miércoles, 16 de noviembre de 2016


UN PRINCIPIO DE CAUSALIDAD MÚLTIPLE


Hay muchas maneras de interpretar las cosas que nos acaecen, aunque una gran parte de la gente tienda a usar los términos de azar, casualidad, destino o fortuna. En realidad todas esas acepciones vienen a significar la misma cosa, hablan de la misma cosa, sin embargo siempre me ha parecido mucho más lógico, mucho más cercano a la razón, considerar que ciertos acontecimientos son sólo el producto del principio de causalidad múltiple.
Hace ya bastante tiempo que siento cómo el veneno dulce y extraño de la pasión de coleccionar objetos recorre mis venas. Soy, en eso, colega de Sigmund Freud y de Auguste Rodin. Ellos, mucho antes que yo, bebieron esa pócima que tal vez, para el común de los mortales, sea sólo eso, una pócima sin mayor trascendencia. Sin embargo, esos ilustres antecesores míos sabían muy bien lo que significa poseer objetos antiguos, atrapar instantes de tiempos pasados donde nuestros antepasados dejaron el rastro de la necesidad de expresar quizás lo más invisible y profundo de nuestro ser. Rodin, situado en primer lugar con más de siete mil piezas, detrás Freud con unas tres mil. El artista y escultor las tenía todas distribuidas por su casa-taller de Meudon, en las afueras de París. Freud, primero en las vitrinas y anaqueles de su estudio, y en la primera fila de su escritorio de la Berggasse 19 de Viena, después en Maresfield Gardens 20 en Londres. Las había hecho trasportar y salvar de la bestia nacional socialista, todas y cada una de ellas, y había reproducido, casi con exactitud, su estudio vienés en la casa londinense donde pudo exiliarse y morir poco tiempo después. A quienes, en cambio, no pudo salvar fue a sus cuatro hermanas, que murieron en los campos de concentración nazis, como tantos millones de seres humanos. Ellos coleccionaban arte antiguo, Babilonio, Griego, Egipcio, Romano. Ninguno de los dos podía dejar que su vida trascurriese sin esos objetos tan amados. Pero ninguno de los dos escribió nunca nada que explicase el por qué de esa pulsión de poseer objetos de la antigüedad. Seguramente, para la mayoría de los seres humanos, saber que el viejo judío vienés se hacía trasportar la mayoría de sus esculturas y objetos antiguos cada año por vacaciones, cuando salía de Viena, los deje fríos o indiferentes. Lo sé, es difícil llegar a comprender algo de esas características si no se ha probado ese veneno del que hablaba antes.
Pero no es el arte de la antigüedad lo que a mi me impulsa a poseer objetos bellos. Mi gusto está más cercano en el tiempo, está materializado en los objetos de los años Veinte y Treinta del pasado siglo, en ese estilo al que dio nombre la Exposición Internacional de Artes Decorativas e Industriales Modernas de París de 1925, el llamado Art-Déco. Son, para mí, los años dorados del diseño a todos los niveles, jamás superados. Los nombres de esos artistas resuenan siempre en mi cabeza; citaré algunos: Lalique, Hunebelle, Degué, Muller Freres, Etling, Sabino, Daum, Le Verrier, Le Faguais, Baccarat, Lemanceau, Robj... Dentro de las artes que desarrollaron, el vidrio es una de ellas. Y ahí es donde quiero llegar para contar una historia particular. 
Hace ya algunos años que, en el stand de unos anticuarios que conozco desde hace bastante tiempo, en una de las pocas ferias en las que ellos han llegado a participar, me encuentro de sopetón con una pequeña y coqueta lámpara de mesa. La tulipa, en forma de obús, tiene un diseño realmente interesante, diseños geométricos que reproducen frutas y plantas exóticas, está firmada por uno de los artistas que he señalado antes: Muller Freres, de Luneville. Así viene estampada, en relieve, en uno de los bordes del cristal. Me enamoro enseguida de ella. Sin embargo, algo incrédulo, pregunto a mis amigos anticuarios, Paco y Lola, cómo demonios no he visto antes la lámpara en la tienda que ellos tienen en la zona del Rastro madrileño. Una cierta sonrisa se dibuja en el semblante de Paco, que unos instantes después se materializa en una explicación precisa. No es, como yo había llegado a intuir, que se tratara de una nueva adquisición y por eso no la había visto en su tienda. La explicación es más, como diría, graciosa y prosaica. En realidad, la lámpara llevaba en las manos de los anticuarios hacía ya algunos años, aunque nunca había iluminado la tienda. La razón era una de aquellas que estos profesionales de la belleza y los objetos antiguos guardan con sumo celo. En sus periplos viajeros, a la búsqueda de objetos deseados y perdidos en el devenir del tiempo, recalan