lunes, 1 de febrero de 2016

EN EL LONDON UNDERGROUND



Londres sigue estando donde siempre. Aunque han pasado casi veinte años desde mi última visita, me sigue fascinando esta vieja metrópolis, aristocrática y poco burguesa. Es el opuesto a París. Mientras en la capital francesa, el rastro y la manera de hacer de la burguesía triunfante de 1879 se reconocen fácilmente, con su arquitectura y su diseño urbano. Londres, ciudad excesiva, me sigue interesando. Podría vivir en Londres, y no en París, donde los espectros se te pegan a la chaqueta y no te sueltan, como diría Baudelaire. Y tengo mis preferencias dentro de su plano, ahora un poco más caótico. Sí, porque se me salen los ojos de las órbitas viendo las intervenciones arquitectónicas mercantilistas que se han llevado a cabo en los últimos años, esos en los que mi cuerpo y mi espíritu han estado lejos de ella. Un ejemplo, la zona en torno a Aldgate y Tower Hill es la materialización del mal gusto y del desorden mental más absoluto. Horribles y horrendos edificios se alzan en medio de exiguos restos de fábricas y palacetes victorianos que hablan de una época capitalista con algo más de lógica. Y hablando de mis preferencias, tengo que decir que fueron descubiertas en aquel primer viaje, ya lejano en el tiempo, octubre de 1977, en el que crucé el Canal de la Mancha en barco, chapurreando un mal italiano en compañía de una bella yugoslava de infinita melena lacea y obscura, que me hizo agradable la travesía; y aparecí en Victoria Station, de noche, medio perdido, en una ciudad desierta y fantasmal, sólo eran las nueve de la noche, donde era incapaz de encontrar los rótulos de las calles. Por fortuna, esas cabinas inequívocas rojas de Londres estaban allí para acudir en mi auxilio. Llamé a mi amiga y ella pudo devolverme la llamada a la cabina, una vez que le indiqué el número de ésta, y así me hizo caer en la cuenta, en medio de carcajadas, por qué era incapaz de descubrir los nombres de las calles para saber dónde estaba. Todo muy simple, pero mi atolondramiento me impedía darme cuenta de que los rótulos estaban demasiado bajos respecto a las calles de Madrid, por ejemplo, y no había manera de divisarlas. Notting Hill Gate era mi destino. En los siguientes días descubrí, como decía, hablando de mis preferencias, dos barrios, uno sobre todo, que se apoderaron de mi alma, Belgravia y Chelsea. El blanco impoluto y las columnas del primero y, sobre todo, el ladrillo rojo, ocre, único, del segundo. Dos barrios aristocráticos, más Belgravia, y lujosos, donde muchos escritores y artistas vivieron, especialmente en el segundo, Chelsea, que tampoco desentonaban en demasía, bajo mi mirada de entonces, de otros barrios de la ciudad. Porque era una ciudad llena de palacetes y casas bajas, de apartamentos, de escala muy humana.
Era todavía el Londres de Antonioni, el de Blow Up, el de los mimos y Maryon Park, ese parque especial y la cancha de tenis que tengo tan grabados en mi cabeza, pero que no voy a poder vislumbrar en esta ocasión porque queda muy, muy lejos de Londres. Ahora, en este final de 2015, ese Londres es menos reconocible. Me cuesta más trabajo volver a ese otro de 1977. Sin embargo, me esperan algunas sorpresas. La primera es 20 Maresfield Gardens, en el barrio de Hampstead, la casa donde llegó Freud, huyendo del nacionalsocialismo en Viena, en junio de 1938. Una enorme bandera con la esvástica ondeaba, desde la ocupación nazi de marzo, en el frontispicio de la Berggasse 19, la casa consultorio de Sigmund Freud. El doctor, con la inestimable ayuda de su amiga, la princesa Marie Bonaparte, logra escapar, tras conseguir un visado, con su familia, sus libros y su colección de antigüedades. Todos, y todo, después de recalar en la capital francesa, llegan a salvo a la capital inglesa donde Freud se reúne con su hijo Ernst para vivir en libertad su último año de vida.
Maresfield está como en vida del psicoanalista, con su biblioteca, su diván, su silla, su mesa de trabajo y las estatuillas griegas y egipcias distribuidas en vitrinas y en los anaqueles llenos de la literatura que él tanto amaba. No es demasiado conocida esa pasión-pulsión de coleccionista de Freud. Un veneno cuyo agradable sabor he probado hace ya mucho tiempo.
