lunes, 29 de mayo de 2017


EL SONIDO DE DIOS

La palabra Dios no me dice gran cosa, incluso me provoca rechazo cuando se generan explicaciones, justificaciones y teorizaciones al reparo de ella. Sobre todo para generar violencia y maldad. La actualidad rebosa de eso. Me atengo, sobre todo, a la explicación que Espinosa, el gran filósofo judío de origen español, da sobre ella. Podría decir, incluso, que siento simpatía por la figura histórica de Jesús de Nazaret, y que me atengo a lo que Ernest Renan, tras muchas investigaciones y estudios, volcó en su celebre Vida de Jesús, sobre él. Ese tipo, dotado de una inteligencia y de una intuición fuera de lo común, que afirmaba que no hacía milagros.
Preámbulos necesarios de lo que quiero escribir. Estoy en Toledo después de muchos años. La vieja ciudad medieval, árabe, judía y cristiana aparece imponente. Esta vez, ya que llego a las estribaciones en coche, y creo que es la primera vez en mi vida, puedo admirar la muralla de la ciudad en toda su enorme extensión. Me impresiona, me da una visión que antes nunca tuve. A veces, las cosas son así. Años y años pateando el interior, pero no el exterior, de una ciudad que transformaron los árabes en un laberinto de calles, callejas y callejones. Y la transformaron, porque la ciudad romana, un cuadrado bien estructurado, desapareció, incluido el enorme acueducto, mucho más alto que el de Segovia, como me cuenta mi amiga Mila.
Y estoy en Toledo, en esta tarde primaveral, para un par de cosillas, aunque lo que me va a sorprender y me va a dejar tocado, en el buen sentido de la acepción, es el concierto, la batalla de órganos, a la que estoy a punto de asistir en el interior de la Catedral.
Las iglesias, las catedrales góticas, siempre me han entusiasmado. Nunca he llegado a entender cómo demonios esos artistas medievales encontraron la luz y el color. En una época donde todo apuntaba hacia la obscuridad y la uniformidad cromática. Sin embargo, la arquitectura gótica iba a dar paso a ese descubrimiento. Con suponer ya, respecto al estilo arquitectónico precedente, un salto enorme, las iglesias góticas, elevándose hacia el infinito, contienen en su interior algo que debió dejar boquiabiertos, como sigue dejándome a mí, en pleno siglo XXI, a los moradores de las ciudades medievales. La cantidad de ventanas, ventanales y ventanucos que agujerean los muros pétreos de esas enormes estructuras haciendo que la luz entre por todas partes, debió impactarlos. Pero no son ventanas normales, cerradas con bastidores de vidrios blancos transparentes. No, son vidrios con dibujos coloreados, las llamadas vidrieras. En ellas, los artistas medievales dan un salto al vacío, situándose claramente, sin saberlo y sin darse cuenta, en la abstracción. Porque aunque representen escenas y motivos variados, que aluden a lo religioso y a lo sagrado, esos colores y esas composiciones están por delante de la arquitectura que las contiene. Y aunque parezcan figurativas, no lo son. En absoluto.
Todo está dispuesto ya, los cuatro enormes órganos de la Catedral están a punto de recibir a los organistas, que son cuatro, tres hombres y una mujer. Tres instrumentos del siglo XVIII, y uno, el órgano del Emperador, del siglo XVI. Pero además, a los pies del coro, han situado tres realejos, pequeños órganos transportables. Sin embargo, antes de que todo suceda, de que todo comience, acontece algo que yo no esperaba, ni tampoco algunos de los que están sentados a la espera de que comience la batalla, al menos eso quiero pensar. De pronto, un prelado, que viste como tal, todo de negro, empieza a soltar un discurso que está fuera de lugar. Comienza a hacer propaganda de su particular creencia, y trata de incluir en ella a todos los que allí estamos esperando a que dé inicio el concierto, como si fuésemos feligreses y no público que ha venido a disfrutar de la música. No estamos en una celebración o culto religioso, aunque el evento vaya a tener lugar dentro de un recinto que sirve, en muchas ocasiones, para eso. En fin, nada nuevo que no haya visto hacer en otras ocasiones a esos representantes de esa determinada fe o creencia. Pero no me gusta, sobre todo porque se manipula y se aprovecha la ocasión para hacer propaganda privada, porque eso es la religión, algo que pertenece al ámbito de lo privado, pero no al de lo público. Pero no es esto de lo que yo quiero escribir ahora. 
