto del Premio Nobel Severo Ochoa, delante de las dependencias del CSIC, el intento de desplegar mi paraguas es totalmente fallido, se vuelve hacia atrás y corro el riesgo de que se parta. Trato de agarrarme a mi amiga, que tiene una considerable altura, yo creo que sobrepasa el 1,80, cogiéndome a su figura protectora. Así, pertrechados, sin poder servirnos de mi pequeño paraguas, avanzamos en medio del vendaval hasta las puertas de la institución. Franqueamos el torniquete que impide la entrada a los intrusos gracias a su tarjeta de empleada del centro. Los vigilantes apenas se inmutan ante mi presencia. Todo me parece un poco aséptico, pasillos largos con paredes en tonos pasteles sin más decoración que los carteles que explican la estructura del DNA y otros asuntos más complejos del mundo científico. Eso sí, todo en estricto y riguroso idioma inglés, que es la lengua en la que se comunica la denominada comunidad científica internacional. Efectivamente, le pregunto a María y me confirma que sin el dominio de dicho idioma es imposible poder trabajar en la institución. Pura convención, me digo. Mi amiga me lleva hasta su despacho, un pequeño habitáculo que comprende su escritorio y las mesas donde trabajan los estudiantes y becarios que dependen de ella. Los anaqueles están abarrotados de contenedores de cristal y de plástico de distintas formas y tamaños. Algunos de ellos están medio llenos de fluidos de distintos colores, donde predominan los rojos y ocres, aunque hay algunos con tonalidades azules. Delante del escritorio de mi amiga, una ventana estrecha y rectangular se abre hacia un horizonte maravilloso, al final del cual puedo divisar, muy a lo lejos, las siluetas empequeñecidas de las inquietantes cuatro torres de la Plaza de Castilla. Conozco bien su fisonomía porque he trabajado sobre tres de ellas hace ya algunos meses. María dice que ese horizonte le gusta y la relaja. Mientras ordena algunas cosas para empezar a hacer lo que ha venido a hacer, mi cabeza empieza a perderse en en este mundo cerrado y ajeno a la realidad. Y aún no he visto nada. 
Salimos y me enseña algunos habitáculos. Enseguida mi vista repara en ese símbolo, que ya he visto en las películas de ciencia ficción, extraño y universal, de diseño preciso, que, a modo de pegatina, está adherido a muebles y utensilios que voy viendo, y que nos indica que estamos en una zona de bioseguridad. Entro en recintos donde hay recipientes que contienen cosas a -150º. Destapa uno y el vapor helado emerge hacia la superficie. Los he visto en películas, pero nunca tan de cerca y tan reales. Me asegura que, a esa temperatura, se pueden congelar cuerpos humanos. Mi pensamiento se va hacia Ubik, la novela de Philip K. Dick que tanto amo y sus frigovainas. Me dejan algo frío estos contenedores que tienen un cierto mal aspecto, con desconchones y rayajos, que quizás no me esperaba. La visita prosigue hasta la zona donde están los frigoríficos que contienen las células y bacterias que sirven para los trabajos con las manos que llevan a cabo los técnicos científicos. Porque eso es otra cosa que descubro. Los que se ocupan de estudiar y escribir artículos sobre los más diversos asuntos de la ciencia y que compiten ferozmente para ser publicados en las revistas científicas más prestigiosas, no trabajan con las manos, no manipulan las células, las bacterias o los virus. Eso lo hacen los que denominan técnicos. Pero a María, que no tendría por qué hacer el trabajo que ha venido a hacer esta tarde, le gusta el trabajo de manos, como ella misma me dice, y lo hace con cierta asiduidad. Saca de uno de los frigoríficos las células embrionarias de ratones, que tanto le preocupaban durante la comida, para ver en qué estado se encuentran. Acerca el frasco de plástico transparente hasta la base de uno de los microscopios que se encuentran a lo largo de una mesa rectangular y observa detenidamente. La oigo decir que están bastante bien, creo que se alegra, yo también. Después, me invita a aproximar mis ojos hasta ese instrumento precioso para poder observar yo también lo que ella acaba de mirar. Miro y no logro ver nada, sólo una luz al fondo y nada que observar. A una cierta indicación de mi amiga, me doy cuenta que mis ojos están demasiado pegados a las lentes del aparato, así que tengo que retirarme un poquitín. En ese momento empiezo a ver extrañas formas medio transparentes que no me dicen gran cosa. Pero sé que ahí hay vida. Todo permanece inmóvil, silencioso, como cristalitos de hielo, abstractos, sin la precisión geométrica de aquellos.
