domingo, 14 de octubre de 2012



CONTRA LA MELANCOLÍA




No obstante la hora que se establece, arbitrariamente, durante el verano, aún siga en vigor, hace ya un buen rato que la noche se ha apoderado de la ciudad.
Salgo de casa convencido de que esta noche lo voy a pasar bien. Me dirijo hacia el sur, más allá de los dominios de la Puerta de Toledo. No transito habitualmente por sus inmediaciones, pero es una zona que conozco bien. No hace tantos años que mis huesos reposaban en un pequeño apartamento de la zona.

Cuando salgo del metro, esa puerta se me impone. A pesar de su estructura pétrea, el aire que respira esa construcción no deja de aparentar cierta ligereza. Tengo que atravesar la glorieta y comenzar a descender por la Ronda de Segovia. Es el final de la primera semana de octubre, sin embargo las terrazas despliegan, aún, sus veladores a lo largo de las aceras. No es de extrañar, la temperatura está en torno a los veinticuatro grados y más que una noche otoñal parece una incipiente noche primaveral.

La iluminación es escasa, siempre lo es cuando las farolas utilizan esas bombillas de color naranja que dicen ahorrar energía. Así que me es difícil identificar el tipo de construcción que denotan los edificios que me voy encontrando. Es una calle larga que no parece tener fin. La bajada cada vez es más pronunciada, hasta que se interrumpe de manera abrupta en una glorieta. Giro a la izquierda y me topo con el nombre de la calle hacia donde mis pasos se dirigen: Paseo de los Melancólicos. Su nombre me hace evocar, de inmediato, esa palabra que define muchas cosas y esconde algunas otras: Romanticismo. Pero lo melancólico me lleva también a la teoría aristotélica sobre el problema XXX y la bilis negra, con el que el sabio griego plantea de modo insistente la relación entre la fisiología y los comportamientos. Pero no creo que en esta noche cálida la melancolía pueda atravesar mis tejidos. Aunque por unos instantes "Melancholia", el film de Lars Von Trier arribe a mi cerebro. Pero no será la música wagneriana la que penetrará mis oídos. Muy al contrario, sé que otra música, que a mí me sigue resultando muy moderna, el jazz, inundará mis pabellones auditivos.

Todavía peor iluminado que la Ronda por donde acabo de descender, el Paseo de los Melancólicos combina los inmuebles habitados con edificios de hormigón en forma de cubos. Me detengo delante de uno de ellos y toco el timbre que llevo anotado en un trozo de papel. Una voz femenina y cálida me pregunta si vengo a la inauguración del Vestiario, le respondo afirmativamente y automáticamente suena un click y se abre la puerta.

Arriba, en el tercero, una cara que no me es del todo extraña me da la bienvenida. No recuerdo su nombre ni el de sus otras compañeras. Son cuatro en total. Dos arquitectos, una antropóloga y una psicóloga. Las he conocido no hace mucho en uno de esos espacios únicos de Madrid: Vaciador 34. Aquella noche se presentaron, de alguna manera, en sociedad y nos hablaron de Vestiario, un espacio autogestionado al que querían sacarle punta. Ahora, en esta noche de octubre, por fin ha llegado la hora del estreno, de la inauguración, del bautismo de fuego para sus moradoras.

Enseguida me impacta el espacio diáfano. Una serie de ventanas corridas recorre las paredes. El suelo rojizo de sintasol contrasta con el color blanco de todo el recinto. Es de noche, por lo que no puedo disfrutar de las vistas que podrían llegarme de Madrid a través de las cristaleras. No importa, me siento bien. Enseguida he notado un cierto feeling muy agradable con todo el entorno. Apenas hay gente. Seguramente he llegado demasiado pronto. Aunque por las indicaciones de la invitación creo que no. Es lo que les digo a Andrea y a Ana, al presentarse a sí mismas y darme las gracias por haber venido. Alguna de ellas aún recuerda mi cara de la noche de Vaciador cuando dejé mi mail para poder estar al corriente de la apertura del local.

