viernes, 20 de diciembre de 2013

ENSAYO GENERAL


9,36...Boooooommmm!!!!!!! Un estruendo sordo y seco atruena el centro de Madrid. Pero no es hoy, es un día, como hoy, de hace ya cuarenta años. Nuestra historia, la de nuestros días, arranca aquella mañana gris y fría, pero no es de eso de lo que quiero escribir ahora.


Es casi la hora de la comida, aunque yo ya he comido hace casi una hora. Llueve, toda la mañana ha estado diluviando, con fuerza, con inusitada fuerza. El metro, como sucede en los últimos tiempos, desde que la administración municipal decidió reducir de manera drástica el número de trabajadores de la compañía metropolitana, renquea, se para, y eso hace que suba las escaleras con la lengua fuera y el corazón a mil por hora. Están dando las dos cuando llego a la puerta de la sala sinfónica del Auditorio Nacional de Música. Me esperan dos amigos músicos: la pianista Isabel Puente y su marido, el compositor José María Sánchez Verdú. Entramos raudos, y casi inesperadamente nos encontramos en la zona por donde acceden los músicos al escenario. Decidimos, tras dudar unos segundos, entrar. Cruzamos el escenario, mientras los músicos están a punto de comenzar el ensayo, y nos situamos cómodamente en una de las filas de la pequeña sala sinfónica. Las notas llegan ya hasta nuestros oídos.

Estamos solos. En la penumbra de la sala, sólo mis amigos y yo. Y el ensemble, claro. Hay nueve músicos y el director. Percusión, piano, viento y cuerda. La obra que nos envuelve es una composición reciente del músico austriaco Georg Friedrich Haas, AUS.WEG. Me sorprende  el contraste entre la percusión y el resto de los músicos, tal vez porque los instrumentos que utiliza el percusionista, que es también pianista, no son los que habitualmente están presentes en otras obras donde la percusión tiene un papel destacado.
Sin embargo, mis ojos se van hacia la cuerda. Me sorprende el choque estético que evidencian el violín y la viola. Pero no me refiero a los instrumentos en sí, sino a las instrumentistas que tocan dichos instrumentos. Mientras la música sigue desgranando los acordes, empiezo a fijarme en las dos mujeres que dominan esos instrumentos de cuerda. La violinista, una rubia seguramente venida del este, impone una elegancia contundente. Viste un traje de chaqueta con falda ajustada, gris petróleo, y zapato de tacón sin complejos. Se sienta con elegancia, como una modelo. Coloca las piernas con movimientos estudiados, y no descompone la figura ni una milésima de segundo. Frente a ella, está la viola. Es también rubia, aunque desde mi asiento no podría afirmar si es natural o de bote. Aunque he apostado conmigo mismo que es natural. Su torso está embutido en una de esas camisetas de lycra que se ajustan tanto que todo queda marcado. Luce una falda vaquera de vuelo y calza botas altas, por debajo de la rodilla. Enseguida me atrapa su figura. Su rostro de esfinge, cuya mirada perdida en el infinito pasa por encima de los demás, incluido el director, me intimida. Sus ojos miran desde un decidido nihilismo. Me hace gracia cada vez que el director, alemán, interrumpe el ensayo para dar alguna indicación, y se dirige a los músicos en su lengua o en inglés. La violinista responde en esas dos lenguas sin ningún problema. Pero ella, la esfinge, elude la comunicación en esos idiomas. Aunque está claro que entiende, más o menos, las sugerencias o las correcciones que parten del director, me hace reír que ella conteste en su lengua, en castellano, sin ningún rubor, sin mostrar la más mínima displicencia. Esa ausencia de reparos la muestra claramente a la hora de situarse en su asiento. Me llama la atención sobremanera su actitud. Como si de un violonchelo o contrabajo se tratase, ella abre las piernas como si alguno de esos instrumentos invisibles se acunara entre ellas. Pero no, la viola la maneja perfectamente con sus brazos. Sin embargo, el juego que establecen sus piernas son de lo más inusual. Tiene una figura rotunda, fuerte. Sus muslos son redondeados en oposición a lo finos que son los de la violinista, que apenas se descubren cuando cruza las piernas en un movimiento preciso.
El sonido que arranca con su arco a la viola es delicado, muy delicado, infinitamente modulado. Me fascina. Pero sigo observando su mirada aséptica y neutral.