Ella sigue manipulando, abriendo y cerrando los frigoríficos, tratando de que, a través de fluidos que vierte dentro del recipiente, las células embrionarias se suelten de las paredes donde permanecen pegadas. Su experimento trata de que crezcan ciertas cantidades de células, pero no otras que han crecido y que no sirven para ese fin.
En un cierto momento tenemos que salir a buscar ciertas sustancias, nos despojamos de las batas que nos hemos puesto al entrar pero, antes de abandonar la estancia, tenemos que seguir el protocolo y lavarnos las manos con una sustancia desinfectante. Toda la zona está llena de avisos para que nadie olvide los pasos protocolarios. Al lado de la puerta por donde salimos, María me señala otra que está a nuestra izquierda. Pone nivel tres, eso indica máxima seguridad, virus del Ébola y otros similares de idéntica peligrosidad. Nosotros acabamos de salir del nivel dos.
Volvemos, de nuevo nos colocamos las batas y continua el proceso. En la especie de receptáculo donde trabaja con sus manos, todo se desinfecta para que las células no sufran ningún tipo de contaminación. Una barrera de aire impide que nada penetre hasta la base donde ella hace sus enjuagues.
No quiero distraerla. Sin embargo, durante el tiempo que llevo dentro del CSIC, ya hemos hilado algún discurso. Sobre todo del grado de abstracción de la realidad que implica trabajar en lo que ella trabaja. La realidad científica se impone de manera bastante radical frente a la vida que sigue sucediendo afuera. Intuyo, por lo que me dice, que la mayoría de sus compañeros son unos inadaptados desde un punto de vista social. Las relaciones personales, si acontecen, suceden dentro de los límites de la institución. Me hace reír cuando afirma, con mucha rotundidad, que ella se considera y pasa por ser "bastante normal" frente al resto de la comunidad científica que ronda los tres centenares de personas. 
La sensación de estar fuera del mundo es bastante fuerte. Como artista que soy, le digo que ni de lejos  uno llega a abstraerse o aislarse del mundo de la manera que lo hacen ellos. Al máximo, durante un breve lapsus de tiempo cuando se está concibiendo una obra, un proyecto, una serie, un cuadro. Luego, todo es bastante rutinario, llenar espacios de color, trazar líneas y poco más. El arte, le digo, está más pegado al principio de realidad freudiano que la ciencia. Ella manifiesta el enorme placer que le produce su trabajo, el aislamiento que conlleva, lo comprendo, estoy en condiciones de entenderlo plenamente. No obstante, la pongo en la tesitura de reflexionar hasta qué punto su vida como bióloga molecular es compatible con tener una relación de pareja con hijos. Sobre todo, cuando la pareja no tiene absolutamente nada que ver con este mundo tan complejo y tan ajeno a la realidad cotidiana. Sonríe, sin pronunciar ninguna explicación concluyente. 
Cuando vuelvo a asomarme al microscopio, para ver cómo las células vuelven a estar en su sitio, vivas y coleando, aumenta un poco más, si cabe, mi enorme perplejidad. Una cierta zozobra y desazón me invaden. Me siento impotente ante la complejidad de lo que significa la vida, de este pequeño atisbo que representan las células embrionarias que he podido ver. Todo es mucho más difícil de lo que jamás uno pueda llegar a intuir. No logro entender cómo, en medio de este enorme laberinto que representa la ciencia, los sujetos humanos pueden moverse con cierta normalidad. Es necesaria una enorme enajenación, casi total diría yo, para poder llegar cada mañana a este recinto y recorrer todos los habitáculos sin apenas inmutarse, mientras eso que llamamos realidad sigue sucediendo al otro lado de las ventanas.
Abandonamos el CSIC, ahora sin lluvia, con un juego de obscuridades arriba, en el firmamento, que no dejan de ninguna manera indiferente. María, con esa ternura que expresan su mirada y su voz, me inquiere sobre lo que he visto. Le digo que ha sido una experiencia impresionante, y eso que apenas he visto casi nada de todo lo que se puede ver allí adentro. Quedamos en volver en otra ocasión. Su coche avanza y la autopista nos engulle. Madrid, se hace realidad.  
