miércoles, 25 de septiembre de 2013

ENTRE LA NOSTALGIA Y UNA PROMESA DE ETERNIDAD


Leyendo estos días las noticias sobre la sonda Voyager 1, un tipo de nave espacial no tripulada que fue lanzada al espacio allá por el mes de septiembre de 1977, una especie de nostalgia y temblor me atenaza por momentos. Nostalgia ineludible porque me hace regresar, a través de la memoria, a una época en la que yo era joven, muy joven, apenas veintitrés años. Recuerdo perfectamente haber leído la noticia de este lanzamiento en un periódico que, por aquel entonces, llevarlo debajo del brazo podía suponer algún que otro problemilla. Estábamos al inicio de una democracia que había realizado sus primeras elecciones apenas tres meses atrás y los fascistas pululaban como moscas por las calles de Madrid...y del resto de España, claro. Nada, ni nadie, se podía sentir del todo seguro. No era una democracia europea homologable, en absoluto. Era el precio que íbamos a pagar todos, contrarios o a favor, de una transición, así la llamaban, así la siguen llamando, que suponía una continuidad con la dictadura fenecida, no por una revolución popular, sino por la muerte natural del dictador. No hubo ruptura, tan sólo pequeños grupos izquierdistas de ilusionados jóvenes que habían luchado contra la dictadura, como la Liga Comunista Revolucionaria (LCR) o el Movimiento Comunista (MC) preconizaban dicha ruptura y el castigo de los asesinos, torturadores e implicados en la represión llevada a cabo durante casi cuatro décadas. El resto de los partidos, comunistas del PCE incluidos, pactaron con los restos del naufragio franquista la continuidad, encarnada en la monarquía y en la figura del rey Juan Carlos I, apadrinado por Francisco Franco. Y con ese pacto cerraron la puerta a cualquier posibilidad de recuperación de la soberanía popular, usurpada al final de la guerra civil, y negociaron una ley electoral que impediría para los restos que la experiencia republicana pudiera volver a repetirse. Eso hicieron, y así nos luce el pelo. El origen de muchos de nuestros males provienen, se quiera o no decir, de esa no ruptura con la dictadura. 


Recuerdo también, con absoluta nitidez, que comentando lo del lanzamiento de la Voyager 1 con algunos amigos, aunque no sé muy bien si a ellos eso les interesaba tanto como a mí, debo confesar que la ciencia ficción siempre me ha fascinado, decía yo con ingenuidad juvenil, pero con unas enormes ansias de soltar lastre y dejar atrás un país tonto y aburrido, en el fondo, a pesar de los sobresaltos continuos que nos asaltaban cada día, que me hubiera gustado tripular esa nave espacial, cuya misión era llegar, por lo menos, hasta Jupiter. En realidad era como decir, me voy para no volver. Seguramente, detrás de esas ganas de lanzarme al espacio dejando atrás no sólo mi viejo país, sino todo el planeta, se escondían las esperanzas truncadas en un verdadero cambio político, social y cultural, no sólo en la península sino a nivel europeo, como mínimo.


Sin embargo, ahora, en este 2013, en pleno siglo XXI, cuando la Voyager 1 llama nuestra atención, al menos la mía, no deja de producirme una leve sonrisa lo que leo en los periódicos de papel y en esa abstracción llamada Internet, aunque puedo imaginar que la nave espacial ya llevaba consigo esa tecnología incipiente. La sonrisa me la produce eso que los científicos han denominado entrar en el espacio interestelar, que es como decir en la nada, en el infinito. No obstante, que la Voyager haya traspasado los confines de nuestro sistema solar, dejando atrás lo que, de alguna manera, conocemos mejor o con cierta certeza, supera los supuestos más fantasiosos. El vehículo terrestre, como la nave impoluta de 2001, Una odisea del espacio, la película de Stanley Kubrick, que transporta a un fascinado Bowman más allá de las estrellas, materializa la intuición y la anticipación del gran director americano. No lleva a nadie en su interior, es cierto, pero quién sabe si no llegará a posarse, en algún momento de su viaje hasta el fin, en una habitación o espacio real y concreto que al mandar las imágenes a la Tierra pudiera hacerlas comprensibles para nuestras mentes racionales. En la fantástica película de Kubrick, ciertamente hay una promesa de eternidad o, si se quiere, de inmortalidad. Pero la Voyager 1 es real y avanza, ahora, en nuestros días, hacia esa abstracción que los investigadores definen como espacio interestelar. Y yo creo, como mínimo, que esa promesa de eternidad es ya una realidad, después de treinta y seis larguísimos años de navegar por el espacio. Una lástima que nadie se haya atrevido a ir dentro de ella. 










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