martes, 24 de septiembre de 2013

LAS LIBÉLULAS DEL FIN DEL MUNDO



Siempre he sentido predilección por estos insectos que parecen salidos de la imaginación de un mago. De pequeño, junto a mis amigos, en las tardes de verano, salíamos al campo a buscarlas. No siempre las encontrábamos, pero el día que teníamos la fortuna de verlas empezaba la fiesta. Con sigilo y mucho tino, no antes de que pasara un buen rato de perseguirlas, lográbamos asir por las alas a alguna incauta que, desconociendo nuestro afán de disturbar su libre albedrío, se posaba majestuosamente sobre la brizna de cualquier planta.
Una vez presa, con la ayuda de uno de los otros, cogía un hilo fino y con sumo cuidado, sin apenas apretarlo, hacía un lacito que se ajustaba a su largo abdomen. Llegado ese momento podía soltarla para que la infeliz libélula, ignorante de su nueva situación, emprendiera otra vez su vuelo. Mi felicidad era inmensa, aunque no sé si ella volvía a sentirse libre del todo después de semejante operación. El caso es que ella volaba, mientras yo sostenía con mi mano el hilo, como si de una correa se tratara, e iba donde su vuelo me guiaba. El juego duraba algunos minutos, a veces demasiados, pero casi siempre solía tener un final feliz, es decir que, una vez agotado el deseo de jugar con ellas, o bien se cortaba el hilo dejando, eso sí, el lazo en su abdomen, o simplemente se las soltaba y se perdían, haciéndose casi invisibles, frente al azul intenso del cielo. No obstante, en alguna ocasión, la operación no daba buen resultado y la libélula sufría la amputación de una parte de su abdomen, lo que no le impedía escapar volando. Cuando eso acaecía, una cierta tristeza me invadía por dentro...


Aunque ya es septiembre, el cielo es tan azul como en los días centrales del verano. Estoy a punto de llegar al Cabo de San Vicente, esa última atalaya de tierra al sur de Europa. Ese punto que señala la barbilla, casi faraónica, de esa especie de cara que siempre me ha parecido la península ibérica. Sé perfectamente, al dejar Lagos atrás, y Sagres, que desde allí partieron los navegadores y conquistadores portugueses o españoles, que tanto da, hacia lo desconocido, hacia la nada, aunque luego esa nada se materializara en el nuevo continente. Subido en lo alto de ese promontorio, puedo imaginar la sensación de miedo y de inminente nostalgia que invadiría a esos hombres que se adentraban en la profundidad del océano en sus frágiles barcos, al ir perdiéndose en el horizonte ese pedazo de tierra, ese último confín, el fin del mundo que ellos conocían...


Pero suspendido en ese abismo delante del cual sólo está la inmensidad del mar, acariciado por un aire purísimo y distinto a cualquier otro, mis ojos perciben algo. En seguida caigo en la cuenta que en esa extrema fragilidad en que mi anatomía se sitúa frente a ese vacío, hay algo o alguien que desafía esa enormidad. Las descubro rápidamente, están ahí, delante de mí, revoloteando libres. Decenas y decenas de libélulas, sólo ellas, vuelan a sus anchas delante del precipicio. Son verdes, azules, amarillas, e incluso rojas. Suponen un punto de alegría y felicidad frente a la tentación que el abismo y el vacío comportan. Anclado en ese último trocito de roca, de tierra firme, la sensación de libertad y de dejarse ir son enormes. Por mi cabeza naufragan fugaces pensamientos en los que soy un ángel saltando hacia el infinito, como si ese salto no fuese a terminar jamás y la vida y la muerte se confundieran en un destello de extrema lucidez. Sin embargo, no me dejo acariciar demasiado por esa fracción de pensamiento que llega a ser también una sensación. Además, están ellas, elegantes, con sus alas transparentes y esa especie de timón alargado en forma de abdomen que las hace tan bellas y únicas. Son mis libélulas, aunque si hoy quisiera, como cuando era niño, jugar con ellas, sería absolutamente imposible. Están suspendidas en este limbo  que es el Cabo de San Vicente. Sólo ellas pueden escapar del fin del mundo.



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