viernes, 28 de marzo de 2014

SOUS LES PAVÉS, LA PLAGE



Las masas ahuyentan el aburrimiento y el miedo. Una marea de personas, procedentes de toda la península ibérica, inundan Madrid. Y esa riada, colorista, fuerte y segura atraviesa todas las dudas que se alojan en nuestros cerebros. Son las marchas de la dignidad. Vieja palabra socrática que ahora emerge con determinación. 
Bajo eslóganes ya muy usados, pero que indican bien a las claras de qué va el envite: Pan, Trabajo y Casa, la ciudadanía expresa nuevamente su rabia y su indignación. Todo discurre bajo un aire de alegría y de solidaridad, acompañados de un sol, de nuevo invernal, que recorta con dura geometría los edificios. Pero antes de que el acto acabe, cuando en el escenario todavía se producen intervenciones y actuaciones, la mano negra del Estado emerge de entre las sombras. La policía trata de impedir que un grupo de gente pueda manifestar su protesta frente a la sede del partido fascista, llamado popular, en las cercanías del final de la manifestación. Empiezan a reprimir, como siempre hacen, con dureza. Sin embargo, en esta ocasión, algo sucede. Sucede que la gente, los jóvenes, sobre todo, en lugar de retroceder y sufrir los palos de la poli, les hacen frente y se defienden. Y se defienden con la fuerza, como es lógico, igual que la otra parte, aunque siempre se manifieste que ellos, la policía, es la única que tiene el derecho legítimo a usar la fuerza. 

Un día después, hay nueva concentración para pedir la libertad de las personas detenidas tras esos enfrentamientos. Durante las últimas horas, los media, que nunca se ponen de lado de la sociedad civil cuando está en juego eso que de manera altisonante denominan Razón de Estado, no cesan de acusar a grupos de manifestantes de violentos y los categorizan, con esa palabra tan de moda, de antisistema. Claro, faltaría más, cómo la gente más sensata puede dejar de ser antisistema, o mejor, anticapitalista, de un modo de producción que se cimenta sobre la desposesión, en todos los ámbitos, ejercida contra la inmensa mayoría de la población.

Tras la concentración, la gente empieza a moverse. Una pequeña columna avanza por la calle del Carmen hacia Callao y Gran Vía. Se suceden los gritos a favor de los detenidos y contra la barbarie represiva. En un cierto momento, como siempre, numerosas furgonetas azules hacen acto de presencia y decenas de policías comienzan a desplegarse en posición de combate. Pero como el día anterior, los jóvenes - esta vez la mayoría de los manifestantes son jóvenes - no retroceden fácilmente y se defienden. La policía, observo, no sabe bien lo que hacer, o cómo actuar. Acostumbrados a imponer su brutalidad, sin que halla la más mínima respuesta y la gente corra despavorida, de nuevo vuelve a suceder. El desconcierto reina entre esos grupos de cinco o seis agentes guiados por un jefe que se mueven en círculo, hacia adelante o hacia atrás, pero encontrándose, siempre, con los manifestantes de frente, sin miedo. La impotencia policial se manifiesta cuando otros agentes descienden a toda prisa de sus furgonetas acosando a transeúntes que están parados o pasan por allí en ese momento.


Es lunes, un día bastante gris y frío, muy frío. Voy camino del Ateneo y, cuando desciendo del metro en Sevilla, la sorpresa me asalta de improviso. No puedo hacer el recorrido habitual por la calle Cedaceros hasta la Carrera de San Jerónimo para llegar hasta la venerable institución. Está cortada, aunque enseguida visualizo lo que está pasando. Una cola de gente, de gentes, ancianos, medianos, e incluso jóvenes, se retuerce, como una serpiente, por las calles adyacentes al Congreso de los Diputados. Sé que el catafalco del ex presidente Suárez se encuentra en el Congreso y que se han abierto las puertas para que la gente se pueda acercar. Sí, lo sé, pero lo que no esperaba es la ingente avalancha humana.

Por la tarde, se suceden otras manifestaciones, ya previstas, que dan continuidad a las marchas del 22. No hay demasiada gente, pero se protesta y se visualiza el movimiento. Sabemos que en Sol hay un intento de acampada, y los compañeros, una vez que finaliza el acto, decidimos ir a apoyar la asamblea que, esa noche, discurre bajo un viento gélido. Allí se han concentrado en torno a las 300 personas que, rodeadas por un enorme dispositivo policial, que cierra la mayoría, menos uno, los accesos a la Puerta del Sol, tratan de discutir qué hacer...

