viernes, 3 de enero de 2014

ALIEN, EL CONSEJERO...RIDLEY SCOTT


Son casi las dos de la madrugada cuando he terminado de ver una vez más - ¿cuántas? Ya he perdido la cuenta - Alien, de Ridley Scott. Es un film sobre el que vuelvo una y otra vez, como si se tratase de una necesidad imperiosa. Y en cierto modo lo es. Me alumbra frente a la obscuridad en la que vivimos hace ya mucho tiempo, demasiado. No sé cuál pudo ser la intención original del director, ni siquiera la de los guionistas que elaboraron el proyecto durante bastante tiempo, no es algo demasiado importante. Pero Alien no es sólo una película de ciencia-ficción, es, sobre todo, una brillante película política que anticipa, tal vez sin saberlo, la sociedad capitalista de finales del siglo XX. Esa que estaba a punto de iniciarse con la llegada al poder, en mayo de 1979, de Margaret Thatcher y, en enero de 1981, de Ronald Reagan. El film, estrenado el 1 de enero de hace 35 años, sigue conservando una enorme potencia. La música de Jerry Goldsmith, que sigo oyendo mientras escribo estas líneas, ayuda a condensar la inquietud que acompaña la visión del film. 
La nave representa la fábrica capitalista perfecta donde la fuerza de trabajo, no sólo manual, también intelectual, es obligada, aunque dicha obligación en ningún momento se visualice como una coerción clara y evidente, a aceptar una dinámica destinada a destruir cualquier posibilidad solidaria o colectiva frente a la imposición de un mando ciego materializado en el computer llamado Madre. En la película hay un elemento esencial sin el que se perdería un cierto hilo conductor importante. Ese elemento fundamental es la figura del científico-robot, que juega un papel crucial a la hora de ejercer el control sobre la fuerza de trabajo humana. Representa a eso que el capitalismo denomina la técnica, los técnicos, una figura determinante para imponerse sobre cualquier otra consideración. Es también el producto de un saber, acumulado a lo largo de los años, que cristaliza en esa inteligencia artificial que se opone, con fuerza, al General Intellect, a la inteligencia general que representan el resto de la tripulación de la nave Nostromo.
La fábrica, materializada en ese carguero comercial, contiene en sus entrañas todos los elementos necesarios para hacer de ella un lugar más bien inhóspito, donde sus ocupantes parecen vagar como si estuvieran perdidos. Perdidos y desorientados, incapaces de expresar una cierta autonomía que está siempre mediatizada fuertemente por la inteligencia artificial, la técnica, que representan tanto el computer como el oficial científico.
Sin embargo, a pesar del férreo control  que se ejerce sobre la fuerza de trabajo humana, la deriva capitalista necesita dar un paso más. Ese salto se va a producir con la incorporación de un invitado de excepción, un pasajero que nunca tendría que haber subido a la nave, que se dirigía hacia la Tierra, silenciosamente, atravesando la obscuridad del espacio, mientras sus ocupantes hibernaban ajenos a los designios del poder.
El alienígena, que recuperan involuntariamente, aunque voluntariamente obligados, del interior de una especie de nave-habitáculo muy sofisticada, que se encuentra varada en un planeta completamente desapacible, perdido en los confines del espacio, es el sujeto perfecto sobre el que poder construir el nuevo ejército que el capitalismo necesita para poder reinar sin ningún obstáculo. Alien, como dice en un cierto momento el oficial robot, es una criatura pura, que se adapta perfectamente y puede superar cualquier situación adversa, sin ningún tipo de afección ética ni sentimental. Aparece así, y por eso se opone con violencia, como un elemento nuevo frente a los protestones y quejicosos moradores de la nave Nostromo.
Escucho una y otra vez la música de Goldsmith que me inquieta sobremanera. Es el acompañante perfecto para hacer que la película, ya de por sí desazonadora, todavía inquiete mucho más. 
Al final del film, Ridley Scott introduce la categoría del tiempo de manera tan brutal que el tiempo real se impone sobre el tiempo cinematográfico. Cuando Ripley programa la destrucción de la nave, a partir de la voz en off que anuncia que ya no se puede desactivar la destrucción, los cinco minutos restantes son cinco minutos de tiempo real.




Han pasado 35 años y hay, en cartel, una nueva película de Ridley Scott. Se llama El Consejero. Lleva ya varias semanas en uno de los cines de mi ciudad, Madrid. Durante todo este tiempo me he resistido a verla. El motivo no ha sido otro que los pésimos comentarios me llegaban desde mi entorno de conocidos. Al final, afortunadamente, gracias a los comentarios positivos que me hace mi mujer, que se ha adelantado en unos días a mí para ir a verla, voy por fin a disfrutar de la película. Disfrutar en el sentido amplio y profundo de la palabra. El film de Ridley Scott es una gran película. El mejor film que he visto el año que acaba de fenecer, junto a Prisioneros del director y guionista Denis Villeneuve.

No es baladí que la película del director británico cuente con el primer guión cinematográfico del novelista Corman McCarthy. Los diálogos se suceden con inusitada inteligencia. La trama está magistralmente filmada por el director de Alien. Es tan así, que, a mi juicio, la última película del británico lo hace emerger de las ruinas donde había sido sepultado en los últimos films. Recupera la fuerza política de Alien, y nos adentra, bajo la parábola del mundo de la droga, en la sociedad del siglo XXI.
El nihilismo del modo de producción capitalista se materializa en las explicaciones que recibe el atónito abogado que parece no entender, no querer entender, el mundo en el que vive. Un cierto estoicismo, impregnado de negatividad, se impone sobre cualquier otro punto de vista de redención. El capital, el dinero, no tienen alma. Marx siempre es más actual en este más que iniciado siglo. Pero la película de Scott penetra, también, otros territorios escurridizos. Hablo del amor y del sexo. En pocas películas de los últimos tiempos, el sexo aparece como el único elemento que hace entendible esa línea tan difusa que es el amor. El retrato de la sociedad actual, compuesta de sujetos atrapados en una espiral de violencia, no siempre física, emerge con extremada delicadez y contención. El pesimismo que se apodera del letrado sin nombre - siempre se dirigen a él en estos términos formales -tiene una cierta lógica. Hace tiempo que pienso que en la actualidad ser optimista conduce a la reacción, o a lo reaccionario. Sólo desde un planteamiento que parta del pesimismo y de la desilusión puede hacer brotar un proyecto que pueda oponerse a toda esta deriva infernal en la que nos tiene atrapados el capital. Una deriva que nos lleva a una guerra permanente, pero contrariamente a lo que sería deseable, es decir al enfrentamiento de la mayoría de todos nosotros contra la minoría que detenta todo el poder, lo que se está produciendo es una guerra entre nosotros mismos. Una guerra que se percibe en la cotidianidad de la vida, en las relaciones humanas, también en el ámbito de la coerción salarial, es decir, del trabajo, que es el terreno donde se produce el control más estricto del orden capitalista.
En ese entorno nos sitúa Ridley Scott en su última película, acompañada de reflexiones de la filosofía occidental, desde Epicuro y Marco Aurelio, hasta Espinosa, Bergson o Freud.




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