miércoles, 8 de enero de 2014

LA INVISIBILIDAD DEL INFIERNO


Pasear por Madrid, en estos días, es darse de bruces con una especie de teatro o de imaginario que en nada tiene que ver con la realidad. Cientos de personas que van y vienen, enloquecidas, cargadas de bolsas llenas de cosas, es el paisaje común. Pero nada es lo que parece. Detrás de esa apariencia de normalidad y de bienestar se esconde la verdadera realidad, el infierno.

El pulular del gentío es siempre el mismo. Las mismas caras, las mismas gentes, siempre un reducido número de personas que son las que, de manera privilegiada, están más o menos bien. Por eso, algunos, de manera cándida, se atreven a decir: "¿Pero dónde está la crisis, donde están los millones de parados?" Pero la crisis, la guerra de los ricos contra los pobres, existe, claro que existe, y esos millones de desgraciados que no tienen dónde caerse muertos, también. Pero no se ven, no los vemos, son invisibles. No pasean por el centro de las grandes ciudades, ni tampoco osan atravesar ninguno de los relucientes escaparates que exhiben, con democrática pornografía, sus bellas mercancías.

Pero el infierno está aquí, con nosotros, rodeándonos, atrapándonos. Me cuenta una amiga el maltrato innecesario sufrido por su madre, antes de fallecer, en un hospital público madrileño. Y no me parece un caso aislado, por otras cosas que conozco y que se saben. Ingresada en el Doce de Octubre, aquejada de un malestar del que todavía nada se sabía, estando la buena mujer en su habitación, sola, sin nadie que la acompañase, se presenta la doctora, espetándole a la cara, sin ningún tipo de atenuante, que tiene un cáncer muy agresivo que la está devorando. Cualquiera se puede imaginar lo absolutamente delirante que es la situación que acabo de describir. Cualquiera puede entender el desamparo brutal al que tuvo que enfrentarse la madre de mi amiga. Sin embargo, como ya he escrito en otras ocasiones, no convendría que nadie pensara en la maldad de la doctora, como si el mal habitase dentro de ella. No, lo realmente terrible, es la banalidad de ese mal que atraviesa la vida de esa pobre mujer que está postrada en ese centro hospitalario que estamos pagando todos con nuestro dinero. La doctora, con la más absoluta normalidad, y sin ninguna acritud calculada, le comunica el resultado y punto. La paciente es un número, una estadística en el sinfín de ciudadanos que tratan de ser curados en los centros hospitalarios. Me hablaba también mi amiga de la enorme tristeza que sentía cuando trataba de explicarle a su progenitora, aterrada por el término que había usado el facultativo para describirle el mal que padecía, que su enfermedad no la producía ningún bicho, que ningún insecto la estaba devorando.
Sí, el infierno está aquí, materializado en todas esas leyes que impedirán, a emigrantes sin papeles y jóvenes españoles que hayan salido al extranjero a buscarse la vida durante más tiempo del que el Estado considere conveniente, la asistencia sanitaria que pagamos todos. Al averno van todas esas gentes desahuciadas de sus casas, desposeídas de ese elemental derecho de tener un techo donde poder vivir. Al infierno caen los millones de personas que no pueden alimentarse como se debe. Al infierno iremos a parar la inmensa mayoría de nosotros, que sufrimos las consecuencias de una guerra implacable que nos está despojando de todo, incluso de la identidad y de la memoria.
Pero la invisibilidad trata de imponerse, el paisaje trata de demostrar que no pasa nada, que el infinito ejército de parados, de desahuciados de tantas y tantas cosas, es sólo una estadística malévola y que la normalidad se ha restablecido. Sólo hay que salir a la calle y disfrutar del espectáculo reparador al observar a los miles de privilegiados que caminan ansiosos con las manos llenas de regalos.



No hay comentarios:

Publicar un comentario