Me he sentado en un extremo del local, rozando la carpa que protege el recinto, el trozo de local donde ellas tienen sus aposentos privados. De improviso veo avanzar hacia mí a un joven mancebo que dibuja una sonrisa en sus labios. Se sienta a mi lado y me pregunta si hablo francés. Le digo que no, aunque si habla despacio puedo entenderlo. Le explico que aunque fue mi segundo idioma en el bachillerato, el italiano que aprendí muchos años después, por razones que no vienen al caso ahora, cortocircuita la posibilidad de que por mi boca salgan las palabras en francés. El muchacho, de Clermont- Ferrand se expresa con absoluta claridad en mi propia lengua, por lo que me tomo como una especie de provocación su pregunta sobre mis conocimientos de su lengua. Me dice que es pintor y que acaba de llegar con su amiga ¿Lua?, oigo pronunciar su nombre pero la música cuyo volumen acaba de subir me impide entender con precisión el nombre exacto de la chica, a Madrid para estudiar con una beca Erasmus en la facultad de Bellas Artes. Él es pintor y ella escultora. Le hago notar que sobre las paredes vacías del local acabo de ver un pequeño lienzo, no más de 20X20, que me gusta mucho. Es una naturaleza muerta y aparece pintada como suspendida en el espacio. Empieza a mondarse de la risa mientras me confirma que él es el autor. Lo felicito sinceramente y le digo que yo también soy pintor. Se interesa por conocer qué tipo de obra realizo y lo emplazo a ver la exposición de mi obra en una próxima inauguración. 
Se siente felicísimo de haber podido obtener la habitación que las chicas del Vestiario han sacado a alquiler por internet. Después de una dura selección, él y su amiga se han podido quedar con ella.

El tiempo pasa, y la gente llega muy a cuenta gotas. El grupo de jazz, cuyo nombre me es imposible recordar en estos momentos sacude los instrumentos improvisando algunos arreglos. De tanto en tanto mis ojos se cruzan con los de ¿Andrea?, y una sonrisa cómplice se dibuja en el rictus de nuestros labios.

En un cierto momento en el que entra un buen puñado de gente, creo reconocer en algunos rostros caras conocidas. Cuando están cerca de mí no me cabe ninguna duda. Son Paula y su hermana, dos chicas valientes que formaban parte del núcleo que en uno de los últimos días de diciembre pasado se atrevieron a atravesar las puertas de un espacio cerrado y abandonado en pleno Barrio de Salamanca, que en días sucesivos se bautizaría con el nombre de Salamanquesa. También reconozco a otros chicos que formaban parte de ese grupo iconoclasta que liberó para ese barrio conservador el espacio antes mencionado.

Con ellos logro entretenerme mientras el tiempo pasa con cierta languidez. Se ha superado, con creces, el horario del programa de actividades de la inauguración del Vestiario. Normal, las chicas autogestionarias andan muy excitadas tratando de llevar a buen puerto un risotto que calme el hambre que a esas horas hace ya estragos en todos nosotros.

El Vestiario empieza a estar bastante lleno de gente. Las idas y venidas de los músicos anuncian lo incipiente del concierto. Mientras eso sucede, mis ojos no consiguen apartar la mirada que se ha posado sobre una chica de rasgos exóticos muy particulares. Tiene una tez de color canela y un pelo negro muy rizado. Lleva un vestido muy corto y unas medias por encima de las rodillas, de lana a rayas, que resaltan la belleza de sus piernas. Sus ojos, sus labios, y su manera de gesticular la hacen poseedora de una sensualidad salvaje. Es muy joven, demasiado joven, me digo. Pero hace tanto tiempo que no contemplo una mujer tan  extremadamente bella que no puedo dejar de sentirme atraído hacia ella. Cuando por azar, ella y el grupo de sus amigas recalan cerca de mí, puedo levantar acta de que lo que he intuido desde lejos se confirma plenamente ahora.

La música está a punto de estallar. Veo pasar a una de las dueñas del Vestiario y le sugiero que haga una presentación del lugar antes de que empiecen los músicos. Así lo hace. Ahora, las notas irreverentes de la improvisación jazzística pueden empezar a apoderarse de nosotros.

El jazz destruye la melancolía. El pianista, incluso cuando está de espaldas, no yerra a la hora de pulsar las teclas del piano. El saxo y la trompeta irrumpen con indisimulada desvergüenza.
La música atruena la razón en marcha. La felicidad nos atraviesa por completo.
Los músicos no cejan en su insistencia por hacer que el goce se adueñe del tiempo esta noche. Sin embargo, una cierta pausa y un cierto intercambio son necesarios. En el jazz suele ser algo bastante convencional. Y ahí se produce una cierta sorpresa para mí. Uno de los chicos de la Salamanquesa salta a la palestra una vez que ha sacado de la funda su guitarra acústica. Sí, es cierto que le he visto entrar con una guitarra al hombro, pero no tenía la menor idea de que tocara jazz. Unos pocos ajustes y ya está. También la batería cambia. Ahora, el otro chico que conozco saca de unas fundas especiales los palillos y se pone al frente de ella. De nuevo empieza la fiesta. Me quedo impresionado del buen saber hacer de estos dos muchachos. La guitarra y la batería conducen al resto hacia melodías algo diferentes a las del inicio del concierto. Vaya noche llevo, me digo. La gente se mueve al ritmo del jazz y algunos cuerpos sinuosos, en su balanceo, invitan a olvidarse del mundo.

