miércoles, 3 de octubre de 2012

VOLVEREMOS A ENCONTRARNOS...







Aún está dentro de mi cabeza. Sí, desde que lo oí por primera vez, hace ya mucho, en un año que empezaría a cambiar nuestras vidas. Pero era primavera y el sol tardaría todavía unos cuantos meses en hacer su aparición. Esa melancolía que su vibración transmitía me atenazó el corazón en aquella mañana, bastante temprano, mientras el silbato sonaba repetidamente, durante unos segundos, antes de que las puertas se cerraran y el convoy se pusiera en marcha.

Acababa de recalar en la estación de Austerlitz. Por fin estaba en París. Había conseguido dejar Madrid y España por unos días. Unas cortas vacaciones laborales que me permitían escapar de la dictadura y de su pestilente tufo y respirar otros aires, rozarme con otras gentes.
Pero la emoción había comenzado ya la noche anterior mientras el tren atravesaba el País Vasco. Los caseríos, apenas iluminados bajo una luz que irradiaba una especie de neblina lechosa, se me aparecían como en esas fotos que había visto en alguna ocasión sobre la Guerra Civil Española. Era una sensación mezcla de extrañeza y de misterio, como si ese paisaje me llevara hacia esa época. Pero, dentro del vagón, sentía también que ya no estaba en España. La verdad es que quedaba muy poco para atravesar el confín y situarme en otra parte, en otro mundo, en Europa. La vieja estructura de hierro y de cristal, algo sucia y renegrida, de la estación de Hendaya, nos acogía antes de pasar la aduana y acomodarnos en el modernísimo tren Corail francés.

Entonces, en esa mañana primaveral, fuertemente impresionado por la estructura de la red metropolitana parisina, con sus trenes a la última dotados de un sistema que impedía descarrilar, ese sonido del silbato me había tocado el alma hasta emocionarme.

Vestido completamente de oscuro, chaqueta, pantalón y zapatos negros, me dirigía hacia el Barrio Latino, hacia uno de los cogollos de la capital republicana. Y algo de republicano también tenía yo exhibiendo un trocito de bandera tricolor que había logrado unir con tres cintas cosidas a la embocadura del bolsillo exterior de mi chaqueta.

Ya fuera, en la calle, de frente a la fuente de Saint-Michel y de espaldas al Sena y a Notre-Dame, me sentí dentro de la historia, de un mundo común donde las gentes vivían sin temor.
Sabía que estaba en el escenario de esa revolución mítica de mayo del '68, de 1968, cuyas fotos había visto tantas veces en alguna de las publicaciones que la dictadura permitía. No habían pasado muchos años desde que aquello se acabara, era 1975, señalando el camino para poder reventar el orden establecido. Pero lo mejor estaba aún por suceder.
Mientras comenzaba a subir el Boulevard Saint-Michel, en compañía de mis amigos con los que había realizado el viaje hasta París, en busca de algún hostal donde poder recalar, comencé a notar cómo ciertos transeúntes se fijaban en mi. Notaba cómo sus ojos se clavaban en los míos. Aunque podía intuir el por qué de semejante interés, no fue hasta que un chico joven, quizás no tanto como lo era yo, se paró y empezó a hablar conmigo cuando comprendí la verdadera razón. Era español y estaba exiliado en Francia. Se identificó como militante del FRAP y hablamos durante unos segundos de la situación en España y de la Segunda República. La bandera tricolor me había delatado.
Lo tuve claro, lo sabía, lo había hablado en Madrid con compañeros de mi trabajo del grupo de trabajadores, siglas clandestinas del todavía más clandestino sindicato de CC.OO. En París, en el Barrio Latino vivían un montón de españoles que estaban refugiados en Francia por motivos claramente políticos.

Mientras pasamos delante de la Plaza de la Sorbona, vienen a mi cabeza las imágenes de sus columnas con los affiches de Marx, Lenin, Trotsky, Mao...durante la revolución. También se yuxtaponen, en ese momento, a las imágenes de la Puerta de Alcalá de Madrid tapizada con las de Marx y Stalin en esa otra revolución, la de 1936, ya muy lejana en el tiempo, pero cuyo aplastamiento militar marcó nuestras biografías para siempre.

Recalamos, finalmente, en la Rue Cujas, en un hostal de dos estrellas, con toilette de uso común fuera de las habitaciones. En la calle, se encuentra la vieja sala de cine "Accattone", nombre que rememora la película de Pier Paolo Pasolini, que fue gestionada durante algún tiempo por Truffaut durante el período en el que fue la sede de la filmoteca de París...



