domingo, 28 de febrero de 2016

EN EL LABORATORIO



Siempre he sentido una admiración sin limites por la ciencia, por la investigación, por las gentes que dedican su vida a tratar de entender el por qué de las cosas, por qué suceden unas y otras no. Tal vez, mi pasión por la filosofía y todo lo que aprendí cuando acudía, emocionado, por libre, sin ninguna pretensión de hacer ningún examen, ni aspirar a ningún título, a la vieja facultad de la complutense en los últimos años de la dictadura, tratando de escapar del pensamiento uniforme y gris que imponía el régimen franquista, ese deseo de conocer y de hacerme preguntas sobre todo esté en el origen de esa admiración por los científicos. En cualquier caso, poco o nada sé sobre esta materia, aparte de haber leído artículos de divulgación general, haber visionado documentales y alguna que otra película. Sin embargo, conociendo a alguna de esas personas que tienen la inmensa suerte de trabajar con la vida y sus misterios, me he permitido siempre, medio en broma, medio en serio, a modo de boutade, el atrevimiento de hacerles preguntas sobre esto o sobre aquello, incluso haciéndoles entender que igual no estaban yendo por el camino más adecuado en la búsqueda de remedios contra esos virus letales y casi inmortales, como el AIDS o el Ébola, en el sentido de que igual no habría que tratar a esos entes abstractos, y casi metafísicos, como enemigos y que a lo mejor habría que unirse, como en el viejo refrán, a ellos. Divagaciones por mi parte y, con toda seguridad, fuera de lo que debe ser la lógica y el método de trabajo científico. Ciertamente imbuidas por esa ansia de inmortalidad que siempre me ha atravesado desde que tengo uso de razón. Inmortalidad no tanto en oposición al miedo atávico humano a la muerte, que también, sino a la duración, a la temporalidad de la vida. Al instante ínfimo que representa nuestra exigua aparición en el teatro del mundo.
Pero el otro día, sin esperarlo, como las sorpresas, se me presenta una oportunidad que no voy a dejar escapar por nada del mundo. Después de haber comido en compañía de amigos varios, donde está también mi amiga María, tengo la suerte de que está sentada a mi lado, justo a mi izquierda, y la conversación, por lo tanto, se hace más fluida con ella. Varios temas se ponen sobre la mesa. María es una apasionada del arte y de la estética, y en eso también coincidimos ella y yo, en mi caso, por mi propio trabajo como pintor. En un cierto momento, como no podía ser de otra manera, hablamos de su trabajo, de lo que está haciendo como bióloga molecular que es. Y ahí surge la sorpresa, la posibilidad. Cuando me hace saber que se le está haciendo tarde y que es hora de que vuelva a su puesto de trabajo a hacer algunas "cosillas", me sorprendo. "¿Cómo, trabajas también el sábado por la tarde?", le digo con asombro. Ella, esbozando una cierta sonrisa cómplice, me responde: "No, es sólo que debo mirar unas células embrionarias de ratón que corren el peligro de morirse, y no pueden esperar al lunes". En medio de sus explicaciones, María se da cuenta, seguro que mis ojos, aunque no puedo verme, chisporrotean llenos de expectación, de que ardo en deseos de visitar el laboratorio. Aunque de entrada ya me ha ofrecido la posibilidad de que eso ocurra en cualquier momento, las cosas se van a precipitar cuando de sus labios oigo: "¿Quieres venir ahora, me acompañas?" A lo que yo, sin dudarlo ni una milésima de segundo, respondo con un "Sí, por supuesto", con los ojos abiertos de par en par, al menos esa es la sensación que tengo tras exprimir mi respuesta más que afirmativa.