en distintos espacios donde pueden encontrar aquello que buscan, aunque no siempre suceda así. Una vez de vuelta, y antes de proceder a rellenar la tienda con los nuevos objetos adquiridos, se produce una criba, una selección particular, de la que nadie tendrá noticia jamás. Sustraen a la clientela aquellos objetos que los propios anticuarios seleccionan para su colección privada. Renuncian así a la conversión dineraria que esos objetos poseen. Eso es lo que a la lámpara en cuestión le había acontecido, había ido a parar a los fondos privados de ellos. No siempre es así, a veces, dicho por ellos mismos, al objeto le dan alguna oportunidad, un cierto tiempo de exposición en la tienda. Si pasado ese tiempo nadie se interesa por él, pasa a engrosar automáticamente la colección de los anticuarios. Eso sucedió con una maravillosa Esfinge de porcelana, de color verdoso, que tal vez representara, en la época, años veinte del pasado siglo, el reclamo para vender alguna marca de algún perfume determinado, no lo sabemos. La Esfinge estuvo algún tiempo en el escaparate de la tienda, sin que nadie se interesara por ella de manera precisa. Bueno, nadie, menos yo mismo, que enseguida mostré una particular atracción hacia ese rostro impenetrable. Sin embargo, un factor trivial, pero determinante, hizo que yo no pudiera soñar con adquirirla. La falta de liquidez monetaria me impedía proceder a su compra. Entonces sucedió lo irreparable, aunque es verdad que no siempre tiene porqué ser así, los propietarios, los anticuarios, una vez expirado ese tiempo que le habían dado a la Esfinge, decidieron que pasara, para siempre, a su colección privada, y nunca más he vuelto a tener noticias de ella. Sin embargo, en el caso de la obus lamp de la que estamos escribiendo, la cosa fue de la otra manera. Desde el principio, fue sustraída a la posibilidad de ser adquirida por cualquiera que pasara por la tienda. Pero hete aquí, que la liquidez monetaria también, en ciertos momentos, atraviesa la vida de esos profesionales de los objetos antiguos. Y esa es la razón por la que aquella tarde de otoño, de hace algunos años, la lámpara de Muller Freres aparecía colocada sobre uno de los muebles que ellos habían instalado en el stand de la feria en la que participaban. La habían sacado a la venta, así de simple, así de sencillo. Y allí estaba yo, dispuesto a no darle ninguna posibilidad de ser vendida a otro coleccionista o que volviera a la obscuridad de la privacidad de sus propietarios. Y eso es lo que hice, la adquirí para mi propio deleite, para que me acompañase en mi vida.
Pasa algún tiempo, no demasiado. Un día, mientras estoy limpiando la tulipa, ese obús redondeado de cristal, se me escapa de las manos como un pez escurridizo y estalla contra el suelo, rompiéndose en varios pedazos, inservible, irreparable. Durante algunos minutos me quedo inmóvil, incrédulo, por lo que acaba de pasar. Casi ni mi atrevo a mirar hacia la tarima del pavimento, que no ha podido amortiguar la caída y preservar el cristal. Poco a poco, me voy dando cuenta de la pérdida irreparable que me acaba de acontecer. Sí, irreparable, porque no es que en el mercado circulan decenas o miles de obus lamp como la que acababa de perder. Sé, por Paco y Lola, que algunos objetos que ellos han encontrado, no los vuelven a encontrar nunca más. Se añade, además, otro factor importante. Poco a poco, en esos años, el interés por el Art-Déco ha ido decayendo, los objetos de los años Cincuenta y Sesenta del Siglo Veinte pasan a ocupar el puesto que antes ese arte ocupaba en el mercado de los objetos antiguos. Pero hay otra cosa que aumenta la dificultad de volver a encontrar ese precioso objeto que acababa de perder. Durante algunas décadas, el Déco se ha ido adquiriendo en el mercado mundial de antigüedades de manera bastante prioritaria, frente a los objetos de otros períodos. Eso hace que esos objetos vayan desapareciendo de la escena y que mis amigos anticuarios, como el resto de esos profesionales, tengan cada vez más problemas para encontrarlos. Así que empiezo a resignarme, y a pensar que nunca más volveré a tener en mis manos esa obus lamp tan bella. Sin embargo, siempre queda esa magia llamada Internet. Sí, ese mercado virtual que alcanza cualquier rincón del planeta. De hecho, las tiendas físicas, sobre todo en los Estados Unidos, han ido cerrando y pasándose a la red. La reducción de costes, en primer lugar, y la posibilidad de llegar a todas partes, en segundo, hacen que el mercado físico se vaya reduciendo poco a poco. Aunque en Europa las cosas vayan más despacio en ese sentido. 