Maresfield no estaba abierta al público en aquel primer viaje, sin embargo sí era posible llegarse hasta otro lugar, la segunda sorpresa de este viaje, que en aquel entonces desconocía. Hay que haber investigado con cierta precisión para saber que la familia de los Marx, con Karl a la cabeza, habían huido en 1855 del apartamento oscuro del Soho para recalar en Grafton Terrace, al noroeste de la ciudad. Ayudados por el amigo, bien situado, Friedrich Engels, este nuevo apartamento, algo más grande, aunque no demasiado, con un alquiler de 36 Libras anuales, que era bastante para la época, pudieron instalarse de manera permanente hasta 1864, año en el que se mudaron a un apartamento en Maitland Park Road, una calle al lado de Grafton. Aunque conozco bien la morfología arquitectónica de esas casitas, construidas hacia los años cuarenta del siglo XIX, tengo un libro desde hace años con imágenes de la vida del autor del Capital, la numeración de la época me confunde al entrar en esta calle, no demasiado larga, medio perdida en un barrio obrero con apartamentos modernos que no me dicen demasiado. Comienzo a descender y me dejo atrás, a mi izquierda, una hilera, un cogollo de dos o tres casitas, que reconozco enseguida como la vivienda de los Marx. Sin embargo, la numeración no coincide. El número 9 que figura en mi archivo fotográfico se corresponde con el final de la calle, donde hay una casa sin ningún valor, ni estético ni histórico. Afortunadamente, pasa alguien que, con increíble amabilidad, saca su teléfono móvil, es decir, un ordenador portátil al día de hoy, y confirma el cambio de numeración que ha sufrido la calle con el devenir de los tiempos. Así que el número 9, en realidad es hoy el número 46. Efectivamente, el ladrillo oscuro, aunque la fotografía que conozco es en blanco y negro, de la casa que conservo en mi retina es la de ese número 9, y me hace gracia que la puerta de entrada está lacada de color rojo intenso. ¿Homenaje de los actuales inquilinos al filósofo alemán? No sé, aunque lo que sí me parece extraño, dado que he visto placas conmemorativas en diversas partes de la ciudad, es que ninguna placa de razón de que Karl Marx vivió allí. Y otra sorpresa que me depara la información precisa de la persona a la que me he referido anteriormente, es la que me asegura que en el pub de la esquina, hoy pintado de color azul cobalto, Marx y Engels dirimían sus asuntos dando cuenta de unas buenas pintas. Y no creo que la información sea incorrecta, porque entro en el pub y veo una placa que indica que está allí desde 1852.
Mientras observo la fachada de la casa donde vivió el padre del materialismo histórico, una especie de gran ternura me invade por dentro. La zona, no demasiado lejana del conocido e histórico barrio de Camden Town, está alejada del centro de la ciudad, incluso hoy en día. Marx, en la época, había empezado a acudir diariamente a la biblioteca del British Museum para estudiar la economía política clásica y poder escribir El Capital. Cuánto le debemos por las miles de horas allí pasadas, devastado por el padecimiento de hemorroides y la pérdida continua de salud, para poder desentrañar los misterios del modo de producción capitalista y poder proporcionarnos las herramientas para su destrucción. Aunque sé que en la época era un barrio salvaje, con pocas casas y mucha campiña de por medio, y el recorrido se haría más corto que en la actualidad, me produce una enorme ternura pensar que él tenía que desplazarse, en viaje de ida y vuelta, todos los días, a una distancia de no menos de diez kilómetros. Y aunque, en alguna ocasión, haya podido tomar un coche de caballos, la mayor parte del tiempo ha hecho esa distancia a pie. No lejos de Grafton Terrace y Maitland Park Road, está situado el viejo y olvidado cementerio de Highgate, donde reposan los restos de él y de parte de su familia. Devorado, y ahí también radica su belleza, en gran parte por la maleza, es imposible encontrar la piedra original donde fue enterrado el pensador alemán. En su lugar, la tumba desproporcionada actual con el exagerado busto que la corona. 
Sin embargo, hay un pequeño descubrimiento en esta segunda visita a Highgate - en la anterior aún no había fallecido y era difícil, más bien imposible, encontrarme con la sencilla lápida que cobija los restos de la escultora Anna Mahler, la hija del compositor del mismo apellido y de su mujer Alma Schindler. Pero adentrarme ahora en la historia de esa familia y la Viena de ese período que tanto amo me desviaría en demasía de lo que quiero contar.
