domingo, 14 de octubre de 2012



CONTRA LA MELANCOLÍA




No obstante la hora que se establece, arbitrariamente, durante el verano, aún siga en vigor, hace ya un buen rato que la noche se ha apoderado de la ciudad.
Salgo de casa convencido de que esta noche lo voy a pasar bien. Me dirijo hacia el sur, más allá de los dominios de la Puerta de Toledo. No transito habitualmente por sus inmediaciones, pero es una zona que conozco bien. No hace tantos años que mis huesos reposaban en un pequeño apartamento de la zona.

Cuando salgo del metro, esa puerta se me impone. A pesar de su estructura pétrea, el aire que respira esa construcción no deja de aparentar cierta ligereza. Tengo que atravesar la glorieta y comenzar a descender por la Ronda de Segovia. Es el final de la primera semana de octubre, sin embargo las terrazas despliegan, aún, sus veladores a lo largo de las aceras. No es de extrañar, la temperatura está en torno a los veinticuatro grados y más que una noche otoñal parece una incipiente noche primaveral.

La iluminación es escasa, siempre lo es cuando las farolas utilizan esas bombillas de color naranja que dicen ahorrar energía. Así que me es difícil identificar el tipo de construcción que denotan los edificios que me voy encontrando. Es una calle larga que no parece tener fin. La bajada cada vez es más pronunciada, hasta que se interrumpe de manera abrupta en una glorieta. Giro a la izquierda y me topo con el nombre de la calle hacia donde mis pasos se dirigen: Paseo de los Melancólicos. Su nombre me hace evocar, de inmediato, esa palabra que define muchas cosas y esconde algunas otras: Romanticismo. Pero lo melancólico me lleva también a la teoría aristotélica sobre el problema XXX y la bilis negra, con el que el sabio griego plantea de modo insistente la relación entre la fisiología y los comportamientos. Pero no creo que en esta noche cálida la melancolía pueda atravesar mis tejidos. Aunque por unos instantes "Melancholia", el film de Lars Von Trier arribe a mi cerebro. Pero no será la música wagneriana la que penetrará mis oídos. Muy al contrario, sé que otra música, que a mí me sigue resultando muy moderna, el jazz, inundará mis pabellones auditivos.

Todavía peor iluminado que la Ronda por donde acabo de descender, el Paseo de los Melancólicos combina los inmuebles habitados con edificios de hormigón en forma de cubos. Me detengo delante de uno de ellos y toco el timbre que llevo anotado en un trozo de papel. Una voz femenina y cálida me pregunta si vengo a la inauguración del Vestiario, le respondo afirmativamente y automáticamente suena un click y se abre la puerta.

Arriba, en el tercero, una cara que no me es del todo extraña me da la bienvenida. No recuerdo su nombre ni el de sus otras compañeras. Son cuatro en total. Dos arquitectos, una antropóloga y una psicóloga. Las he conocido no hace mucho en uno de esos espacios únicos de Madrid: Vaciador 34. Aquella noche se presentaron, de alguna manera, en sociedad y nos hablaron de Vestiario, un espacio autogestionado al que querían sacarle punta. Ahora, en esta noche de octubre, por fin ha llegado la hora del estreno, de la inauguración, del bautismo de fuego para sus moradoras.

Enseguida me impacta el espacio diáfano. Una serie de ventanas corridas recorre las paredes. El suelo rojizo de sintasol contrasta con el color blanco de todo el recinto. Es de noche, por lo que no puedo disfrutar de las vistas que podrían llegarme de Madrid a través de las cristaleras. No importa, me siento bien. Enseguida he notado un cierto feeling muy agradable con todo el entorno. Apenas hay gente. Seguramente he llegado demasiado pronto. Aunque por las indicaciones de la invitación creo que no. Es lo que les digo a Andrea y a Ana, al presentarse a sí mismas y darme las gracias por haber venido. Alguna de ellas aún recuerda mi cara de la noche de Vaciador cuando dejé mi mail para poder estar al corriente de la apertura del local.

Me he sentado en un extremo del local, rozando la carpa que protege el recinto, el trozo de local donde ellas tienen sus aposentos privados. De improviso veo avanzar hacia mí a un joven mancebo que dibuja una sonrisa en sus labios. Se sienta a mi lado y me pregunta si hablo francés. Le digo que no, aunque si habla despacio puedo entenderlo. Le explico que aunque fue mi segundo idioma en el bachillerato, el italiano que aprendí muchos años después, por razones que no vienen al caso ahora, cortocircuita la posibilidad de que por mi boca salgan las palabras en francés. El muchacho, de Clermont- Ferrand se expresa con absoluta claridad en mi propia lengua, por lo que me tomo como una especie de provocación su pregunta sobre mis conocimientos de su lengua. Me dice que es pintor y que acaba de llegar con su amiga ¿Lua?, oigo pronunciar su nombre pero la música cuyo volumen acaba de subir me impide entender con precisión el nombre exacto de la chica, a Madrid para estudiar con una beca Erasmus en la facultad de Bellas Artes. Él es pintor y ella escultora. Le hago notar que sobre las paredes vacías del local acabo de ver un pequeño lienzo, no más de 20X20, que me gusta mucho. Es una naturaleza muerta y aparece pintada como suspendida en el espacio. Empieza a mondarse de la risa mientras me confirma que él es el autor. Lo felicito sinceramente y le digo que yo también soy pintor. Se interesa por conocer qué tipo de obra realizo y lo emplazo a ver la exposición de mi obra en una próxima inauguración. 
Se siente felicísimo de haber podido obtener la habitación que las chicas del Vestiario han sacado a alquiler por internet. Después de una dura selección, él y su amiga se han podido quedar con ella.

