viernes, 25 de octubre de 2013

UN RENACENTISTA EN MADRID


Me hace gracia cada vez que un amigo me regaña de manera cariñosa diciéndome: "Te entusiasmas demasiado, te emocionas excesivamente..." Me lo dice siempre que expreso, quizás exageradamente, mi asombro ante algo o ante alguien. Pero cómo no lo voy a hacer cuando me topo con ciertos personajes, o con ciertas cosas. Me pasó hace ya algunos meses con una rara avis, de la que todavía no me he atrevido a escribir nada, llamada Marga Gil Roësset. Ese descubrimiento, cuya sorpresa aún hoy me sigue acompañando, justificaba con creces el que alguien como yo se sintiera tan excitado y tan emocionado. Ya llegará el momento de hablar de Marga. Ahora, en cambio, quiero describir a un artista que, poco a poco, sin hacer apenas ruido, se ha ido metiendo dentro de mis neuronas hasta conquistarme por entero.
Sin embargo, él, ni es enigmático, ni desconocido, ni raro. Todo lo contrario. Si digo que me estoy refiriendo al dibujante y pintor, como reza su página web, Manuel Alcorlo, no descubro a ningún desconocido, porque no sólo se trata de uno de los mejores dibujantes de la historia reciente del arte español, aunque no sólo español, diría yo. Y encima es académico, así que ni clandestino, ni marginal. Un pintor en el ojo del huracán artístico madrileño y como mínimo, me atrevería a afirmar, de toda la península ibérica. Conozco al maestro desde hace relativamente poco tiempo, algo más de un año. Todavía recuerdo su cálida figura à la Toulouse-Lautrec, apoyada en un bastón, entrando en la galería Ra del Rey, con motivo de una exposición. Iba acompañado de su mujer, la también pintora Carmen Pagés. Yo acababa de incorporarme, como un socio más, a la cooperativa de artistas que componen la galería.
Andando el tiempo, una y otra vez, empiezo a tener el privilegio de charlar con él, de intercambiar elementos comunes, la lengua italiana por ejemplo. Alcorlo declama y canta, cuando menos te lo esperas, en la lengua de Pier Paolo Pasolini. Y poco a poco empiezo a descubrir que no sólo es dibujante y pintor. Todo eso estalla delante de mí cuando una mañana acudo a su estudio.
Conozco estudios de artistas, y cuando hablo de éstos me estoy refiriendo a todas las categorías, estupendos, más pequeños o más grandes, decorados con más o menos gusto. Pero la casa- estudio de Manolo y Carmen merecen un comentario aparte. Seguramente nada de lo que yo pueda escribir aquí podrá dar una idea exacta de lo que es ese espacio tan singular y único en el centro de Madrid.
En primer lugar, la sensación que uno tiene nada más penetrar en ese espacio, es la de estar en una ciudad que no es Madrid. Y se produce una situación extraña. Al menos a mí se me produce, porque mientras avanzo sé que estoy en el centro de Madrid, pero allí dentro no lo estoy. Como si alguien o algo me hubiese trasladado a otro lugar. 
Después de algunos minutos, donde la sorpresa sigue invadiéndome por dentro, empiezo a encontrar puntos de referencia que me podrían llevar directamente a París, a la época de la morada-estudio de Picasso en la rue des Grand-Augustins, o tal vez al taller del escultor Max Le Verrier. También podría uno imaginarse de estar en una de las salas del Jeu de Paume antes de convertirse en museo. Hay una altura donde la vista acaba perdiéndose al final de la claraboya. Luego, se abre una especie de laberinto, a derecha y a izquierda, que conduce a estancias y pequeñas habitaciones donde convive toda la familia. Aunque a estas alturas, con los hijos criados e independizados, sólo ellos dos deambulan por ellas. 
Allí descubro a este renacentista madrileño. Cientos de cuadros donde ha vertido lo que, de manera despreocupada, Alcorlo llama bocetos. ¿Bocetos? Pues entonces, le digo, no pasaré jamás de los bocetos, porque toda mi obra es sobre papel, está vertida sobre papeles. Y él se ríe a carcajadas.
Pero para mi no son bocetos, de ninguna de las maneras. Son papeles, grandes, pequeños, medianos, plasmados con una mano que es otra mano: "Una mano mueve mi mano...", expresaba un aborigen australiano en una escena del magnífico documental de Herzog sobre la cueva prehistórica de Chauvet en Francia. Son papeles donde el color lo invade todo, donde los trazos son firmes y acabados y expresan por sí solos todo lo que el pintor tiene que decir. Son obras tan acabadas y tan definitivas como sus lienzos o sus tablas.
Por no hablar de los cientos y cientos de cuadernos, diarios, libros y un sinfín de trabajos sobre los que trabaja al mismo tiempo como si nada. En esos cuadernos, algunos que él me enseña, los dibujos tienen la potencia y la magia de un William Blake. Otros, permanecen dentro de la elegancia y la síntesis del Pablo Picasso de la "Suite Vollard". Descubro, también, pequeñas esculturas con materiales diversos y extraños que utiliza con suma gracia.
Pero Manuel Alcorlo me reserva, aún, una sorpresa. Sabe de mi pasión por la música, por eso que comúnmente llamamos música clásica. Se pierde durante unos minutos y vuelve portando un maletín del que extrae un violín. Sobre un atril, que ha desplegado  y compuesto minuciosamente como si se tratase de un rompecabezas, coloca algunas partituras. Mientras
saca fuera el violín y lo pone a punto, mis ojos reparan en dos cuadernos que llevan los nombres, nada más y nada menos, de Bach y Mozart. Me quedo, de pie, en silencio, mientras él empieza a traducir esos endemoniados signos que componen una partitura a los que tanto respeto y tanto temo.
La música, a mi entender, es la más alta expresión artística a la que el ser humano puede aspirar. Las otras artes, siendo también grandes, están un paso por detrás de ella.
Las notas de la partita de Bach llenan el estudio por completo. El dibujante y pintor se convierte, por momentos, en músico. En el traductor de una música celestial pero difícil de interpretar. Da igual, Alcorlo es un artista sin límites y la música es otra de sus especialidades. 
Sé, cuando abandono su peculiar estudio, que apenas he podido atisbar una pequeña parte de su mundo. Pero me reconforta la idea de poder seguir descubriendo a este renacentista madrileño. 

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