miércoles, 21 de marzo de 2012


VACIADOR 34




Las luces de la ciudad se mezclan con el apagarse de la tarde que estalla, abriendo cientos de fisuras de colores, en el cielo azul de todos los días.El tono amarillento de las tiendas y locales contrasta con los blancos y grises de la arquitectura que recorta los edificios que encuadran toda la ciudad.El metro serpentea con cierta languidez que en nada asemeja a la pesadez de los vagones. A esa hora de la tarde, sábado, una cierta mezcla de anónimos y anodinos pasajeros inundan los trenes. Todavía no ha llegado la hora en que todo se transforme en un cabaret de cuerpos atrevidos y posturas extremas. Eso sucederá más tarde.

Desciendo en Oporto, nombre que hace pensar durante unos pocos segundos en la ciudad portuguesa de innumerables puentes. Pero no, estamos en la parte alta de Madrid, más allá de todo. Hemos dejado atrás los barrios elegantes, las calles céntricas y la historia de la capital; y hemos atravesado el río. Ahora, volviendo la vista hacia atrás, observo que, allá abajo, a lo lejos, se levantan columnas de humo que atraviesan los últimos fulgores del azul cobalto del firmamento.No sé muy bien adónde me encamino. Hace tiempo que no transito esta parte de la ciudad que en otros tiempos me era tan cercana por razones que sería muy aburrido explicar ahora.Llevo anotado el nombre de una calle que me resulta desconocida por completo. Y un nombre que no he necesitado apuntar en ninguna libreta: VACIADOR 34. Esa composición alfanumérica recorre y juguetea entre mis neuronas desde hace ya algunas semanas. Aunque todo empezara aquella noche, en la plaza de Jacinto Benavente, cuando aparezco y me encuentro con una asamblea espontánea que discute, que discutimos, sobre la hermosa posibilidad de entrar en el abandonado Teatro Albéniz. Gentes entrelazadas, unas con otras, donde la cronología no tiene el más mínimo interés. Hombres y mujeres que muy rápidamente, en un flash de pocos segundos, se han olvidado de viejas categorías y hablan con osadía, y sin el más mínimo respeto por la autoridad, de lo común, comunal o comunitario.
Quizás esa noche, es una noche especial. Tal vez el componente artístico que podría explicar la composición de la mayoría de los sujetos que vociferan apasionadamente hace que sea así. Antes de abandonar, vencido por el frío otoñal que penetra hasta mis huesos, me dirijo a la jovencísima moderadora de la asamblea cuya sonrisa no ha dejado de seducirme cada vez que he pedido la palabra y ella me ha autorizado a tomarla. Le dejo mi número de teléfono porque estoy interesado, están a punto de formarse las comisiones de trabajo que gestionarán todo lo que hemos estado discutiendo durante algunas horas, en formar parte de alguna de ellas. Rocío, dice que se llama; me gusta ese nombre.
Mientras regreso, emocionado como siempre que me encuentro con situaciones que rompen la aburrida certidumbre de una sociedad que ni siquiera, como otrora, podría calificarse de burguesa, sino más bien de depredadora de sueños y destructora de vida en todos sus sentidos, repaso en mi cabeza el momento justo en el que le he ido diciendo, a Rocío, uno a uno los números de mi teléfono. Y lo hago con la desazón de saber que no sería la primera vez que, embriagado por la pasión del instante, cometiera un error a la hora de declamar los dichosos numeritos.
Emoción, pasión, palabras que podrían explicar mi actitud frente a la vida en los últimos meses. Aunque una buena amiga diga de mí que me emociono con demasiada facilidad y con poca cosa. Pero esa sería otra historia, y no procede que sea contada ahora.

