domingo, 13 de noviembre de 2016

ADVERSUS JUVENTUD



¡Vivimos en una sociedad capitalista!, esa es la realidad. Sin embargo, esta perogrullada no nos exime de profundizar en algunos aspectos que no dejan de procurarnos cierta desazón.
No pudo el Moro profundizar en comportamientos que se habrían de derivar del desarrollo y del perfeccionamiento continuado de ese modo de producción que todo lo atrapa en torno a sí como si de un gran vórtice se tratara. Los años y las décadas han ido pasando y la sociedad, toda en su conjunto, ha quedado atrapada en él. Sólo pequeños destellos, eso que de manera altisonante hemos querido llamar ¡Revolución!, han alumbrado por algunos instantes la obscuridad capitalista. Fuera de eso, nada que rascar. Las sociedades y los sujetos, masculinos y femeninos, han perecido y siguen pereciendo en esa tontuna consumista. Un consumismo que no es sólo material, también se consumen subjetividades, comportamientos y éticas.Y es en todo este ámbito de las subjetividades donde Marx no ha podido penetrar, porque su estudio era de índole fundamentalmente económica. No obstante, ha habido otros pensadores que sí han indagado en profundidad sobre el comportamiento humano. Sigmund Freud es uno de ellos. El judío vienés, con  fino y lúcido análisis, no sólo ha rastreado las zonas más umbrías de la psique humana, llegando a las profundidades del inconsciente, también ha podido alumbrarnos sobre los comportamientos colectivos, esos arquetipos comunes al género humano que definen un cierto tipo de sociedad. 
En los años treinta del pasado siglo se fue abriendo paso algo a lo que, al principio, no se le dio la importancia que merecía. Ese algo fue contaminando las conciencias de las masas, tanto las que defendían una ideología fascista, como una socialista. En los dos campos antagonistas, ese algo triunfó de manera absoluta. Me estoy refiriendo al culto a la personalidad. Todos sabemos, a estas alturas de la historia, las consecuencias bien trágicas que se derivaron de ello. Y aunque hay millones de muertos a las espaldas de ese culto, aunque no sólo, aún podríamos seguir su rastro en algunas pautas dentro de una determinada colectividad humana. 
Sin embargo, entremos ahora en otros aspectos. Está absolutamente interiorizado en nuestras sociedades modernas el asunto de la igualdad de género, la discriminación de la mujer en cualquier sentido. Nadie, que no sea un perfecto idiota, se atreve a poner en tela de juicio este asunto. La solidaridad frente a cualquier intento de conculcación de estos principios elementales es muy alta. También resulta indiscutible la empatía con principios tales como los derechos sexuales, los derechos étnicos u otros que suponen el bienestar de una comunidad humana cualquiera. No obstante, quiero poner sobre el tapete un asunto cuya sutilidad supone, tal vez, que sea invisible para una mayoría de la sociedad. Un asunto que conlleva una alta dosis de discriminación y de exclusión social, y sobre el cual todos y todas parecen mirar hacia otro lado cuando casualmente emerge a la superficie.
Hace ya muchos años, a la luz del inicio del conflicto de la gran guerra europea de 1914-1918, que el psicoanalista vienés dejó sentadas las bases materiales para entender el por qué de ciertas pautas de conducta que nos alejan de la cultura y de los derechos más elementales, arrojándonos en las manos de la barbarie. En un breve y lúcido ensayo: Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte, Sigmund Freud venía, en síntesis, a poner en pie una tesis desgarradora, esa que viene a sacar a la luz el origen del mal, esto es: "El enemigo es el otro, y ese otro, en última instancia, es todo aquel que no sea yo mismo". Escaso consuelo y pocas esperanzas quedan esperar después de esa afirmación tan tajante. Es cierto que Freud trata de explicar el estallido del mal, así de repente, en medio de las sociedades que se pensaba habían alcanzado ya un grado de cultura que les preservaba de esa pulsión originaria de muerte que anida en los sujetos humanos. Traigo a colación esta referencia freudiana para intentar explicar que cuando se discrimina y se excluye de una comunidad a alguien, como individuo o colectivo, se le criminaliza. Ya sea por ser mujer, persona de color, homosexual o pobre, por citar algunos de los ejemplos más clásicos.