Con todo, la principal sorpresa, el descubrimiento que más me iba a descolocar, estaba aún por llegar y lo iba a hacer de un modo bastante trivial, en uno de los vagones del Underground. Es el primer día del nuevo año de 2016 y vuelvo, algo ya tarde, después de haber cenado en casa de una amiga, desde South Woodford, en un extremo de la Central Line. Es viernes, y hay algo de gente en el metro. En un cierto momento, el metro se detiene en una de las estaciones, como va haciendo en el recorrido, y al abrirse las puertas entra una pareja de jóvenes. Ella, rubia, no muy alta, vestida de manera deportiva, porta unas zapatillas que comprimen tanto sus tobillos desnudos - no lleva calcetines - que evidencian una inflamación de la carne que, dada su juventud, me impresiona. Parece, en esa zona de su fisonomía, como esas personas ya mayores, abotargadas por la mala vida y el abuso de la bebida. Sin embargo, su rostro es interesante, no es demasiado bonita, pero tiene algo, sobre todo en su mirada, en sus ojos. Casi no habla, escucha, ensimismada, atenta, lo que su compañero de asiento le va diciendo. Y ahí empieza mi fascinación. El chaval - los dos deben andar en torno a los veintidós - se me aparece como la mar de interesante. Alto, delgado, con un abrigo oscuro, tres cuartos, estilo años Sesenta del pasado siglo, y puesto encima de una camiseta que se adivina de manga corta, no parece que el frío que reina afuera le afecte demasiado. Habla y gesticula sin parar, con unos ojos grandes que miran hacia arriba, hacia la nada, pero que expresan el todo, la vida. Y eso es lo primero que me impresiona, cómo su cuerpo se mueve en ese gesticular, las manos metidas en los bolsillos de su abrigo como si de esa manera condujese mejor el vehículo que es el resto de su cuerpo. Y me impresiona porque sé que es inglés, por su acento, por su piel clara de raza caucásica. Sí, porque es un lugar común pensar que esa máxima expresión corporal y ese hablar entusiasta y apasionado esté más del lado de los países mediterráneos, latinos, como éste, como otros, pero no de la parte de las islas británicas, de los anglosajones. Tal vez un  paradigma desgastado o erróneo. El caso es que este muchacho tiene atrapada toda mi atención. Y la tiene a pesar de no entender una palabra de su lengua, de desear en esos momentos que un torrente de ciencia infusa me invada y me haga entender todo lo que él le está diciendo a su amiga, a su confidente, a lo que sea la chica que lo acompaña.
La imaginación se me dispara. Intuyo, y tal vez en ello no estoy imaginando nada del otro mundo, que el chaval en cuestión es un artista, tiene que serlo, sus ademanes y todo su ser irradian esa actitud que tienen sólo los que lo son, independientemente del resultado de su trabajo, que eso es otra cosa. Recreo la época artística de los años sesenta en Londres, y veo, en mi cabeza el rostro de dos pintores grandes, de dos artistas con mayúsculas, dos amigos y, en ciertos momentos, rivales, Francis Bacon y Lucian Freud. Sí, el joven, me digo, podría ser uno de ellos, volviendo la mirada hacia atrás, alguien que con toda esa charla que le está dando a su amiga, trata de explicarse, de analizar sus miedos y sus ansias de libertad y de creación. Estoy ensimismado, con mis ojos clavados en él, y también en ella, pero sobre todo en la energía positiva que él me transmite, y que me hace pensar tantas cosas, sobre mí y sobre la vida. Me sonrío a mi mismo, como reconociendo la enorme suerte por el inesperado regalo que el Underground londinense me acaba de hacer. No es una mala manera de comenzar el año, me digo. Son diez, doce, o quince minutos antes de que ellos, al abrirse las puertas en una de las estaciones cuyo nombre no recuerdo, desaparezcan de mi vista y de mi vida para siempre. Pero con el paso de los días, de las semanas y del tiempo, la sensación y la felicidad por ese encuentro casual permanecen dentro de mi, también su rostro.     
  
  
  



2 comentarios:

  1. London es siempre London, hasta que a los londinenses se les ocurra otra cosa, lo cual no sería de extrañar.
    Un bello paseo literarrio por esta ciudad tan ennoblecida por las dudas y maltratada por los doblones.
    cura ut valeas!

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  2. Sí, así es. Una ciudad a la que, por lo que he visto, se le puede seguir sacando mucho partido. Muchas gracias por tu amable comentario, querido Valentí.

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