Estamos ya en su coche, camino del CSIC, en la Universidad Autónoma, donde dicho centro tiene algunas de las dependencias que también hay en otras zonas de la ciudad. Afuera, el tiempo ruge. La lluvia, el viento y las nubes bajas de distintas tonalidades grises me hacen pensar, por un instante, en el cuadro de Rousseau el Aduanero, "Surprise", donde un tigre de ojos sorprendidos trata de avanzar en medio de un temporal que desagarra todo el cuadro. Hay tráfico en esta tarde de sábado, de perros. La carretera se la tragan las ruedas de su coche. No tengo ni idea dónde me encuentro, sé en que dirección está la Autónoma pero me siento tan emocionado que tengo la impresión de estar viajando en dirección a un sitio completamente desconocido.
Cuando descendemos frente al busto del Premio Nobel Severo Ochoa, delante de las dependencias del CSIC, el intento de desplegar mi paraguas es totalmente fallido, se vuelve hacia atrás y corro el riesgo de que se parta. Trato de agarrarme a mi amiga, que tiene una considerable altura, yo creo que sobrepasa el 1,80, cogiéndome a su figura protectora. Así, pertrechados, sin poder servirnos de mi pequeño paraguas, avanzamos en medio del vendaval hasta las puertas de la institución. Franqueamos el torniquete que impide la entrada a los intrusos gracias a su tarjeta de empleada del centro. Los vigilantes apenas se inmutan ante mi presencia. Todo me parece un poco aséptico, pasillos largos con paredes en tonos pasteles sin más decoración que los carteles que explican la estructura del DNA y otros asuntos más complejos del mundo científico. Eso sí, todo en estricto y riguroso idioma inglés, que es la lengua en la que se comunica la denominada comunidad científica internacional. Efectivamente, le pregunto a María y me confirma que sin el dominio de dicho idioma es imposible poder trabajar en la institución. Pura convención, me digo. Mi amiga me lleva hasta su despacho, un pequeño habitáculo que comprende su escritorio y las mesas donde trabajan los estudiantes y becarios que dependen de ella. Los anaqueles están abarrotados de contenedores de cristal y de plástico de distintas formas y tamaños. Algunos de ellos están medio llenos de fluidos de distintos colores, donde predominan los rojos y ocres, aunque hay algunos con tonalidades azules. Delante del escritorio de mi amiga, una ventana estrecha y rectangular se abre hacia un horizonte maravilloso, al final del cual puedo divisar, muy a lo lejos, las siluetas empequeñecidas de las inquietantes cuatro torres de la Plaza de Castilla. Conozco bien su fisonomía porque he trabajado sobre tres de ellas hace ya algunos meses. María dice que ese horizonte le gusta y la relaja. Mientras ordena algunas cosas para empezar a hacer lo que ha venido a hacer, mi cabeza empieza a perderse en en este mundo cerrado y ajeno a la realidad. Y aún no he visto nada. 
Salimos y me enseña algunos habitáculos. Enseguida mi vista repara en ese símbolo, que ya he visto en las películas de ciencia ficción, extraño y universal, de diseño preciso, que, a modo de pegatina, está adherido a muebles y utensilios que voy viendo, y que nos indica que estamos en una zona de bioseguridad. Entro en recintos donde hay recipientes que contienen cosas a -150º. Destapa uno y el vapor helado emerge hacia la superficie. Los he visto en películas, pero nunca tan de cerca y tan reales. Me asegura que, a esa temperatura, se pueden congelar cuerpos humanos. Mi pensamiento se va hacia Ubik, la novela de Philip K. Dick que tanto amo y sus frigovainas. Me dejan algo frío estos contenedores que tienen un cierto mal aspecto, con desconchones y rayajos, que quizás no me esperaba. La visita prosigue hasta la zona donde están los frigoríficos que contienen las células y bacterias que sirven para los trabajos con las manos que llevan a cabo los técnicos científicos. Porque eso es otra cosa que descubro. Los que se ocupan de estudiar y escribir artículos sobre los más diversos asuntos de la ciencia y que compiten ferozmente para ser publicados en las revistas científicas más prestigiosas, no trabajan con las manos, no manipulan las células, las bacterias o los virus. Eso lo hacen los que denominan técnicos. Pero a María, que no tendría por qué hacer el trabajo que ha venido a hacer esta tarde, le gusta el trabajo de manos, como ella misma me dice, y lo hace con cierta asiduidad. Saca de uno de los frigoríficos las células embrionarias de ratones, que tanto le preocupaban durante la comida, para ver en qué estado se encuentran. Acerca el frasco de plástico transparente hasta la base de uno de los microscopios que se encuentran a lo largo de una mesa rectangular y observa detenidamente. La oigo decir que están bastante bien, creo que se alegra, yo también. Después, me invita a aproximar mis ojos hasta ese instrumento precioso para poder observar yo también lo que ella acaba de mirar. Miro y no logro ver nada, sólo una luz al fondo y nada que observar. A una cierta indicación de mi amiga, me doy cuenta que mis ojos están demasiado pegados a las lentes del aparato, así que tengo que retirarme un poquitín. En ese momento empiezo a ver extrañas formas medio transparentes que no me dicen gran cosa. Pero sé que ahí hay vida. Todo permanece inmóvil, silencioso, como cristalitos de hielo, abstractos, sin la precisión geométrica de aquellos.