     










lunes, 1 de febrero de 2016

EN EL LONDON UNDERGROUND



Londres sigue estando donde siempre. Aunque han pasado casi veinte años desde mi última visita, me sigue fascinando esta vieja metrópolis, aristocrática y poco burguesa. Es el opuesto a París. Mientras en la capital francesa, el rastro y la manera de hacer de la burguesía triunfante de 1879 se reconocen fácilmente, con su arquitectura y su diseño urbano. Londres, ciudad excesiva, me sigue interesando. Podría vivir en Londres, y no en París, donde los espectros se te pegan a la chaqueta y no te sueltan, como diría Baudelaire. Y tengo mis preferencias dentro de su plano, ahora un poco más caótico. Sí, porque se me salen los ojos de las órbitas viendo las intervenciones arquitectónicas mercantilistas que se han llevado a cabo en los últimos años, esos en los que mi cuerpo y mi espíritu han estado lejos de ella. Un ejemplo, la zona en torno a Aldgate y Tower Hill es la materialización del mal gusto y del desorden mental más absoluto. Horribles y horrendos edificios se alzan en medio de exiguos restos de fábricas y palacetes victorianos que hablan de una época capitalista con algo más de lógica. Y hablando de mis preferencias, tengo que decir que fueron descubiertas en aquel primer viaje, ya lejano en el tiempo, octubre de 1977, en el que crucé el Canal de la Mancha en barco, chapurreando un mal italiano en compañía de una bella yugoslava de infinita melena lacea y obscura, que me hizo agradable la travesía; y aparecí en Victoria Station, de noche, medio perdido, en una ciudad desierta y fantasmal, sólo eran las nueve de la noche, donde era incapaz de encontrar los rótulos de las calles. Por fortuna, esas cabinas inequívocas rojas de Londres estaban allí para acudir en mi auxilio. Llamé a mi amiga y ella pudo devolverme la llamada a la cabina, una vez que le indiqué el número de ésta, y así me hizo caer en la cuenta, en medio de carcajadas, por qué era incapaz de descubrir los nombres de las calles para saber dónde estaba. Todo muy simple, pero mi atolondramiento me impedía darme cuenta de que los rótulos estaban demasiado bajos respecto a las calles de Madrid, por ejemplo, y no había manera de divisarlas. Notting Hill Gate era mi destino. En los siguientes días descubrí, como decía, hablando de mis preferencias, dos barrios, uno sobre todo, que se apoderaron de mi alma, Belgravia y Chelsea. El blanco impoluto y las columnas del primero y, sobre todo, el ladrillo rojo, ocre, único, del segundo. Dos barrios aristocráticos, más Belgravia, y lujosos, donde muchos escritores y artistas vivieron, especialmente en el segundo, Chelsea, que tampoco desentonaban en demasía, bajo mi mirada de entonces, de otros barrios de la ciudad. Porque era una ciudad llena de palacetes y casas bajas, de apartamentos, de escala muy humana.
Era todavía el Londres de Antonioni, el de Blow Up, el de los mimos y Maryon Park, ese parque especial y la cancha de tenis que tengo tan grabados en mi cabeza, pero que no voy a poder vislumbrar en esta ocasión porque queda muy, muy lejos de Londres. Ahora, en este final de 2015, ese Londres es menos reconocible. Me cuesta más trabajo volver a ese otro de 1977. Sin embargo, me esperan algunas sorpresas. La primera es 20 Maresfield Gardens, en el barrio de Hampstead, la casa donde llegó Freud, huyendo del nacionalsocialismo en Viena, en junio de 1938. Una enorme bandera con la esvástica ondeaba, desde la ocupación nazi de marzo, en el frontispicio de la Berggasse 19, la casa consultorio de Sigmund Freud. El doctor, con la inestimable ayuda de su amiga, la princesa Marie Bonaparte, logra escapar, tras conseguir un visado, con su familia, sus libros y su colección de antigüedades. Todos, y todo, después de recalar en la capital francesa, llegan a salvo a la capital inglesa donde Freud se reúne con su hijo Ernst para vivir en libertad su último año de vida.