El ensemble ha aumentado sus miembros. Aunque la viola ha abandonado el estrado, otros instrumentos de viento completan hasta un número de doce los músicos en escena. Tria ex uno, del mismo compositor que hemos señalado antes, se adueña ahora de la sala que ha aumentado en dos espectadores, que son dos músicos del conjunto que ahora no intervienen.
La composición, que juega con la obra de un compositor flamenco del alto renacimiento llamado Josquin Desprez, traspasa las neuronas anulando la distancia en el tiempo. Estoy descubriendo, para mi propio disfrute, a Haas. 
Mientras mis oídos se dejan seducir por el juego entre el renacimiento y el hoy, una cierta inquietud me inunda. ¿Habrá desaparecido para siempre la rubia esfinge de la viola? También un cierto nerviosismo. Sobre todo cuando miro el reloj y sé que no voy a poderme quedar hasta el final del ensayo general. ¡Pero yo también he venido a escuchar a Schönberg! Sí, así es. En realidad, cuando mis amigos me propusieron la posibilidad de asistir al ensayo, pensaba que se trataba de un monográfico dedicado a la figura del músico judío y vienés. No obstante, agradezco un montón la oportunidad de descubrir nuevos músicos contemporáneos. 

Se produce una pequeña pausa cuando un señor con aspecto desaliñado y figura oronda atraviesa el escenario para dirigirse a una de las butacas. Habla con el director en alemán, por lo tanto deduzco que también lo es. Mi amigo José María me saca enseguida de la duda. Se trata del compositor austriaco Richard Dünser, que también tiene una obra en el concierto que tendrá lugar por la tarde. Es música austriaca la que suena en este ensayo general. Bueno, por hablar en términos geográficos, porque en realidad la música, como el arte en general, son universales y sin patria. El arte es la manifestación más elevada de la humanidad, y por lo tanto nada debe a patrias ni a patriotas.A pesar de que en la década de los años treinta del pasado siglo, un compatriota de estos músicos intentase demostrar, después de aniquilar a millones de seres humanos, lo contrario.

Ahora sí, ahora finalmente Schönberg se adueñará de nuestros espíritus. Y ahora también reaparece, finalmente, la viola. La esfinge de rotundos muslos trata de ubicarse dentro del espacio habilitado para los músicos. Su número ha crecido considerablemente. Aunque El libro de los jardines colgantes, obra de 1907/1908, está compuesta originariamente para voz y piano, Richard Dünser ha hecho un arreglo, orquestándola. 
Inconfundible esta música que amo desde hace tanto tiempo. La orquesta suena a él. La orquestación se atiene, como no podría ser de otra manera, a las notas que el compositor vienés vertió sobre los pentagramas. La voz de Noa Frenkel suena increible. 
El director, sin saberlo, me impide una visión completa de la sugestiva viola. Así que, cuando la obra ya se está desarrollando en toda su extensión, decido abandonar la cercanía de mi amiga Isabel y me desplazo algunas butacas dentro de nuestra fila desde donde puedo, ahora sí, divisar a la esfinge rubia. 
Una pequeña interrupción, a causa de las sugerencias que hace Dünser, relaja la tensión de los músicos. Aunque ella, la viola, sigue presentando esa mirada que indica que la cosa no va con ella. Nada va con ella. Ella es más que ella. Hace alguna anotación con el lápiz en su partitura, eso sí. Pero su mirada no denota la más mínima debilidad. 
La música habla de la dificultad de las relaciones amorosas. Por un momento, una vez que los compases se reanudan, trato de fantasear con qué tipo de relaciones amorosas se las tiene que ver en su vida real la viola. Partiendo del supuesto de que el amor es algo bastante inexplicable, poco o nada verbalizable, plantearse la dificultad  en ese tipo de relaciones es, cuando menos, bastante optimista. Sí, porque evidencia que se trata de un compromiso, de una conexión o de una comunicación. Y yo no tengo tan claro que en ese terreno que, comúnmente, se denomina como terreno amoroso, enamoramiento o amor, se pueda hablar, en sentido fuerte, de relación. Pero dejemos esta digresión. Me interesa mucho más imaginar cómo se expresa en términos eróticos la esfinge. Mientras sus brazos manejan con energía y decisión su instrumento, sus muslos se abren generosamente. Da la impresión que esa apertura de noventa grados es la que le proporciona el impulso necesario para arrancar ese sonido delicado a su viola. O tal vez no.
Estoy ensimismado, no sé si más por la música o por la contemplación de la esfinge rubia. Algo ha debido captar mi amiga Isabel, porque cuando miro hacia ella de reojo capto una especie de guiño de complicidad.
Aprovechando la pausa que se establece, una vez concluido el ensayo general de esta pieza fantástica, me escurro hasta una de las puertas laterales hacia donde me acompaña Isabel. Aún tengo tiempo durante unos segundos, mientras me enfundo el abrigo, de dirigir la última mirada hacia el lugar donde la viola, con la mirada ausente, permanece inmóvil en su asiento.
  





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