Algunos días después de esa noche asamblearia, recibo un sms de la joven moderadora, en mi teléfono, en el que se me convoca a una reunión de la comisión de comunicación en una de las habitaciones del viejo Hotel Madrid, ocupado desde hace pocos días y que comunica interiormente con el Teatro Albéniz. Deduzco que será esa la comisión a la que ella, libremente, me habrá apuntado. Cuando penetro en el hotel los pasillos, forrados de moqueta, hacen que por unos instantes mi mente vague hacia otro hotel, el Overlook. Pero aunque el Hotel Madrid lleve cerrado ya varios años, ningún fantasma, a tenor de lo que cuentan sus nuevos inquilinos, se materializa por las noches. Aunque la reunión de comunicación, con mayoría femenina, resulta interesante, sobre todo por la presencia de una especie de poetisa naif de una indeterminada sensualidad que parece siempre allende la realidad, lo más divertido está aún por llegar.
La amenaza de lluvia y el incipiente fresco del otoño nos han hecho abandonar la Plaza de Jacinto Benavente por las acogedoras habitaciones del hotel. En apenas unos pocos minutos la habitación 408, con moqueta de un cierto color rojo apagado por el paso de los años, empieza a llenarse de gente. En medio del grupo que rodea la estancia, sentados o tirados por el suelo de manera harto informal, me parece reconocer unos ojos profundos que insinúan una cierta sonrisa que me lleva a la otra noche. Lleva el mismo sombrero con el que poder ocultar su oscura cabellera. Cuando ella habla y yo hablo, me dirijo y hago alusión a lo que Rocío ha dicho o acaba de decir. Una y otra vez sucede la misma cosa; pero en ningún caso deja de darse por aludida. Una vez que la reunión ha terminado y nos dirigimos, escaleras abajo, hacia el exterior, mi sorpresa es mayúscula. Delante de la entrada, llena de dazibaos y de reclamos dibujados sobre el papel, me dirijo a Rocío y ella, estallando en una enorme carcajada, me responde: “No soy Rocío, soy Candela…” A lo que yo respondo diciendo: “Pero si me he tirado toda la asamblea llamándote Rocío y nunca me has corregido, ¿cómo es posible?” Más y más risas. “¿Pero eres tú, no?, llevas el mismo sombrero de la otra noche y tus ojos son esos ojos que me miraban desde tu posición de moderadora…” Se quita el sombrero y aparece una larga melena que para nada recuerda el pelo corto que asomaba debajo del ala trasera del sombrero la noche de Jacinto Benavente. Después me explica que no quiso desdecirme, cada vez que me dirigía a ella llamándola Rocío, porque sabía perfectamente el por qué de mi confusión. En realidad, todo era más simple de lo que uno pueda haber imaginado. Rocío y Candela, o Candela y Rocío, son dos hermanas gemelas como dos gotas de agua y caer en la trampa es la cosa más sencilla del mundo.
Cuando vuelvo a casa, escribo un mensaje al supuesto teléfono de Rocío, sin saber, ahora, si es el suyo o no, pidiéndole su mail porque quería contarle el equívoco divertido que me había sucedido. Una vez que tengo en mi poder la dirección virtual deseada, me explayo en la historia y nos reímos juntos, aunque siempre informáticamente.

Pasados algunos días, me encuentro un correo en la bandeja de entrada de mi mail invitándome a un evento jazzístico. El nombre del local no deja de llamarme la atención: VACIADOR 34. Enseguida decido que acudiré a esa cita tan sugestiva, como mínimo por el nombre del lugar.


Estoy ya en la calle, que bordea un minúsculo parquecito, y debo avanzar hasta el número 34 con el que parece estar relacionado el enigmático nombre. La oscuridad ha ganado la batalla a la luz. Las farolas emiten una luz anaranjada que se impone a la noche como en el “Imperio de las luces” de Magritte. Una cierta inquietud mezclada con un escalofrío sacude mi fisicidad mientras sigo caminando. Enseguida me detengo frente a un portal de arquitectura industrial, de hierro y cristal, y alzo la vista. Allí está, un rótulo rectangular encuadra el frontispicio: VACIADOR 34. “Por fin he llegado”, me digo suspirando profundamente.
El hueco de la escalera es claro y geométrico. Comienzo a ascender los empinados peldaños dejando atrás alguna puerta con letreros que parecen hacer referencia a algún tipo de secta religiosa. En el penúltimo piso, frente a un portón de metal, pintado de gris como toda la barandilla de la escalera, hundo mi dedo índice hasta sentir el chirriar de un timbre que suena a cascado. Se abre la puerta y aparece Candela-Rocío, porque además, ese es el binomio virtual tras el cual se esconde el espacio con el que estoy a punto de darme de bruces.
¿Quién soy?, me interpela la joven. Y yo, con cierta ingenuidad le respondo: “Rocío”. Risas y más risas. “No, no, te has vuelto a confundir”. “Pero…no dijimos que el pelo corto…” De nuevo risas. “Soy Candela, es que me acabo de cortar el pelo, bueno yo diría más bien rasurar la melena”. Y según la observo pienso que lleva toda la razón, porque con la melena que vi la otra noche delante del Hotel, es acertado lo de rasurar.
Mientras voy adentrándome en el local, no dejo de pensar en el corte que me he llevado otra vez. Estoy seguro que volvería a confundirme, por lo menos otras cincuenta veces.
Ya dentro, me encuentro con caras conocidas. Por supuesto Rocío, aunque hay más de una con ese mismo nombre, que me abraza con enorme cariño igual que a la entrada acaba de hacer su hermana gemela. Veo también a Salva, con su pelo alborotado y barba característica. A Lara, de delicada y suave sonrisa, que se mueve como si flotase sobre el pavimento. A Luis, que suele comandar las asambleas en el hotel. Al gran Juma, con sus gafas de intelectual, que sigo teniendo por un arquitecto u artista de cualquier índole y que descubriré un día, aunque no esta noche, esta primera noche, que es, nada más y nada menos, que un avezado psicólogo. A Raquel, una especie de anarquista de cabaret, ataviada siempre con faldas y medias de rayas y de colores, y unos ojos negros y profundos que sugieren la más fuerte sensualidad. Y alguien más que seguro que se me escapa en este primer avistamiento que estoy realizando. Pero todos, y cada uno de ellos, mis amigos dadaístas, como  a mí me gusta llamarlos.