Hace calor, mucho calor en este agosto de 2012 en París. Pero esta vez, hace ya más de dieciocho años que no vuelvo a una ciudad que conozco casi tan bien como la mía, Madrid, no recalo en Austerlitz, entrada obligada cuando se viene del sur, de España. Esta vez estoy en Francia, estamos en Francia, mi hija, mi mujer y yo mismo, y cuando cogemos el TGV para volar hasta la capital de la república francesa, la estación de destino es otra. Montparnasse, monstruo de cemento, aunque no sólo, donde recalan los trenes de alta velocidad, que ya no lo son tanto, si trato de compararlos con los que circulan por mi país.

Mientras tratamos de encontrar la salida en este laberinto de cemento armado, su horrible diseño se me impone de manera contundente. Cómo es posible, me digo, que en un país que fue la cuna del Art-Déco y de otros movimientos estéticos, haya podido poner en pie semejante adefesio.
El autobús se va tragando, en un continuo travelling, el Boulevard Montparnasse y una extraña sensación recorre mi cuerpo. Reconozco enseguida lugares míticos: El café Dôme o la Coupole, le Select o el café de la Rotonde. Están allí, inalterados, como si estuvieran conservados en formol. Y esa extraña sensación de la que hablaba tiene que ver con algo de eso. Aunque han pasado casi veinte años de mi última visita a la ciudad, la sensación de inmutabilidad y de permanencia me inquietan. Una cierta decadencia traspasa las ventanillas del autobús y se apodera de mi. 
A la mañana siguiente, cuando penetro en los dominios del metro, el reencuentro con ese sonido melancólico, que no ha perdido ni un ápice la duración de su vibración, me emociona. Sin embargo, a medida que uso los trenes, paso por un sinfín de estaciones y recorro los pasillos, la sensación que tuve el día anterior, pasando por el Boulevard Montparnasse, vuelve a mí. La modernidad que me atrapó aquella primavera lejana de 1975 se ha evaporado. Los convoyes siguen siendo los mismos de entonces, sólo que, lógicamente, están viejos y desvencijados. La suciedad impera en las estaciones y en los pasillos. Incluso el mal olor empieza a ser poco soportable. Ni que decir tiene que la ausencia de escaleras mecánicas que mitiguen la incomodidad y la dureza a un anciano, a un discapacitado o a unos padres con un carrito de bebé, es un hecho cierto que no puedo sino verificar una y otra vez. 
A mí, esa infinitud de galerías, de subidas y bajadas laberínticas sigue pareciéndome divertido, pero no dejo de reconocer que no tienen el más mínimo sentido en pleno siglo XXI. Ha llovido ya mucho para que una cierta racionalidad y funcionalidad no se hayan impuesto todavía en el país de la Revolución de 1789. 

Aún no llevo ni un día completo en la ciudad de la luz y  esa sensación de decadencia y de parálisis ha desaparecido por completo. Sólo he tenido que volver a recorrer sus plazas gigantescas y sus enormes avenidas. Sólo he tenido que transitar por las orillas del Sena y vislumbrar sus palacios. Sólo he tenido que dejar que mi cuerpo fuera atravesado y engullido por Saint- Germain-des-prés, o por la Rue Jacob. Sólo he tenido que caminar por el Odeón, por el Hotel de Ville o la explanada del Trocadero o situarme debajo de esa alucinación hecha realidad por Eiffel. Sólo he necesitado hacer esas pocas cosas para darme cuenta de la exageración que es París, de lo inconmensurable que es esa ciudad. 
Las monarquías siempre han sido absolutas y ese concepto ha comportado siempre una estructura entera, total, completa. Pero sólo contemplando el antiguo Palacio Real del Louvre uno puede comprender ese concepto menos visible en otras viejas construcciones reales.

Durante los días que tengo la suerte de habitar en esa ciudad, ese pensamiento controvertido entre la lentitud transformadora de los servicios públicos y otras infraestructuras ciudadanas y la audacia mostrada por ese pueblo en el pasado, no deja de sacudir mis neuronas. También caigo en la cuenta de lo fácil que es perecer al influjo de la impresión en el sentido más profundo del término.

Y puedo extraer, con facilidad, una cierta lección de toda esa extraña sensación. Que en política, sobre todo, tiene unos costes enormes. La impresión es una nefasta consejera. Frente a ella, cuando se quiere poner en pie una idea política, revolucionaria o no, hay que oponer el análisis, la contemplación, la deliberación y un sentido común ajeno al derecho, a la ciencia y a la técnica. La acción de sujetos plenos, no enajenados por ningún factor interno o externo que se despojan de su yo individual para disolverse en el sujeto colectivo.

Sin embargo, cuando tomo el último metro, antes de abandonar la ciudad, de regreso a la infinitud del mar azul, ese sonido, mezcla de melancolía, nostalgia y aceptación de la limitada potencia humana, recompone mi subjetividad despojada ya de cualquier atisbo de trascendencia. 






   






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