Antes de abandonar el local, más allá de la frontera en la que el metropolitano está abierto, hablo con las que ya considero mis amigas del Vestiario sobre sus intenciones. Quieren organizar seminarios, diálogos sobre el tiempo y sobre la vida. En definitiva, ofrecer este espacio único y bello donde el río se esconde y hacer que Madrid parezca una ciudad más internacional.

Cuando salgo a la calle y avanzo por el Paseo de los Melancólicos el estruendo del jazz lo invade todo. Un sonido bellísimo envuelve el ambiente apagado y enciende los edificios grisáceos. Por un momento pienso que esa música acompañará mi retorno, porque sigo avanzando y el sonido no se disuelve. Es una ilusión; al volver la esquina y empezar a subir la empinada cuesta de la Ronda de Segovia, todo se acaba.
Mientras mis piernas se agarran a la acera para superar el fortísimo desnivel, el eco del nombre del paseo no se me impone. La melancolía ya no existe. 

  


























viernes, 5 de octubre de 2012

EL MIEDO NO EXISTE




Dicen que el miedo es libre y que nadie está libre de experimentar su sabor frío. Sin embargo, podríamos decir que todo eso funciona en el campo emocional. En cambio, cuando entramos de lleno en el ámbito de la política, tal consideración carece de la más mínima importancia. Un sujeto individual está permanentemente expuesto a multitud de peligros y de amenazas, reales o supuestas. La pesadez de su yo le impide liberarse de esa carga. Pero un sujeto colectivo, y ese es el que manda cuando hablamos de política, ya ha soltado todo ese lastre, todas esas miserias. En realidad, un sujeto colectivo, una masa de ciudadanos reclamando sus derechos y su vida, se ha situado ya en un espacio-tiempo en el que el viejo metus latino deja de funcionar, de expeler sus nocivos gases.

Las grandes manifestaciones que recorrieron las calles y aledaños junto al Congreso de los Diputados en Madrid, los días 25 y 29 del mes pasado, ponen en evidencia la fuerza y la soberbia de una masa que ha traspasado ya todos los umbrales. Las pancartas que pedían la dimisión del gobierno en pleno, la abolición de la monarquía y la apertura de un proceso constituyente, no representan una ocurrencia de unos iluminados cualesquiera, muy al contrario. Son el grito continuado de una ciudadanía, la española, que ha dicho, ¡basta ya!
Las gentes no quieren consuelos ni se dejan seducir. Saben, como el viejo Brecht, que el tiempo no es mucho y que el lodo y las miserias son para los podridos. La vida es lo más grande y no se la van a dejar arrebatar por los dictados del capital.

Podrán reprimir, detener, usar toda la fuerza bruta, pero la determinación es muy grande. Además, el movimiento no deja de crecer. El 15-M fue el pistoletazo de salida, pero después de la guerra declarada a través de las normas y leyes que los consejos de ministros van dictando, la clase media, ese enjambre que apelotona a obreros, estudiantes, empleados, funcionarios, amas de casa e incluso gentes desocupadas, está plenamente implicada en las protestas.

No hay vuelta atrás. L' Ancíen Régime trata de justificar su permanencia a pesar de saber que no representa a la nueva sociedad que emerge continuamente. Hemos sido muy pacientes, pero la impaciencia está ya a las puertas, como el nuevo día. El tiempo del engaño ha tocado a su fin. El miedo no existe.











miércoles, 3 de octubre de 2012

VOLVEREMOS A ENCONTRARNOS...







Aún está dentro de mi cabeza. Sí, desde que lo oí por primera vez, hace ya mucho, en un año que empezaría a cambiar nuestras vidas. Pero era primavera y el sol tardaría todavía unos cuantos meses en hacer su aparición. Esa melancolía que su vibración transmitía me atenazó el corazón en aquella mañana, bastante temprano, mientras el silbato sonaba repetidamente, durante unos segundos, antes de que las puertas se cerraran y el convoy se pusiera en marcha.