El tiempo pasa, y la gente llega muy a cuenta gotas. El grupo de jazz, cuyo nombre me es imposible recordar en estos momentos sacude los instrumentos improvisando algunos arreglos. De tanto en tanto mis ojos se cruzan con los de ¿Andrea?, y una sonrisa cómplice se dibuja en el rictus de nuestros labios.

En un cierto momento en el que entra un buen puñado de gente, creo reconocer en algunos rostros caras conocidas. Cuando están cerca de mí no me cabe ninguna duda. Son Paula y su hermana, dos chicas valientes que formaban parte del núcleo que en uno de los últimos días de diciembre pasado se atrevieron a atravesar las puertas de un espacio cerrado y abandonado en pleno Barrio de Salamanca, que en días sucesivos se bautizaría con el nombre de Salamanquesa. También reconozco a otros chicos que formaban parte de ese grupo iconoclasta que liberó para ese barrio conservador el espacio antes mencionado.

Con ellos logro entretenerme mientras el tiempo pasa con cierta languidez. Se ha superado, con creces, el horario del programa de actividades de la inauguración del Vestiario. Normal, las chicas autogestionarias andan muy excitadas tratando de llevar a buen puerto un risotto que calme el hambre que a esas horas hace ya estragos en todos nosotros.

El Vestiario empieza a estar bastante lleno de gente. Las idas y venidas de los músicos anuncian lo incipiente del concierto. Mientras eso sucede, mis ojos no consiguen apartar la mirada que se ha posado sobre una chica de rasgos exóticos muy particulares. Tiene una tez de color canela y un pelo negro muy rizado. Lleva un vestido muy corto y unas medias por encima de las rodillas, de lana a rayas, que resaltan la belleza de sus piernas. Sus ojos, sus labios, y su manera de gesticular la hacen poseedora de una sensualidad salvaje. Es muy joven, demasiado joven, me digo. Pero hace tanto tiempo que no contemplo una mujer tan  extremadamente bella que no puedo dejar de sentirme atraído hacia ella. Cuando por azar, ella y el grupo de sus amigas recalan cerca de mí, puedo levantar acta de que lo que he intuido desde lejos se confirma plenamente ahora.

La música está a punto de estallar. Veo pasar a una de las dueñas del Vestiario y le sugiero que haga una presentación del lugar antes de que empiecen los músicos. Así lo hace. Ahora, las notas irreverentes de la improvisación jazzística pueden empezar a apoderarse de nosotros.

El jazz destruye la melancolía. El pianista, incluso cuando está de espaldas, no yerra a la hora de pulsar las teclas del piano. El saxo y la trompeta irrumpen con indisimulada desvergüenza.
La música atruena la razón en marcha. La felicidad nos atraviesa por completo.
Los músicos no cejan en su insistencia por hacer que el goce se adueñe del tiempo esta noche. Sin embargo, una cierta pausa y un cierto intercambio son necesarios. En el jazz suele ser algo bastante convencional. Y ahí se produce una cierta sorpresa para mí. Uno de los chicos de la Salamanquesa salta a la palestra una vez que ha sacado de la funda su guitarra acústica. Sí, es cierto que le he visto entrar con una guitarra al hombro, pero no tenía la menor idea de que tocara jazz. Unos pocos ajustes y ya está. También la batería cambia. Ahora, el otro chico que conozco saca de unas fundas especiales los palillos y se pone al frente de ella. De nuevo empieza la fiesta. Me quedo impresionado del buen saber hacer de estos dos muchachos. La guitarra y la batería conducen al resto hacia melodías algo diferentes a las del inicio del concierto. Vaya noche llevo, me digo. La gente se mueve al ritmo del jazz y algunos cuerpos sinuosos, en su balanceo, invitan a olvidarse del mundo.

Antes de abandonar el local, más allá de la frontera en la que el metropolitano está abierto, hablo con las que ya considero mis amigas del Vestiario sobre sus intenciones. Quieren organizar seminarios, diálogos sobre el tiempo y sobre la vida. En definitiva, ofrecer este espacio único y bello donde el río se esconde y hacer que Madrid parezca una ciudad más internacional.

Cuando salgo a la calle y avanzo por el Paseo de los Melancólicos el estruendo del jazz lo invade todo. Un sonido bellísimo envuelve el ambiente apagado y enciende los edificios grisáceos. Por un momento pienso que esa música acompañará mi retorno, porque sigo avanzando y el sonido no se disuelve. Es una ilusión; al volver la esquina y empezar a subir la empinada cuesta de la Ronda de Segovia, todo se acaba.
Mientras mis piernas se agarran a la acera para superar el fortísimo desnivel, el eco del nombre del paseo no se me impone. La melancolía ya no existe. 

  


























No hay comentarios:

Publicar un comentario