domingo, 1 de abril de 2012

ESTACIÓN DE LAS DELICIAS



Dejando atrás la espléndida cubierta de hierro y cristal de la estación del Mediodía, descendemos hacia el Paseo de las Delicias. Cuando la pendiente nos traga, fuera ya de la agitación de la glorieta del Emperador Carlos V, en el lado izquierdo, aparecen de improviso los restos de las puertas de hierro forjado rematadas, todavía, por los antiguos pebeteros  que antaño alumbraron, a la luz de gas, a los atrevidos viajeros que embarcaban en el Lusitania Express camino de la más decadente de las ciudades de Europa, Lisboa.
Traspasado el umbral, una suave bajada, en ligera curva, empedrada de adoquines, enmarcada, en alguno de sus tramos, por la antigua valla que une los viejos mojones de ladrillo decorados en su interior por la cerámica azulada de Talavera, nos lleva a darnos de bruces con un nefasto edificio que oculta lo que está a punto de aparecerse ante nuestros ojos.
¡Ahí está! El triángulo de hierro fundido y cristal apabulla por su extrema simplicidad. La obscuridad de sus vidrieras, que apenas transparentan una cierta luz iridiada procedente del declinar de la tarde, se impone. Nadie, absolutamente nadie, cuyo cerebro siga emitiendo transmisiones neuronales, puede permanecer indiferente ante la contemplación de esa fachada negra y elegante.
Apartada de la vista general que otrora contemplaban los viandantes que subían y bajaban por el Paseo de las Delicias, la ajada dama opaca se esconde tras la mediocre arquitectura que la salvaguarda de las peores intenciones. Como si la historia hubiera pasado de largo, sin pretender ni tan siquiera rozarla, permanece impasible y segura ante los flujos del peor mal gusto que sacudieron la ciudad, una vez derrotada y mancillada por los insolentes asesinos de la inteligencia. Pero aunque el tiempo pudiera explicarse diciendo que es una sucesión de cadáveres, el arte que emana de la profundidad de su estructura desbarata a cada mirada esa pobre explicación.
Como el cuadrado negro de Malévich, la contemplación de esta fachada inquieta el alma y el pensamiento. Como en la pintura del suprematista, la luz es tragada por el cero absoluto. Algo, que a ciencia cierta no comprendemos, nos impide traspasar el umbral de su estructura. No lo haremos.

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