Pues bien, digamos ya de qué se trata. Muy fácil, hablamos del mito de la juventud, del culto a esa fase del desarrollo humano ligado, de manera inocente, con el mito de la inmortalidad, del bienestar permanente. Es bien sabido que los jóvenes exhalan una insultante superioridad sobre el resto de la sociedad que no pertenece a esa fase genealógica en la que están ellos instalados. No obstante, podría incluso asumirse la comprensibilidad de ese sentimiento que los hace sentirse únicos, invencibles e, incluso, inmortales. Sin embargo, el problema no proviene de ellos. El problema se hace problema, valga la redundancia, cuando el resto de la sociedad queda atrapada en esa especie de ilusión trascendente que eleva a la juventud a un mito, y hace de él un culto. Se instaura, así, de manera bastante subliminal una adoración que implica consecuencias bastante negativas para quien no está dentro de esa lista privilegiada. Lista, no obstante, que todos y todas van abandonando en un momento u otro de la vida. Nadie permanece, por imperativo categórico, de manera ilimitada e infinita en esa categoría, si así quisiéramos definirla.
Desarrollemos, pues, cuál es el problema. Ese culto, y esa elevación a los altares de todo lo joven, arroja a las tinieblas al resto de la sociedad que no lo es. ¿Qué significa esto? Significa que en todos los ámbitos de la vida y en todos los apartados de la sociedad, se produce una flagrante discriminación y exclusión que inviste a una gran parte de la sociedad.
Retrocedamos unos años en la historia política y social de Europa. Durante la revolución de mayo de 1968 en París, entre los estudiantes, descendiendo a las asambleas, en las aulas, y fuera de ellas, algunos "viejales" como Sartre o Foucault participaban de tú a tú, en igualdad de condiciones, sin ningún atisbo de discriminación por edad, con esos jóvenes desairados que habían irrumpido en la escena política francesa y europea. Su dirección, incluso, del movimiento, en ciertos aspectos, no era puesta en cuestión. Sin embargo, si volvemos a nuestros días, a nuestras sociedades, nos damos cuenta de un hecho harto evidente, aunque no se analice ni se diga nada de él. Todos los partidos políticos, incluso los emergentes, acusan esa ilusión a la que aludíamos antes. Aunque me resulta más deplorable verla materializarse en una organización "de nuevo tipo", como gusta llamarla a los propios dirigentes, como Podemos. Basta echar un vistazo a toda su dirección, nacional, local y autonómica, para darse cuenta que son los jóvenes quienes mandan y quienes llevan la batuta, cerrando el paso a otras personas de más edad. Pero no es éste un fenómeno reciente en la política que podríamos llamar, radical y de izquierdas. Si echamos la vista sólo cinco años atrás, cuando la revolución del 15 M y la acampada en la Puerta del Sol de Madrid, ya podíamos atisbar los primeros indicios de ese culto a la juventud. Aunque en las miles y miles de asambleas que tuvieron lugar en los meses sucesivos participaban un sinfín de personas, de aquí y de allá, jóvenes, medianos y mayores, con posiciones políticas que podrían calificarse de transversales, era más que evidente que era la gente más joven quien dirigía el movimiento y el desarrollo de las asambleas; bastaba descender a las plazas para verificarlo. No sólo, se podía advertir fácilmente cierto desdén cuando alguien "de una cierta edad", trataba de intentar acaparar para sí cierto protagonismo en la dirección de cualquier evento.