Maresfield está como en vida del psicoanalista, con su biblioteca, su diván, su silla, su mesa de trabajo y las estatuillas griegas y egipcias distribuidas en vitrinas y en los anaqueles llenos de la literatura que él tanto amaba. No es demasiado conocida esa pasión-pulsión de coleccionista de Freud. Un veneno cuyo agradable sabor he probado hace ya mucho tiempo.
Maresfield no estaba abierta al público en aquel primer viaje, sin embargo sí era posible llegarse hasta otro lugar, la segunda sorpresa de este viaje, que en aquel entonces desconocía. Hay que haber investigado con cierta precisión para saber que la familia de los Marx, con Karl a la cabeza, habían huido en 1855 del apartamento oscuro del Soho para recalar en Grafton Terrace, al noroeste de la ciudad. Ayudados por el amigo, bien situado, Friedrich Engels, este nuevo apartamento, algo más grande, aunque no demasiado, con un alquiler de 36 Libras anuales, que era bastante para la época, pudieron instalarse de manera permanente hasta 1864, año en el que se mudaron a un apartamento en Maitland Park Road, una calle al lado de Grafton. Aunque conozco bien la morfología arquitectónica de esas casitas, construidas hacia los años cuarenta del siglo XIX, tengo un libro desde hace años con imágenes de la vida del autor del Capital, la numeración de la época me confunde al entrar en esta calle, no demasiado larga, medio perdida en un barrio obrero con apartamentos modernos que no me dicen demasiado. Comienzo a descender y me dejo atrás, a mi izquierda, una hilera, un cogollo de dos o tres casitas, que reconozco enseguida como la vivienda de los Marx. Sin embargo, la numeración no coincide. El número 9 que figura en mi archivo fotográfico se corresponde con el final de la calle, donde hay una casa sin ningún valor, ni estético ni histórico. Afortunadamente, pasa alguien que, con increíble amabilidad, saca su teléfono móvil, es decir, un ordenador portátil al día de hoy, y confirma el cambio de numeración que ha sufrido la calle con el devenir de los tiempos. Así que el número 9, en realidad es hoy el número 46. Efectivamente, el ladrillo oscuro, aunque la fotografía que conozco es en blanco y negro, de la casa que conservo en mi retina es la de ese número 9, y me hace gracia que la puerta de entrada está lacada de color rojo intenso. ¿Homenaje de los actuales inquilinos al filósofo alemán? No sé, aunque lo que sí me parece extraño, dado que he visto placas conmemorativas en diversas partes de la ciudad, es que ninguna placa de razón de que Karl Marx vivió allí. Y otra sorpresa que me depara la información precisa de la persona a la que me he referido anteriormente, es la que me asegura que en el pub de la esquina, hoy pintado de color azul cobalto, Marx y Engels dirimían sus asuntos dando cuenta de unas buenas pintas. Y no creo que la información sea incorrecta, porque entro en el pub y veo una placa que indica que está allí desde 1852.
Mientras observo la fachada de la casa donde vivió el padre del materialismo histórico, una especie de gran ternura me invade por dentro. La zona, no demasiado lejana del conocido e histórico barrio de Camden Town, está alejada del centro de la ciudad, incluso hoy en día. Marx, en la época, había empezado a acudir diariamente a la biblioteca del British Museum para estudiar la economía política clásica y poder escribir El Capital. Cuánto le debemos por las miles de horas allí pasadas, devastado por el padecimiento de hemorroides y la pérdida continua de salud, para poder desentrañar los misterios del modo de producción capitalista y poder proporcionarnos las herramientas para su destrucción. Aunque sé que en la época era un barrio salvaje, con pocas casas y mucha campiña de por medio, y el recorrido se haría más corto que en la actualidad, me produce una enorme ternura pensar que él tenía que desplazarse, en viaje de ida y vuelta, todos los días, a una distancia de no menos de diez kilómetros. Y aunque, en alguna ocasión, haya podido tomar un coche de caballos, la mayor parte del tiempo ha hecho esa distancia a pie. No lejos de Grafton Terrace y Maitland Park Road, está situado el viejo y olvidado cementerio de Highgate, donde reposan los restos de él y de parte de su familia. Devorado, y ahí también radica su belleza, en gran parte por la maleza, es imposible encontrar la piedra original donde fue enterrado el pensador alemán. En su lugar, la tumba desproporcionada actual con el exagerado busto que la corona. 