Acababa de recalar en la estación de Austerlitz. Por fin estaba en París. Había conseguido dejar Madrid y España por unos días. Unas cortas vacaciones laborales que me permitían escapar de la dictadura y de su pestilente tufo y respirar otros aires, rozarme con otras gentes.
Pero la emoción había comenzado ya la noche anterior mientras el tren atravesaba el País Vasco. Los caseríos, apenas iluminados bajo una luz que irradiaba una especie de neblina lechosa, se me aparecían como en esas fotos que había visto en alguna ocasión sobre la Guerra Civil Española. Era una sensación mezcla de extrañeza y de misterio, como si ese paisaje me llevara hacia esa época. Pero, dentro del vagón, sentía también que ya no estaba en España. La verdad es que quedaba muy poco para atravesar el confín y situarme en otra parte, en otro mundo, en Europa. La vieja estructura de hierro y de cristal, algo sucia y renegrida, de la estación de Hendaya, nos acogía antes de pasar la aduana y acomodarnos en el modernísimo tren Corail francés.

Entonces, en esa mañana primaveral, fuertemente impresionado por la estructura de la red metropolitana parisina, con sus trenes a la última dotados de un sistema que impedía descarrilar, ese sonido del silbato me había tocado el alma hasta emocionarme.

Vestido completamente de oscuro, chaqueta, pantalón y zapatos negros, me dirigía hacia el Barrio Latino, hacia uno de los cogollos de la capital republicana. Y algo de republicano también tenía yo exhibiendo un trocito de bandera tricolor que había logrado unir con tres cintas cosidas a la embocadura del bolsillo exterior de mi chaqueta.

Ya fuera, en la calle, de frente a la fuente de Saint-Michel y de espaldas al Sena y a Notre-Dame, me sentí dentro de la historia, de un mundo común donde las gentes vivían sin temor.
Sabía que estaba en el escenario de esa revolución mítica de mayo del '68, de 1968, cuyas fotos había visto tantas veces en alguna de las publicaciones que la dictadura permitía. No habían pasado muchos años desde que aquello se acabara, era 1975, señalando el camino para poder reventar el orden establecido. Pero lo mejor estaba aún por suceder.
Mientras comenzaba a subir el Boulevard Saint-Michel, en compañía de mis amigos con los que había realizado el viaje hasta París, en busca de algún hostal donde poder recalar, comencé a notar cómo ciertos transeúntes se fijaban en mi. Notaba cómo sus ojos se clavaban en los míos. Aunque podía intuir el por qué de semejante interés, no fue hasta que un chico joven, quizás no tanto como lo era yo, se paró y empezó a hablar conmigo cuando comprendí la verdadera razón. Era español y estaba exiliado en Francia. Se identificó como militante del FRAP y hablamos durante unos segundos de la situación en España y de la Segunda República. La bandera tricolor me había delatado.
Lo tuve claro, lo sabía, lo había hablado en Madrid con compañeros de mi trabajo del grupo de trabajadores, siglas clandestinas del todavía más clandestino sindicato de CC.OO. En París, en el Barrio Latino vivían un montón de españoles que estaban refugiados en Francia por motivos claramente políticos.

Mientras pasamos delante de la Plaza de la Sorbona, vienen a mi cabeza las imágenes de sus columnas con los affiches de Marx, Lenin, Trotsky, Mao...durante la revolución. También se yuxtaponen, en ese momento, a las imágenes de la Puerta de Alcalá de Madrid tapizada con las de Marx y Stalin en esa otra revolución, la de 1936, ya muy lejana en el tiempo, pero cuyo aplastamiento militar marcó nuestras biografías para siempre.

Recalamos, finalmente, en la Rue Cujas, en un hostal de dos estrellas, con toilette de uso común fuera de las habitaciones. En la calle, se encuentra la vieja sala de cine "Accattone", nombre que rememora la película de Pier Paolo Pasolini, que fue gestionada durante algún tiempo por Truffaut durante el período en el que fue la sede de la filmoteca de París...



Hace calor, mucho calor en este agosto de 2012 en París. Pero esta vez, hace ya más de dieciocho años que no vuelvo a una ciudad que conozco casi tan bien como la mía, Madrid, no recalo en Austerlitz, entrada obligada cuando se viene del sur, de España. Esta vez estoy en Francia, estamos en Francia, mi hija, mi mujer y yo mismo, y cuando cogemos el TGV para volar hasta la capital de la república francesa, la estación de destino es otra. Montparnasse, monstruo de cemento, aunque no sólo, donde recalan los trenes de alta velocidad, que ya no lo son tanto, si trato de compararlos con los que circulan por mi país.