Los años pasan, la búsqueda, física y virtual, no da ningún fruto. Hay que señalar, también, que el pie de hierro de la lámpara está intacto. Ahí siguen los diseños de círculos y semicírculos que pueblan todo el pie y los brazos que sujetaban la tulipa de cristal. En este punto es conveniente decir que esos pies no son intercambiables, es decir que la obus lamp tiene unas medidas que hacen que encaje perfectamente en los tres brazos que tiene ese soporte diseñado ex profeso para esa tulipa. Por lo tanto el pie queda huérfano, ninguna otra tulipa va a encajar en él. Así que lo deseable sería encontrar la tulipa sola, ya que el pie sigue con nosotros. De repente, una tarde, ya han pasado seis años desde que se hizo añicos, Roberta me sorprende con una inesperada noticia. Ella, incansable en su búsqueda por Internet, la acaba de encontrar. Pero existe una pequeña pega, no se puede adquirir, así, sin más. Hay que participar en la subasta en la que la tulipa se encuentra metida. Esto nos produce inquietud y preocupación. Hay que decir que las subastas en la red pueden deparar muchas sorpresas. Puedes llegar a adquirir un objeto, sea lo que sea, antigüedad o no, a un buen precio, mucho mejor que adquirirlo en una tienda, pero también puede pasar lo contrario, las pujas pueden ser muchas y pueden elevar el precio hasta un absurdo, haciendo así que las posibilidades de adquisición se vayan al garete. Los días que faltan para que la subasta termine pasan con lentitud, vamos observando que las pujas no elevan el precio de salida apenas y eso, lo sabemos, es un buen indicador. Sin embargo, también sabemos que en los últimos minutos pueden llegar pujas que eleven el precio y hagan inalcanzable el objeto que uno persigue. Apretamos los dientes, mantenemos la respiración y ¡¡¡zas!!! La obus lamp, de nuevo, es nuestra. El precio, completamente asequible, permite que hayamos podido apostar y que, por fortuna, nadie haya superado nuestra puja. No está lejos, en algún rincón de la vieja Europa, en Alemania para más señas. Eso hace que mi cabeza se detenga, por unos instantes, en ese país. Siendo el cristal un material tan frágil, me sorprende que haya podido llegar intacta hasta nuestros días, después de el vendaval y la guerra que arrasaron ese país y todo el continente, pero ese sería otro tema que podría distraer la atención en esta historia que estoy tratando de contar. 
La lámpara, idéntica a la otra, con la firma de los artistas, Muller Freres, llega a Madrid. De nuevo, vuelve a acompañar nuestras vidas. Sin embargo, no acaba aquí la historia de la obus lamp. Sí, todavía el principio espinosiano de causalidad múltiple no ha completado su trabajo. 
Deben haber pasado casi cuatro años desde que la obus lamp vuelve a estar en casa. Y una mañana, como cualquier otra, sin pensarlo, la tulipa vuelve a hacerse añicos. ¡No puede ser!, me digo con enorme desazón. ¿Qué ha ocurrido? Muy fácil, una persona ajena a la casa, de modo accidental, la ha roto. Así de simple y de contundente. En todo este tiempo, una vez que la conseguimos en la subasta ya mencionada, he podido hablar con Paco y Lola, que se alegraron de saber que la habíamos vuelto a recuperar, y siempre me decían lo mismo, nunca la hemos visto. En ninguno de sus viajes, en todos esos años, se han encontrado con ella.
De nuevo, vuelta a empezar. Sí, pero mis dudas aumentan, ninguna esperanza atisbo en volverla a encontrar. Ya fue una inmensa casualidad que volviese a aparecer, otra vez, después de una larga espera de seis años. Esta vez, las palabras de mis amigos anticuarios resuenan con fuerza en mi cabeza. Si, como ellos dicen, a veces, casi todas, en muchísimos años, no vuelven a encontrarse con ninguno de los objetos que han vendido en alguna ocasión, que eso suceda, después de haber tenido la fortuna de haberla encontrado otra vez, de nuevo, destroza cualquier cálculo de probabilidad. No obstante, la resignación, para los que hemos probado ese veneno del que hablaba al principio, tal vez no exista, o mejor diría, que no debe existir. En eso, los dos insignes coleccionistas que he citado más arriba, Rodin y Freud, seguramente coincidían. Nada sé de cierto en ese sentido, aunque alguna historia de algún objeto que Freud perdió y volvió a recuperar, pueda sonarme, o tal vez la esté inventando en mi memoria.
El arte, tal vez sea eso, quiero pensar, es terco. Y tal vez los que creemos que en el arte y en la belleza de las cosas, y también de las personas, esté la posibilidad de sustraerse a la barbarie que nos acecha, estemos más propensos a toparnos con él continuamente. Tal vez por ello, una vez más, tan sólo dos años y medio después, la añorada obus lamp de esos artistas únicos, Muller Freres, como otros que ya cité, vuelve a aparecer, casi invisible, en la red de redes, Internet. Y de nuevo, una subasta de por medio, y de nuevo, sí, de nuevo, casi nadie, para nuestra fortuna, va a pujar por ella. Está en algún rincón de Francia, en el país donde la ciudad de Luneville, donde trabajaron esos artistas, resonaba con fuerza en esa época dorada del diseño, en esas dos décadas que como un mágico paréntesis se interponen entre dos enormes carnicerías, la Gran Guerra y la Segunda Guerra Mundial.
La obus lamp vuelve a encontrarse con su pie, como el zapato de cristal de Cenicienta, huérfano en dos ocasiones. El principio de causalidad múltiple ha completado, esperemos, su trabajo. Espinosa, como en otras ocasiones, de manera algo extraña en este caso, ha acudido en mi ayuda. Su principio, que rige los destinos de las cosas y de las personas, con un sinfín de pequeñas coincidencias que deben darse para que pueda completarse, vuelve a hacerse presente en esta pequeña historia que acabo de narrar. 

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