El espacio, que ellos mismos gestionan, autogestionado como proclama su propia propaganda, y con precio libre a la hora de consumir la bebida y lo que cocinan con afán de gourmet, es impresionante. Antiguo local dedicado a tareas industriales, este grupo iconoclasta y radical, de chicos y chicas, ha modelado con sus manos y con su espíritu un espacio que han transformado en un paraíso vanguardista. Porque, sin apenas esfuerzo de abstracción, se diría que uno está en cualquier metrópoli europea, pero no en la capital de eso que, a través de los años, se ha llamado España.
Ambiente diáfano, paredes blancas y suelo de tarima, uno puede dormir en él el sueño de la razón sin temor a  que se produzcan monstruos. Sala de trabajo, estancias privadas para los miembros de la comunidad dadaísta que dejan transcurrir la vida sin ponerle zancadillas. Y la sala insonorizada para hacer música. Piano, batería, saxo y guitarra eléctrica que unas y otros acarician hasta arrancarles el orgasmo necesario.
Son artistas autodidactas que avanzan sin miedo y sin esperanza. Me emociona visionar la filmación sobre VACIADOR 34 que ellos mismos han producido. En él, una actriz argentina, miembro de la troupe, embutida en una malla azul que acentúa y remarca su sexualidad, se mueve como una serpiente a través del hueco de la escalera y entra como un rayo en el espacio gritando: VACIADOR, VACIADOR, VACIADOR…
Pero esta noche, en medio del humo que exhalan los cigarrillos de todo tipo que succionan con evidente voracidad, la música se impone por momentos. Un cuarteto de Jazz improvisa y crea sonidos que hacen desvanecer los fantasmas dolorosos de la existencia.
En un cierto momento, todo se detiene, como de repente, ante un semáforo en rojo. Al otro lado de la puerta, una legión de policías intenta transgredir y violar la puerta de entrada a VACIADOR 34. Es una apuesta decisiva; si el orden penetrase el espacio dadaísta todo se podría ir al carajo. No llega al año que la libertad ha inundado este espacio madrileño.

Al final todo acaba bien, y la pasma, con sus celulares, vuelve sobre sus pasos. Tal vez una noche, aburrida e inocua, los ha hecho salir de las alcantarillas.
La música vuelve a ensordecernos y el humo, que va a acabar conmigo, se puede cortar con una navaja de afeitar.
Más tarde, cuando los ecos del Jazz en vivo se han apagado y alguno se ocupa de pinchar músicas de todo tipo, los corrillos de una y mil conversaciones inundan los diversos rincones de VACIADOR. En ese trasiego de voces y palabras aparece mi amiga, esa que suele decir que me emociono demasiado y con poca cosa. Pero ha llegado tarde, muy tarde, demasiado tarde. Y aunque trato de explicarle el descubrimiento que he hecho, no parece estar del todo de acuerdo conmigo. ¿Seré yo también, sin saberlo, un dadaísta?

Ya de madrugada abandono VACIADOR 34, con la seguridad de haber estado en un lugar que, aún a sabiendas de estar en Madrid, me sabe a mucho más. Me viene, entonces, a la cabeza, la fuerte impresión que me produjo la primera vez que penetré en la pequeña y fascinante coctelería “Le Cock”. Sí, estaba en Madrid, pero dentro de sus muros, podía uno imaginarse que estaba en New York, en Londres, en París, en Bruselas, en Praga o en Budapest. Era la certeza de saber que en mi País, en mi ciudad, en otra época, en otros tiempos, con otras gentes, la vida fue diferente.
Ahora, la calle desierta, se impone de manera más absorbente sobre mis pensamientos. La luz anaranjada y opaca de las farolas penetra a través de mis pupilas registrando un cuadro dentro de un cuadro.
Dentro del taxi que me conduce, a gran velocidad, hacia mi domicilio de residencia, en otra parte de la ciudad, los edificios son tragados como en un travelling. Medio somnoliento, o, quizás, más despierto y lúcido que nunca, un grito ahogado dentro de mi boca se abre paso, aunque sólo yo pueda oírlo. Siempre nos quedará VACIADOR 34.

Jesús Marchante                                                                                  

     

   

  






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