Mientras tratamos de encontrar la salida en este laberinto de cemento armado, su horrible diseño se me impone de manera contundente. Cómo es posible, me digo, que en un país que fue la cuna del Art-Déco y de otros movimientos estéticos, haya podido poner en pie semejante adefesio.
El autobús se va tragando, en un continuo travelling, el Boulevard Montparnasse y una extraña sensación recorre mi cuerpo. Reconozco enseguida lugares míticos: El café Dôme o la Coupole, le Select o el café de la Rotonde. Están allí, inalterados, como si estuvieran conservados en formol. Y esa extraña sensación de la que hablaba tiene que ver con algo de eso. Aunque han pasado casi veinte años de mi última visita a la ciudad, la sensación de inmutabilidad y de permanencia me inquietan. Una cierta decadencia traspasa las ventanillas del autobús y se apodera de mi. 
A la mañana siguiente, cuando penetro en los dominios del metro, el reencuentro con ese sonido melancólico, que no ha perdido ni un ápice la duración de su vibración, me emociona. Sin embargo, a medida que uso los trenes, paso por un sinfín de estaciones y recorro los pasillos, la sensación que tuve el día anterior, pasando por el Boulevard Montparnasse, vuelve a mí. La modernidad que me atrapó aquella primavera lejana de 1975 se ha evaporado. Los convoyes siguen siendo los mismos de entonces, sólo que, lógicamente, están viejos y desvencijados. La suciedad impera en las estaciones y en los pasillos. Incluso el mal olor empieza a ser poco soportable. Ni que decir tiene que la ausencia de escaleras mecánicas que mitiguen la incomodidad y la dureza a un anciano, a un discapacitado o a unos padres con un carrito de bebé, es un hecho cierto que no puedo sino verificar una y otra vez. 
A mí, esa infinitud de galerías, de subidas y bajadas laberínticas sigue pareciéndome divertido, pero no dejo de reconocer que no tienen el más mínimo sentido en pleno siglo XXI. Ha llovido ya mucho para que una cierta racionalidad y funcionalidad no se hayan impuesto todavía en el país de la Revolución de 1789. 

Aún no llevo ni un día completo en la ciudad de la luz y  esa sensación de decadencia y de parálisis ha desaparecido por completo. Sólo he tenido que volver a recorrer sus plazas gigantescas y sus enormes avenidas. Sólo he tenido que transitar por las orillas del Sena y vislumbrar sus palacios. Sólo he tenido que dejar que mi cuerpo fuera atravesado y engullido por Saint- Germain-des-prés, o por la Rue Jacob. Sólo he tenido que caminar por el Odeón, por el Hotel de Ville o la explanada del Trocadero o situarme debajo de esa alucinación hecha realidad por Eiffel. Sólo he necesitado hacer esas pocas cosas para darme cuenta de la exageración que es París, de lo inconmensurable que es esa ciudad. 
Las monarquías siempre han sido absolutas y ese concepto ha comportado siempre una estructura entera, total, completa. Pero sólo contemplando el antiguo Palacio Real del Louvre uno puede comprender ese concepto menos visible en otras viejas construcciones reales.

Durante los días que tengo la suerte de habitar en esa ciudad, ese pensamiento controvertido entre la lentitud transformadora de los servicios públicos y otras infraestructuras ciudadanas y la audacia mostrada por ese pueblo en el pasado, no deja de sacudir mis neuronas. También caigo en la cuenta de lo fácil que es perecer al influjo de la impresión en el sentido más profundo del término.

Y puedo extraer, con facilidad, una cierta lección de toda esa extraña sensación. Que en política, sobre todo, tiene unos costes enormes. La impresión es una nefasta consejera. Frente a ella, cuando se quiere poner en pie una idea política, revolucionaria o no, hay que oponer el análisis, la contemplación, la deliberación y un sentido común ajeno al derecho, a la ciencia y a la técnica. La acción de sujetos plenos, no enajenados por ningún factor interno o externo que se despojan de su yo individual para disolverse en el sujeto colectivo.

Sin embargo, cuando tomo el último metro, antes de abandonar la ciudad, de regreso a la infinitud del mar azul, ese sonido, mezcla de melancolía, nostalgia y aceptación de la limitada potencia humana, recompone mi subjetividad despojada ya de cualquier atisbo de trascendencia. 