Sin embargo, hay un pequeño descubrimiento en esta segunda visita a Highgate - en la anterior aún no había fallecido y era difícil, más bien imposible, encontrarme con la sencilla lápida que cobija los restos de la escultora Anna Mahler, la hija del compositor del mismo apellido y de su mujer Alma Schindler. Pero adentrarme ahora en la historia de esa familia y la Viena de ese período que tanto amo me desviaría en demasía de lo que quiero contar.
Con todo, la principal sorpresa, el descubrimiento que más me iba a descolocar, estaba aún por llegar y lo iba a hacer de un modo bastante trivial, en uno de los vagones del Underground. Es el primer día del nuevo año de 2016 y vuelvo, algo ya tarde, después de haber cenado en casa de una amiga, desde South Woodford, en un extremo de la Central Line. Es viernes, y hay algo de gente en el metro. En un cierto momento, el metro se detiene en una de las estaciones, como va haciendo en el recorrido, y al abrirse las puertas entra una pareja de jóvenes. Ella, rubia, no muy alta, vestida de manera deportiva, porta unas zapatillas que comprimen tanto sus tobillos desnudos - no lleva calcetines - que evidencian una inflamación de la carne que, dada su juventud, me impresiona. Parece, en esa zona de su fisonomía, como esas personas ya mayores, abotargadas por la mala vida y el abuso de la bebida. Sin embargo, su rostro es interesante, no es demasiado bonita, pero tiene algo, sobre todo en su mirada, en sus ojos. Casi no habla, escucha, ensimismada, atenta, lo que su compañero de asiento le va diciendo. Y ahí empieza mi fascinación. El chaval - los dos deben andar en torno a los veintidós - se me aparece como la mar de interesante. Alto, delgado, con un abrigo oscuro, tres cuartos, estilo años Sesenta del pasado siglo, y puesto encima de una camiseta que se adivina de manga corta, no parece que el frío que reina afuera le afecte demasiado. Habla y gesticula sin parar, con unos ojos grandes que miran hacia arriba, hacia la nada, pero que expresan el todo, la vida. Y eso es lo primero que me impresiona, cómo su cuerpo se mueve en ese gesticular, las manos metidas en los bolsillos de su abrigo como si de esa manera condujese mejor el vehículo que es el resto de su cuerpo. Y me impresiona porque sé que es inglés, por su acento, por su piel clara de raza caucásica. Sí, porque es un lugar común pensar que esa máxima expresión corporal y ese hablar entusiasta y apasionado esté más del lado de los países mediterráneos, latinos, como éste, como otros, pero no de la parte de las islas británicas, de los anglosajones. Tal vez un  paradigma desgastado o erróneo. El caso es que este muchacho tiene atrapada toda mi atención. Y la tiene a pesar de no entender una palabra de su lengua, de desear en esos momentos que un torrente de ciencia infusa me invada y me haga entender todo lo que él le está diciendo a su amiga, a su confidente, a lo que sea la chica que lo acompaña.
La imaginación se me dispara. Intuyo, y tal vez en ello no estoy imaginando nada del otro mundo, que el chaval en cuestión es un artista, tiene que serlo, sus ademanes y todo su ser irradian esa actitud que tienen sólo los que lo son, independientemente del resultado de su trabajo, que eso es otra cosa. Recreo la época artística de los años sesenta en Londres, y veo, en mi cabeza el rostro de dos pintores grandes, de dos artistas con mayúsculas, dos amigos y, en ciertos momentos, rivales, Francis Bacon y Lucian Freud. Sí, el joven, me digo, podría ser uno de ellos, volviendo la mirada hacia atrás, alguien que con toda esa charla que le está dando a su amiga, trata de explicarse, de analizar sus miedos y sus ansias de libertad y de creación. Estoy ensimismado, con mis ojos clavados en él, y también en ella, pero sobre todo en la energía positiva que él me transmite, y que me hace pensar tantas cosas, sobre mí y sobre la vida. Me sonrío a mi mismo, como reconociendo la enorme suerte por el inesperado regalo que el Underground londinense me acaba de hacer. No es una mala manera de comenzar el año, me digo. Son diez, doce, o quince minutos antes de que ellos, al abrirse las puertas en una de las estaciones cuyo nombre no recuerdo, desaparezcan de mi vista y de mi vida para siempre. Pero con el paso de los días, de las semanas y del tiempo, la sensación y la felicidad por ese encuentro casual permanecen dentro de mi, también su rostro.