Ella sigue manipulando, abriendo y cerrando los frigoríficos, tratando de que, a través de fluidos que vierte dentro del recipiente, las células embrionarias se suelten de las paredes donde permanecen pegadas. Su experimento trata de que crezcan ciertas cantidades de células, pero no otras que han crecido y que no sirven para ese fin.
En un cierto momento tenemos que salir a buscar ciertas sustancias, nos despojamos de las batas que nos hemos puesto al entrar pero, antes de abandonar la estancia, tenemos que seguir el protocolo y lavarnos las manos con una sustancia desinfectante. Toda la zona está llena de avisos para que nadie olvide los pasos protocolarios. Al lado de la puerta por donde salimos, María me señala otra que está a nuestra izquierda. Pone nivel tres, eso indica máxima seguridad, virus del Ébola y otros similares de idéntica peligrosidad. Nosotros acabamos de salir del nivel dos.
Volvemos, de nuevo nos colocamos las batas y continua el proceso. En la especie de receptáculo donde trabaja con sus manos, todo se desinfecta para que las células no sufran ningún tipo de contaminación. Una barrera de aire impide que nada penetre hasta la base donde ella hace sus enjuagues.
No quiero distraerla. Sin embargo, durante el tiempo que llevo dentro del CSIC, ya hemos hilado algún discurso. Sobre todo del grado de abstracción de la realidad que implica trabajar en lo que ella trabaja. La realidad científica se impone de manera bastante radical frente a la vida que sigue sucediendo afuera. Intuyo, por lo que me dice, que la mayoría de sus compañeros son unos inadaptados desde un punto de vista social. Las relaciones personales, si acontecen, suceden dentro de los límites de la institución. Me hace reír cuando afirma, con mucha rotundidad, que ella se considera y pasa por ser "bastante normal" frente al resto de la comunidad científica que ronda los tres centenares de personas. 
La sensación de estar fuera del mundo es bastante fuerte. Como artista que soy, le digo que ni de lejos  uno llega a abstraerse o aislarse del mundo de la manera que lo hacen ellos. Al máximo, durante un breve lapsus de tiempo cuando se está concibiendo una obra, un proyecto, una serie, un cuadro. Luego, todo es bastante rutinario, llenar espacios de color, trazar líneas y poco más. El arte, le digo, está más pegado al principio de realidad freudiano que la ciencia. Ella manifiesta el enorme placer que le produce su trabajo, el aislamiento que conlleva, lo comprendo, estoy en condiciones de entenderlo plenamente. No obstante, la pongo en la tesitura de reflexionar hasta qué punto su vida como bióloga molecular es compatible con tener una relación de pareja con hijos. Sobre todo, cuando la pareja no tiene absolutamente nada que ver con este mundo tan complejo y tan ajeno a la realidad cotidiana. Sonríe, sin pronunciar ninguna explicación concluyente. 
Cuando vuelvo a asomarme al microscopio, para ver cómo las células vuelven a estar en su sitio, vivas y coleando, aumenta un poco más, si cabe, mi enorme perplejidad. Una cierta zozobra y desazón me invaden. Me siento impotente ante la complejidad de lo que significa la vida, de este pequeño atisbo que representan las células embrionarias que he podido ver. Todo es mucho más difícil de lo que jamás uno pueda llegar a intuir. No logro entender cómo, en medio de este enorme laberinto que representa la ciencia, los sujetos humanos pueden moverse con cierta normalidad. Es necesaria una enorme enajenación, casi total diría yo, para poder llegar cada mañana a este recinto y recorrer todos los habitáculos sin apenas inmutarse, mientras eso que llamamos realidad sigue sucediendo al otro lado de las ventanas.
Abandonamos el CSIC, ahora sin lluvia, con un juego de obscuridades arriba, en el firmamento, que no dejan de ninguna manera indiferente. María, con esa ternura que expresan su mirada y su voz, me inquiere sobre lo que he visto. Le digo que ha sido una experiencia impresionante, y eso que apenas he visto casi nada de todo lo que se puede ver allí adentro. Quedamos en volver en otra ocasión. Su coche avanza y la autopista nos engulle. Madrid, se hace realidad.  
     










3 comentarios:

  1. y la realidad a veces exaspera a la intuición, al conocimiento y, fundamentalmente, a la sabiduría!!!!

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  2. Muy bueno...gracias, como siempre, por tu comentario...Un abrazo

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  3. Muy bueno...gracias, como siempre, por tu comentario...Un abrazo

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