Regreso, de vuelta, y decido pasarme por las cercanías del Congreso de los Diputados. Mi estupor es inmenso. Con un frío que pela, como antes decía, una masa de gentes, a las que en algún momento les espeto: "Pero qué hacéis aquí", espera con terca paciencia, más de tres horas supone la espera, poder acceder, durante unos segundos a la sala de los Pasos Perdidos, donde está el féretro del ahora, ya sí, héroe de la democracia española.
No puedo dejar de pensar en otras colas similares de hace ya bastantes años, cuando la muerte del dictador tuvo lugar, y riadas de gentes, parecidas a las de ahora, recorrían las inmediaciones, entonces, del Palacio Real, donde había sido alojado el cadáver del general.
Entonces, me digo, después de décadas de dictadura, los siervos sumisos acudían a dar su adiós al padrecito militar. ¿Pero, y ahora, qué es lo que sucede ahora? No es demasiado difícil darse una respuesta.
La situación de guerra no declarada, o, tal vez, sí declarada, que vivimos desde hace ya bastante tiempo, hace que el Poder, el Estado, se haya encontrado con una carta inesperada en el juego. Frente a la crisis de la representación política, la corrupción generalizada, y el ataque, sin precedentes, a toda la ciudadanía, rescatar dos hechos es vital para ellos. El primero, la transición. Ensalzar y alabar esa ley de punto final que supuso, eso que los medios y los políticos del régimen llaman transición española, y con ello apuntalar la pervivencia de la impunidad de los crímenes de la dictadura que aún se mantiene. El segundo, ensalzar y alabar la figura de alguien que fue elevado a la categoría de Presidente del Gobierno, para tejer los primeros pasos de la continuidad del régimen franquista. Después, devorado por las fauces del aparato dictatorial, encarnado en los militares y en el Jefe de ellos, es decir, el monarca, fue expulsado a las tinieblas tras exigirle la dimisión en una escena que nadie, aún, se ha atrevido a contar.
Pero ahora, en este marzo ventoso, su figura va a cumplir el último servicio a la patria, a esa patria que sienten tan amenazada los defensores del movimiento nacional, tras la fisura que Catalunya está empezando a abrir. No hubo ruptura y por ello, ahora, tenemos una dictadura camuflada bajo una apariencia formal democrática de bajo nivel.


Pero la realidad se impone, y la represión también. La policía irrumpe en instalaciones universitarias donde los estudiantes se habían encerrado en apoyo de las marchas de la dignidad, cargando contra ellos y produciendo un número indeterminado de detenciones. Pero, de nuevo, otra vez, la gente no retrocede.

En medio de todos estos acontecimientos el martes, por la noche, un pequeño grupo de personas convocados por la plataforma en defensa de los cines y por la plataforma en defensa de la cultura, resisten el envite del frío polar y abrazan el Palacio de la Música, proyectado por el arquitecto Secundino Zuazo en 1910. Ahora, después de que cerrara como espacio cinematográfico, se acometieron obras de acondicionamiento, con unos gastos importantes, a cargo de los presupuestos que todos pagamos. 
Pero no, la necia y fascista alcaldesa de Madrid, que nadie ha votado, Ana Botella, se empeña en venderlo a la multinacional Mango. Sí, mangarnos, otra vez, un espacio público que es de todos los ciudadanos madrileños y procurarse, con toda seguridad, unos beneficios que engrosarán su cuenta corriente. Pero resistimos, nos oponemos, y no renunciamos a nuestros derechos y libertades. 

No puedo dejar de pensar, y de que a mi cabeza lleguen, en algunos eslóganes, que allá por el final de los años sesenta del pasado siglo, en eso que se llamó el Mayo francés, las gentes que luchaban escribieron sobre los muros de las calles parisinas. Sous les pavés, la plage. Sí, bajo el asfalto está la playa. Estoy seguro. Es lo que llevamos buscando desde nuestro mayo, el de 2011. Y, aunque muchos podrían pensar que estamos lejos, o que en nada se parece todo esto a aquella época de los años sesenta y setenta, tal vez nos encontremos muy pronto con un agujero por donde colarnos, como Alicia, y descubrir, finalmente, que la playa estaba debajo de los adoquines.


   

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