La liturgia inmediata que va a dar inicio al concierto tiene también su interés, sobre todo cuando uno de los interpretes se dirige hacia el órgano del Emperador y desaparece, en cuestión de segundos, como tragado, emparedado, por las arterias del muro por donde debe ascender hasta el teclado del órgano. Unas luces rojas y amarillas en lo alto indican el lugar, aunque no se le ve, donde debe estar sentado el organista, a los mandos de ese enorme instrumento que exhibe hacia el exterior todo tipo de tubos, grandes y pequeños.
La trompetería atruena el interior de la Catedral. Un sinfín de sonidos empiezan a apoderarse del reducido público que asiste al concierto, a la batalla antes citada.
La música del único e irrepetible Wolfgang se cuela a través de los realejos, esa especie de alacenas con celosías, que producen sonidos, música. Después, la del cantor de Leipzig. Pero lo que hace enmudecer a todos los que estamos dentro de la Catedral son los órganos mayores, esos que exhalan ese sonido característico de los grandes instrumentos de ese tipo.
Apenas permanezco sentado. En un cierto momento, me doy cuenta de algo que está pasando, sin que la mayoría del público, con toda seguridad, se aperciba de ello. La luz que penetra, a través de las vidrieras, cambia y se transforma a medida que el tiempo pasa, a medida que la tarde va declinando. El sol aún penetra, con fuerza, a través de los rosetones de la Catedral. Sin embargo, en otras zonas de la misma, en las naves que van circundando el altar mayor, lo que se llama la Girola, las vidrieras aparecen más apagadas, opacas, como si la luz ya no llegase hasta allí. No obstante, no es así, porque la luz, aunque no tan directa, sigue llegando hasta esos ventanales, hasta esos ventanucos.
Voy de una zona a otra, recorriendo, casi por completo, la Girola. Eso me permite, cuando los otros órganos, que no son el del Emperador, situado a  espaldas de mi asiento, están en acción, poder percibir mejor el sonido que sale por los tubos y las trompetas de los mismos. Me detengo debajo de uno de ellos y siento cómo estoy siendo tragado por la música, literalmente absorbido por ese sonido maravilloso. La sensación es más que placentera. Sin embargo, lo que está haciendo que mi emoción se desborde, pudiendo incluso, en un determinado momento, echarme a llorar, incapaz de contenerla, es la maravilla que la luz y las vidrieras están produciendo. Todo cambia, por momentos, y continuamente. Los azules, claros y obscuros, que irradian las ventanas del ábside, contrastan fuertemente con la gama de colores que aún penetran por otras ventanas laterales y, sobre todo, por los rosetones.
Los minutos van pasando, y el sonido de Dios, ese que emiten los órganos, ha penetrado todas las zonas de mi cerebro. La luz se va apagando poco a poco, algunos ventanucos, con su correspondiente vidriera, se han apagado ya del todo. Cuando eso ocurre, es como si la vida se esfumase del vidrio. No obstante, aún así, esa abstracción que es una vidriera gótica, sigue produciendo sensaciones.
Todavía sigue habiendo bastante luz, por eso no he vuelto a sentarme en mi sitio. Hay una zona cerrada que impide el paso para dar la vuelta completa a la Girola. Puedo divisar, a unos veinte metros, la zona del transparente de la Catedral, ese óculo abierto en el ábside por donde entra la luz inundando toda la zona. La locura barroca contrasta con la pureza abstracta gótica. Lo puedo verificar cuando el vigilante me permite franquear la cinta que impide el paso a cualquier atrevido, y yo lo soy. Me quedo estupefacto, hace muchos, demasiados años, que no contemplo esa obra tan poco previsible. La luz sigue siendo maravillosa.
Todo se va apagando, la luz de un día azul intenso de primavera, que brillaba fuera, se va haciendo más opaca. El prusia deja paso al cobalto, el día da paso al atardecer y a la noche. La Catedral que no ha encendido las luces artificiales, empieza a ser envuelta en un manto satinado, los colores de las vidrieras se apagan completamente. Lo pétreo se antepone a la blandura luminosa del vidrio. La música, el sonido de Dios, aún resuena con fuerza y atraviesa mi corazón.  
        











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