Pero volvamos a situarnos en día de hoy y prosigamos con el ejemplo del partido Podemos, pero repito que lo podríamos extender a otros sin ningún tipo de variación en lo que trato de demostrar. Me importa el paradigma de Podemos porque está más cerca de la subjetividad política que me interesa analizar al hilo del culto a la juventud. Como decíamos antes, su dirección política no deja lugar a dudas. Es más, una persona, por ejemplo, de sesenta o sesenta y cinco años está ya "quemada" para poder ejercer la política de manera activa y efectiva. Esa es la actitud que se desprende de todas sus actuaciones. Y eso es lo que permite que se produzcan exclusiones, por activa o por pasiva, de consecuencias nefastas para la prosecución de una cierta línea política con elementos mínimos de coherencia. Citaría sólo un nombre para que se entienda qué diablos estoy tratando de decir. Joan Garcés, personalidad política con mayúsculas, asesor personal del presidente Salvador Allende durante el gobierno de la Unidad Popular. Lo sabe, sin querer tampoco exagerar, casi todo de la política. Pues bien, apenas traspasada la barrera de los setenta años, este "animal político" es ignorado y carece de influencia política en el devenir político que nos afecta a todos  en los dos últimos años, por no ir mucho más allá. Y se nota, su ausencia, y seguramente también la de otros que, quizás, no conozca tanto. Y cómo se nota, bastaría con analizar lo que está aconteciendo en estas últimas semanas. Se queda uno perplejo viendo el sinfín de errores tácticos y estratégicos que, de nuevo, van a permitir que la derecha fascista de este país siga hundiendo sus sucias manos en la vida de todos. Pero sigamos adorando la sabia joven que todo lo sabe y todo lo hace. Quizás algunos recuerden lo que significó en la política, décadas atrás, la entronización de la subjetividad juvenil, en esas ocasiones con resultados más que cruentos, en detrimento del resto de la sociedad: La revolución cultural china y la experiencia de los jemeres rojos en Camboya.
Un último apunte sobre este asunto. Aún se sigue hablando en Podemos del sector juvenil, que hay que incentivar, los problemas de los jóvenes, y el sector de los llamados "mayores" que tienen sus particularidades específicas. Como si lo políticamente sensato fuese separar en compartimentos estancos dichas franjas sociales. Ridículo, cuando no obsceno.
Pero salgamos ahora del terreno político y fijémonos, por un instante, en el terreno resbaladizo y evanescente de los artistas. Si un pintor, escultor o fotógrafo tuviera la intención de pasear sus obras o sus proyectos por una galería o espacio expositivo, ya se cuidará de no haber traspasado una cierta barrera cronológica, o una "línea roja", por utilizar una expresión muy de moda en la actualidad. Esa línea roja podría determinarse, más o menos, en torno a los sesenta añitos. Vana ilusión de quien tuviera ese atrevimiento, porque la discriminación y la exclusión serán las tarjetas de visita con las que será obsequiado. Sí, ¿cómo demonios alguien de esa edad va a tener la pretensión de ir a una galería, por ejemplo, con una carpeta debajo del brazo, dispuesto a enseñar su trabajo, como si nada? Muy mal, acaso ese artista no sabe que los que deciden en ese sector, pero también en otros, quede claro, piensan que si alguien de "una cierta edad" trata aún de pasear su trabajo, magnífico o mediocre, por esos lares, significa que es "un don nadie", alguien a quien no se puede tener en consideración, alguien a quien no se puede hacer mucho caso. No, no eres joven y, por lo tanto, tu carrera está ya concluida, estás "quemado" como en el caso de la política, para poder ejercer como artista. Tu trabajo, sea bueno o malo, ya no entra en la valoración social que ellos imponen de manera excluyente. Dejo, de manera intencionada, fuera de este análisis el terreno de las relaciones amorosas que daría mucho, pero que mucho juego. Queda un cierto consuelo. Al menos, al día de hoy, estas exclusiones de las que hemos hablado no tienen como colofón final una salida cruenta. Y no es poco. Marginado, excluido, sí, pero no abatido o fusilado. 


  

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