   






lunes, 1 de octubre de 2012




¡EMPOBRECEOS Y ENRIQUECEDLOS...!



Jesús Marchante, "La contemplación del personaje acuático - A la Escuela de Viena"

No es poca cosa tener el privilegio de escuchar en vivo, aunque sea en la versión de concierto, la ópera de Arnold Schoenberg, "Moses und Aron". Escribo el apellido del compositor de la segunda manera posible con la que él mismo lo hacía después de exiliarse en los Estados Unidos perseguido por el régimen nacional socialista. Apenas me he atrevido en un par de ocasiones, a lo largo de estos años, a escuchar la grabación en disco que poseo. Es casi la misma cosa que me sucede con el "Réquiem" de W.A. Mozart, aunque los motivos sean muy diferentes. Siempre he amado a ese músico judío y vienés. Pero antes de que las notas abstractas de la partitura se materialicen en el aire en forma de sonidos audibles para los seres humanos, sucede algo que no deja de ser novedoso para un coliseo de las características del Teatro Real de Madrid. Ya a la entrada observo un grupo de manifestantes que protestan enérgicamente contra los despidos que se han producido en el teatro.
Antes de introducirme en el recinto, extiendo mi mano para recoger uno de los comunicados que reparten en la puerta. Como no llevo gafas de leer, y no leo ni un pimiento sin ellas, quiero reservarme su lectura para cuando vuelva a casa. Sin embargo, no va a ser necesario. La orquesta, los coros, los cantantes y el director están ya todos en sus puestos. Entonces, en ese momento, una voz femenina que sale de la obscuridad de alguno de los palcos, empieza a leer el comunicado ante la protesta de algún energúmeno que es acallado por la mayoría que quiere seguir escuchando lo que lee la muchacha invisible. Al final, un sonoro aplauso, que resuena por todo el anfiteatro donde me hallo, premia esas palabras de protesta. Al mismo tiempo que las palmas atruenan, vuelan algunas octavillas que se van precipitando lentamente hacia la platea. Me digo a mi mismo que el compositor judío se habría mostrado de acuerdo con este pequeño sabotaje.

La música, ahora, anula cualquier otra preocupación. Una música que, a pesar de estar compuesta en los años treinta del siglo XX, no llegó a ser jamás concluida en vida del músico. Mientras mis oídos y mi cabeza se contaminan de esos sonidos, siempre modernos aunque transitemos ya por el siglo XXI, no dejo de pensar que aún no casan del todo con la sociedad en la que vivimos. Es como si anticiparan algo que está todavía por suceder.

Pero es en el texto de la ópera, mezcla de invención del autor y del libro del "Éxodo" de la Biblia, cuando aparecen las palabras mágicas, esas que explican todo lo que ocultan otras: Prima de riesgo, rescate, recesión, crisis, recortes o ajustes... Como Moisés tarda demasiado, desde que subió a la montaña sagrada, en volver, las gentes se impacientan y se olvidan de ese Dios del que él les había hablado antes de partir. Es Aarón, quien haciéndose eco de las protestas del pueblo se dirige a ellos diciéndoles: ¡Empobreceos y enriquecedlos!, logrando así, con el despojarse de todas las pertenencias preciosas que la gente ha portado consigo, representar un ídolo al que poder dorar y adorar, el Becerro de Oro. 

Atravesando un invisible túnel del tiempo, esas palabras recobran toda la actualidad y pregonan lo que los Aarones de este tiempo no tienen el coraje de decir: ¡Empobreceos y enriquecedlos! Eso es lo que se desprende de las leyes emanadas de los Consejos de Ministros, de los presupuestos generales del Estado, de las reformas constitucionales. Debemos renunciar a nuestros salarios, a nuestros transportes, a nuestra salud, a nuestra educación, a nuestra cultura, a nuestra vida... Y que esa ínfima minoría que controla todo: los Bancos centrales y los nacionales, las grandes corporaciones internacionales y nacionales, el FMI, y toda esa estructura que quiere destruirnos para siempre, amasen las monedas que salen de nuestros bolsillos para que ellos se llenen de ellas hasta que les salgan por las orejas. Ese es el mensaje y el imperativo, no categórico, que ellos gritan a cada instante. Frente a ello sólo cabe resistir y luchar. Estamos ocupados y rodeados por el opresor, como los judíos polacos en aquel gueto de Varsovia durante la Segunda Guerra mundial. Hagamos, entonces, realidad el levantamiento y dejemos de enriquecerlos y de empobrecernos...