jueves, 5 de abril de 2012

POR EL PARQUE


La noche aparece tranquila. A pesar de que está anunciada esa fiesta de tradición anglosajona, contra nuestro Juan Tenorio, las calles que me llevan al parque no se llenan de un ruido especial. Justo en la entrada, nada más traspasar la verja, un grupo de máscaras se ha reunido. Seguramente darán con sus huesos en alguna de esas salas horteras donde sólo el alcohol, poco sexo, será capaz de ahuyentar, durante algún tiempo, escaso, con toda seguridad, los propios fantasmas...

Avanzo, ya dentro de los dominios del enorme parque, y estoy solo. No hay patinadores, ni ciclistas; ningún deportista exhibe esta noche, con nubes bajas incrustadas en el azul descolorido del cielo, sus cualidades más importantes. Nadie, ninguno, se interpone en mi caminar. Después de superar la ligera cuesta del Florida Park, una vez que comienza un suave descenso, observo delante de mí el infinito paseo de coches que parece perderse allá a lo lejos. Las líneas de sombras que las farolas dibujan sobre el asfalto refuerzan la sensación de inquietud. Me muevo dentro de un paisaje nocturno que parece un cuadro. Un cierto escalofrío recorre mi cuerpo. No me resulta difícil, aunque llevo puesto una especie de impermeable, notar cómo los pelos de mis brazos y piernas se erizan. Una mezcla de rara emoción y miedo hacen subir la producción de adrenalina.

Engullido por la masa oscura de los pinos y otras especies arbóreas sigo avanzando. En ciertos momentos veo, como si fuese un destello, la sombra de una figura humana que se pierde entre el espesor de los árboles con suma rapidez.

La negrura de los pinos se impone a la luz opaca de las farolas. Durante fracciones de pocos segundos aparecen iluminados, allá a lo lejos, lo que intuyo deben ser el Palacio de Cristal y el de Velázquez. Pero no estoy seguro, sólo sé que todo el escenario está completamente vacío y quieto. Sólo el sordo rumor, que me llega desde el lado izquierdo, a la altura de la Casa de Fieras, procedente del ir y venir de los coches, al otro lado de la verja, impiden que todo parezca una pesadilla.

Enfilo la avenida donde, al fondo, emerge oscura la figura del ángel caído. Nadie se interpone entré él y yo. A la derecha, una espesura, negra y profunda, me tienta a perderme dentro de ella. Aunque sé muy bien que jamás sería capaz de hacer tal cosa. El miedo, como una sombra perenne, se impone siempre ante el atrevimiento de un fugaz pensamiento desestabilizador.

De pie, delante de ese ángel que siempre cae, derrotado y vencido, como todos nosotros, la noche me pertenece. Doy vueltas alrededor de esa figura inestable que se alza frente a un enorme árbol que amarillea oscuro a la luz de una farola. Luego, algo aturdido por el paseo, doy con mis huesos en uno de los veladores y reposo durante unos minutos que me parecen eternos. Un sinfín de pensamientos, o quizás no tantos, aletean dentro de mi cerebro. Sin embargo, para mi propia alegría, prevalece el instante del cuarteto de cuerda del último acto de "La Flauta Mágica" del más grande de todos los compositores, Wolfgang Amadeus. Y esa música, única y enormemente humana, disuelve el lado oscuro del corazón.

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