jueves, 6 de marzo de 2014

LAS RUBIAS TAMBIÉN EXISTEN: FRÄULEIN S.


Siempre he tenido claro que la mayor liberación humana es la que se consigue una vez que se rompe la relación salarial. "Arbeit Macht Frei", El trabajo os hará libres, el cínico y despiadado lema usado por los nazis durante el Tercer Reich, indicaba de modo banal hasta qué punto esa supuesta libertad era la de sustraer a los seres humanos la única libertad, es decir, la de no estar sujeto a ninguna relación salarial, a ningún trabajo remunerado.
Pero no es de ésto de lo que quiero escribir ahora, aunque mi rechazo del trabajo asalariado emerja, con fuerza, de tanto en tanto.
Y dado que yo hace ya algún tiempo que conseguí romper la odiosa relación salarial, disfruto a bocanadas del lado más amable de la vida y, liberado del estrés de la rutina laboral, puedo perderme a mis anchas por esta ciudad, mi ciudad, Madrid, que tanto amo.

Después de haber disfrutado de un menú casero, estupendo como siempre, en casa de los amigos del Bogotá, me dirijo hacia un cálido y muy aceptable café a riesgo de parecer algo afrancesado. Está completamente lleno, pero consigo encontrar un pequeño hueco con un pequeño taburete, a modo de mesa, pegado a uno de los grandes ventanales por donde, por fin, después de casi dos meses de ausencia, el sol penetra con fuerza a través de los cristales. Ni que decir tiene, que dejo que su potencia calorífica encienda mi cara por completo. Justo a mi lado, en otra pequeña mesa, aunque no es en sí una mesa al uso, hay una mujer, y junto a ella un cochecito con un bebé dentro. 
Mientras gozo como un crío con zapatos nuevos con este sol que me penetra y me calienta de manera placentera todo el cuerpo, empiezo a fijarme en esa mujer que tengo a mi izquierda. Es rubia, tiene una tez clara y suave, su cuello es delgado y también muy claro. Aunque una de sus mejillas, la que está del lado del cristal, empieza a adquirir un tono sonrosado, debido al sol, que la hace aún, si cabe, más sugerente. Cubre su rostro con unas gafas grandes y negras, así que sólo puedo imaginar su expresión a través de los gestos que hace. De vez en cuando, levanta el enorme pañuelo que resguarda a su retoño de la luz directa del sol. En uno de esos momentos, descubro que es un niño muy rubio, como ella, aunque diría que tirando un poco hacia pelirrojo, aunque no estoy seguro del todo.
Con escaso disimulo la observo. Observo su frente lisa y su pelo recogido hacia atrás, rubio, muy rubio. Aunque está sentada, al erguirse ligeramente para inclinarse sobre el cochecito de su hijo, puedo verificar que tiene una bonita figura, es delgada y sus manos llaman mi atención. Me sorprende que sus dedos sean menos huesudos, aunque son largos, de lo que hubiera esperado en una mujer tan delgada. 
En un cierto momento, extrae de su bolso una pequeña libreta y comienza a escribir. Escribe sin parar. ¿Qué escribirá?, me pregunto. Aunque aprieta los labios, en un cierto rictus, no pierden la sensualidad que desprenden. A mi cabeza emerge una idea algo descabellada. Quisiera ser un vampiro y morderle. Clavarle los colmillos con delicadeza para hacerle esos dos agujeritos que todos hemos visto en las películas de Drácula. Pero no quiero libar su sangre, querría más bien absorber su aura. 
La sigo observando con indisimulado interés, a pesar de que ella es consciente de que la estoy mirando. Caigo en la cuenta, o quiero pensar, que es una mezcla de Jacqueline Roque, la última acompañante femenina de Pablo Picasso, morena, muy morena, y esta mujer que tengo a mi lado es rubia, muy rubia, y, algo todavía más estrambótico, una especie de Alien femenino y bueno, que alarga su cuello elegante para mirar dentro del cochecito de su bebé.
Pero, a veces, la magia se produce. Y, sin casi darme tiempo a desearlo, se desprende con un gesto seguro de sus gafas oscuras, dejando al descubierto unos ojos azules llenos de una expresión profunda. Descorre el pañuelo que cubre a su hijo, porque ha notado que una de las empleadas del café ha bajado el toldo lo suficiente para que el sol ya no se estampe contra la carita del niño. Ahora, mientras él sigue durmiendo, una especie de arcoíris, en forma de pequeña franja, divide su rostro.
Pero la magia no se detiene aún. El niño se despierta y con sus ojos grandes y azules, ahora descubro que su pelo es casi pelirrojo, se me queda fijo observando, como si quisiera abarcarme por entero con su mirada. Casi al compás, la madre, esa rubia que se me ha colado dentro, que yo he imaginado de diversas nacionalidades, invita al niño, con una expresión en perfecto castellano, a saludarme. A partir de ese momento, la literatura se detiene y la vida comienza.

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